Javier Arjona | 31 de octubre de 2020
Lugar de ensueño que enamoró a sultanes, reyes y emperadores, perla del Romanticismo redescubierta por Washington Irving y David Roberts, la Alhambra ha sido cantada por los más grandes poetas desde el Siglo de Oro.
Habían transcurrido casi tres décadas desde la victoria cristiana en las Navas de Tolosa, cuando el sultán Muhammad I Ibn Al-Hamar, apodado «el hijo del rojo» y perteneciente a la familia de los Banu Nasr (nazarí), estableció la sede de su corte en la ciudad de Granada. Unos años antes, aquel personaje, conocido simplemente como Alhamar tras la castellanización de su nombre, se había proclamado sultán de la Taifa de Arjona, al rebelarse contra el reino de Murcia, dominado por la dinastía árabe de los Banu Hud. Aprovechando el vacío de poder en al-Ándalus tras la derrota almohade, así como el desconcierto creado por las sucesivas conquistas de Fernando III el Santo, Muhammad I logró hacerse con el control de un vasto territorio que comprendía las actuales provincias de Málaga, Granada y Almería.
Tras proclamarse rey de Granada en 1236, el lugar elegido por el sultán nazarí para levantar su palacio y dependencias administrativas fue la colina de la Sabika, bordeada por el río Darro, donde ya existía una antigua fortificación que databa del siglo IX. Las obras de la Alhambra, término que traducido del árabe significa «la roja», comenzaron dos años después bajo el lema de la dinastía «no hay vencedor sino Dios», visible en numerosas estancias de un complejo palatino que fue ampliándose hasta la toma de la ciudad en 1492. Una de las primeras construcciones de la ciudadela fue la Alcazaba, compuesta por tres lienzos de murallas y varias torres conectadas, que convirtió el real emplazamiento en una fortaleza inexpugnable con una visión privilegiada y estratégica del territorio circundante.
Pero, sin duda, las auténticas joyas de la Alhambra son los palacios nazaríes, espacios reservados al sultán y su entorno más cercano, y compuestos cada uno de ellos por múltiples estancias finamente decoradas. Cronológicamente el más antiguo es el Mexuar, levantado en el primer cuarto del siglo XIV por Ismail I, y cuya sala principal fue reformada tras la conquista cristiana, transformándola por indicación de la reina Isabel en una capilla donde se habilitó una balaustrada para el coro. El segundo palacio es el de Comares, cuyas obras se iniciaron durante el reinado de Yusuf I, en un momento en que el reino nazarí vivía una de sus etapas más prósperas. La Sala de la Barca, el Patio de los Arrayanes o el Salón del Trono, la mayor estancia de la Alhambra, componen un escenario en el que geometría, vegetación y agua se combinan junto a paños de yeserías, frisos de mocárabes, zócalos cerámicos y una cubierta en madera compuesta por mas de ocho mil piezas.
A partir del año 1354, tras la llegada al trono del sultán Muhammad V, comenzaron las obras del Palacio de los Leones, al tiempo que se reformaba el Mexuar y se completaba la decoración de Comares. El último de los recintos palatinos, caracterizado por su conocido patio, llevó la arquitectura de la Alhambra a su máximo esplendor, integrando de manera magistral los elementos desarrollados en más de un siglo de evolución artística. Con una estructura que recuerda un claustro, las salas de los Mocárabes, de los Reyes, de las Dos Hermanas y de los Abencerrajes, todas ellas ubicadas en torno al patio de planta rectangular presidido por la Fuente de los Leones, conforman la quinta esencia del arte nazarí. La galería de columnas y arcos que rodea el Patio de los Leones presume de mantener a un tiempo equilibrio y dinamismo, a pesar de una decoración variada y profusamente ornamentada que otorga al conjunto una sensación de compleja uniformidad.
Con la conquista de Granada por los Reyes Católicos, y especialmente después de la subida al trono de Carlos I, comenzaron a proyectarse nuevas reformas en la ciudadela nazarí. Será precisamente la Alhambra el escenario elegido por el emperador para disfrutar de una larga luna de miel, tras contraer matrimonio con Isabel de Portugal en 1526, y, entre algún que otro temblor de tierra que según las crónicas mantuvo en vilo a la reina, allí sería concebido el futuro Felipe II. Una vez tomada la decisión de convertir Granada en la capital de España, Pedro Machuca diseñó un palacio de estilo renacentista que empezó a levantarse un año más tarde, y cuyas obras se paralizaron tras el fallecimiento del arquitecto cuando apenas se había erigido parte del exterior del edificio. Las obligaciones de Carlos V en Europa hicieron que jamás volviese a pisar Granada, quedando el proyecto inconcluso hasta bien entrado el siglo XX.
Entre los siglos XVII y XVIII, la Alhambra pareció caer en el olvido. El patente abandono del lugar por parte del poder político, en una España decadente sumida en la sangría de Flandes y cada vez más ninguneada en Europa tras la guerra que marcó la transición dinástica de Austrias a Borbones, hizo que el recinto palaciego, en estado ruinoso, se convirtiera en cuartel del ejército francés durante la ocupación napoleónica. Hubo que esperar a la llegada del Romanticismo, el movimiento que inundó Europa en el arranque del siglo XIX, para recuperar el interés por aquel pasado exótico y diferente, y volver a admirar el arte de las antiguas culturas en una renovada fascinación por las civilizaciones orientales. Fue entonces cuando el dibujante David Roberts o el escritor Washington Irving, embrujados por la Alhambra, redescubrieron para el mundo aquella maravilla nazarí.
En su popular Cuentos de la Alhambra, el escritor norteamericano plasmó su viaje a Granada, mechando sus propias vivencias con la recopilación de las leyendas relacionadas con el emblemático monumento. Tuvo el privilegio de vivir dentro de la Alhambra durante tres meses, de mayo a julio de 1829, alojándose inicialmente en el palacio de Carlos V y, poco después, en el Palacio de Comares, en las habitaciones habilitadas para el emperador en 1528: «¡Cuántas leyendas y tradiciones, ciertas y fabulosas; cuántas canciones y baladas, árabes y españolas, de amor, de guerra y de lides caballerescas, aparecen vinculadas a este palacio oriental!».
No será, ni mucho menos, ni el único ni el último en cantar y contar sus maravillas. Ilustres de nuestro Siglo de Oro como Garcilaso, Lope de Vega o san Juan de la Cruz, o contemporáneos como Valera, Unamuno, Lorca, Borges o Juan Ramón Jiménez, son una sobresaliente muestra de la fascinación que la Alhambra ha despertado, y sigue despertando, a lo largo de los siglos.
El rey de León viajó en el siglo X al corazón del califato cordobés para someterse a un estricto programa de adelgazamiento que le permitiera recuperar el trono usurpado por su primo Ordoño IV.
Una visita a la Sevilla que llegó a ser capital de al-Ándalus. La memoria de la cultura islámica y las aportaciones posteriores a la Reconquista.