David Oller | 13 de octubre de 2020
Bares llenos de adolescentes fumando cachimba, ofertas para seguir de after hasta las 6 de la mañana… Todo sin mascarilla y saltándose las medidas de prevención para evitar la expansión del coronavirus.
Era un jueves de mediados de septiembre, en Madrid los bares y los pubs aún podían abrir hasta la 1 a.m. Salí con unos amigos a cenar para celebrar el cumpleaños de uno de ellos y, al terminar, nos animamos a tomar una copa después de mucho tiempo. Encontramos un local muy céntrico, quizá no lo haya más céntrico. El aspecto de fuera no inspiraba mucha confianza. Entramos. Con la mascarilla, por supuesto. Cuando accedimos al local, solo pudimos mirarnos perplejos. No había distancia de seguridad entre los clientes en la barra, pero el panorama en las mesas era mucho más desolador. Sí había separación de un metro y medio aproximadamente entre ellas, pero la clientela (no parecía superar los 21 años ninguno de ellos) se comportaba como si nada estuviese ocurriendo fuera de aquellas cuatro paredes. Como si la pandemia solo fuera un contenido para los medios de comunicación y miles de personas no hubieran perdido la vida ni sus negocios.
A lo que vamos, unos 15 adolescentes agolpados alrededor de la mesa de billar, bailando (perreando, como se dice ahora), teniendo contacto físico unos con otros, los vasos en la mano y las mesas totalmente olvidadas… al menos durante un rato. Porque, minutos después, sí que se dividieron y cada grupo acudió a su sitio, pero para seguir incumpliendo las normas. Culpa suya y culpa del local.
En agosto, el Ministerio de Sanidad, en coordinación con las comunidades autónomas, prohibió fumar en espacios al aire libre a menos de dos metros de distancia de otras personas, por el peligro que supone esparcir y transmitir el virus en el humo que se expulsa. El local en cuestión no debió ver las noticias aquel día porque, sorprendentemente, ofrecían cachimbas dentro del pub, incumpliendo las normas de forma flagrante. Ni siquiera tenían terraza. Pero, peor aún, este grupo de jóvenes estaba dispuesto a pedirlas y a consumirlas. Se pueden imaginar la nube de humo que se creó en el ambiente en apenas unos segundos. Con que solo uno de ellos fuera positivo, aunque no lo supiera, los contagios estaban asegurados. Nosotros, desde la distancia que suponía estar en la mesa más próxima a la puerta, no dábamos crédito. Mientras, el supuesto (eso nos hicieron saber los camareros) dueño del pub, se paseaba -suponemos que orgulloso- por todo el local exhibiendo su cara americana.
Pero si esto les parece saltarse las leyes a la torera, no se pierdan lo que ocurrió sobre las 00:45 h., unos 15 minutos antes de cerrar. Una empleada se acercó, mesa por mesa, para ofrecer a los clientes la posibilidad de acudir a un after cerca de la plaza Tirso de Molina. Sin ningún rubor. Facilitaba todo tipo de detalles: precio de la entrada, tipo de música, hora de cierre… La ilegal fiesta after hours costaba 15 euros con derecho a una consumición, prometía reggaeton sin cesar y diversión hasta las 6 de la mañana. Además, lo vendían como si de una visita guiada a la Catedral de Burgos se tratara. «Si queréis venir, cuando cerremos os esperáis en la puerta y vamos todos juntos hasta allí», explicaba la camarera.
El filón periodístico estaba ahí y me animé a ir con ellos para confirmar lo que ya sospechaba. En efecto, todo el camino hacia el nuevo antro discurrió con un firme propósito: persuadirnos de que aquella fiesta clandestina debía quedar ahí, que no se aireara, por temor a que apareciese la Policía, claro, y clausurase el negocio, además de aplicar la multa correspondiente.
Una vez en la puerta, como ya digo, en una calle muy próxima a la plaza Tirso de Molina, esa preocupación desapareció por parte del personal encargado y fuimos entrando uno a uno a través del portal de al lado, un bloque de pisos normal pero que antes de llegar a la escalera tenía una puerta que comunicaba con el llamado after. 15 euros de entrada -como ya nos habían advertido- y 15 minutos allí bastaron para entender muchas cosas y para descubrir el que quizá sea el factor clave en la ola de contagios. De nuevo, gente muy joven bailando unos con otros e incluso compartiendo vaso. Solo un positivo de aquel corrillo infame de irresponsables podía desatar la peor de las consecuencias para los allí presentes y sus familiares, compañeros de trabajo, etc. Por supuesto, ni una mascarilla puesta, excepto las nuestras.
No me hizo falta ver mucho más para salir de allí espantado, pero con la firme convicción de que la juventud es una parte muy importante del problema. Más que la juventud, la imprudencia de la juventud. Lo hemos podido ver hace tan solo unos días en la fiesta de Aravaca o en la de estudiantes de la Universidad Politécnica de Valencia. Y pagamos justos por pecadores. Esos chicos tienen padres, abuelos, tíos, gente cercana vulnerable, de riesgo… cuya mayor suerte será no acabar en el hospital cuando el virus los aceche. Y, en segundo término, nosotros, viviendo con restricciones, los empresarios arruinados, las familias que tienen que acudir a Cáritas (ya son ocho millones de personas). Esto es responsabilidad de todos y quizá esta experiencia nos ayude a explicar y a entender por qué Madrid está como está.
El FMI estima una contracción del 8% para la economía española en 2020, la mayor desde la Guerra Civil y una de las peores del mundo desarrollado, junto a un paro que podría ser superior al 20%.
La periodista reconoce que el objetivo diario durante una pandemia empapada de incertidumbre ha sido el de «dar al espectador una información rigurosa».