Chapu Apaolaza | 17 de octubre de 2020
La fiesta de los toros apela al orgullo de ser mortales y finitos, pero pretende la eternidad en cada muletazo. Esa aceptación del destino insulta, sacude y contraviene lo contemporáneo.
Me tienta generosamente la dirección de El Debate de Hoy a que estrene esta tribuna tratando el tema de los toros y acepto el reto. Supongo que se debe a que, de alguna manera, vengo a ser «Apaolaza el de los toros» y me suena alrededor un eco como de tam-tam o de unga-unga que me precede, a mí y a tantos. Todo el mundo tiene cerca un fulanito el de los toros que defiende lo aparentemente indefendible.
Llego a este punto por vía familiar. Mi padre se dedicaba a la crónica taurina. En las madrugadas siempre sonaba el teléfono de la casa de San Sebastián por la llamada de algún taurino (el taurino siempre llama tarde). Solían confundir el número de casa con otro número, así que, cuando se equivocaban al llamar a mi padre, respondía una señora muy ofendida diciendo que allí no vivía ningún Paco Apaolaza. «¡Y a ver si lo coge un toro de una vez!», remataba.
Uno empieza defendiendo la tauromaquia defendiéndose a sí mismo. Yo fui uno de esos niños del toro que pretende extinguir Podemos cuando pide que se prohíba la entrada en las plazas a los menores de edad. Niños de los tendidos, de la mano del padre o del abuelo, asombrados en los patios de caballos entre supermanes en trajes de alamares, picadores con piernas de metal, viejos matadores con mechón, y «Mira, niño», esto o lo otro. Niños asomándose a los burladeros, niños toreando con la toalla, niños zarandeados entre el gentío de una puerta grande, niños del tembleque de piernas ante la primera becerra y niños que, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, recordarían el día en que su padre los llevó a conocer el miedo.
En la plaza se pone en escena la muerte y la finitud de la vida terrena, la superación del instinto de supervivencia por el cual la bestia acomete contra lo que la hiere y el torero no huye de su embestida
Claro que nos gustan los toros; el problema es defender los toros porque nos gustan. Cada vez que los cuernos salen a escena, se pregunta si a cada cual le gustan las corridas y, si es que sí, ‘va de soi’ que luchará por defenderlas. Si por el contrario las aborrece, pretenderá prohibirlas. Luego están los que no saben, pues les gusta el toro en el campo pero no en la plaza, o detestan las corridas, pero tan malas no deben de ser si su abuelo era monosabio en la Feria de Zaragoza, e incluso dudan en cuanto su cuñada tiene un abono en el tendido ocho de Las Ventas. Si cualquiera de los grandes debates sobre libertades -religiosa, política, etc.- se hubiera abordado bajo el enfoque del gusto, estaríamos ahora mismo en guerra. Bien pensado, todavía estamos a tiempo.
La cuestión se dirime sobre lo que tenemos derecho a hacer y a sentir; si tenemos derecho a sacrificar un animal. Desde que existen dudas fundadas de si el ser humano necesita proteínas para su alimentación, tan asesino es un torero como el ama de casa cuando prepara unos chipirones. La cantidad de sufrimiento -un minuto o veinte- también es otro punto interesante del debate y sobre todo «el sufrimiento necesario». ¿Existe un sufrimiento necesario? Resulta útil para entender esto la medida de muertes por kilogramo de proteína. Si se trata de hacer sufrir lo menos posible para alimentar a la persona, ¿a qué matar 15.000 boquerones si ofrecen la misma carne que un solo atún?
El animalismo es una creencia que sostiene que los toros tienen derecho a la vida, pero también los pollos, los conejos, las vacas y los 720 millones de animales que se sacrifican al año en España para nuestro consumo, sin contar a los peces. La tauromaquia protege a la gastronomía con carne de la industria de la carne artificial y del animalismo, esa cultura imperialista y urbana que proviene de los Estados Unidos, que se engrasa con miles de millones de dólares y que, sorpresivamente, ha abrazado la izquierda. Las pintadas en las plazas de toros son el preludio de las pintadas en las lunas de la carnicería.
La segunda parte de la discusión -y la más jugosa- tiene que ver con que el espectador asiste físicamente a la muerte del toro. «Pero es que tú lo ves», le reprochan. La corrida no supone ver desangrarse a un animal, en la medida en la que un asado no consiste en embriagarse en grupo mientras se carboniza el cadáver de un cordero. No se va a los toros a ver sangre, por eso los mataderos no tienen gradas, pero esto de ver la muerte -del animal y del humano- supone la principal ofensa del ritual. En la plaza se pone en escena la muerte y la finitud de la vida terrena, la superación del instinto de supervivencia por el cual la bestia acomete contra lo que la hiere y el torero no huye de su embestida. Ambos son, al tiempo, héroe y víctima, y su muerte es cierta, visible, pretendida y no referida de manera imaginaria.
Gracias a la muerte se vive la aceptación del temor y la fragilidad extrema que alcanza el ser humano en las astas del toro y que supone la mayor enmienda a una sociedad que oculta el sufrimiento y la enfermedad. Sucede así el milagro en esos terrenos donde la vida no es ese paisaje color pastel en el que, dicen, no hay que tener miedo y, si uno cae, lo importante es levantarse. En la corrida, como en la vida real, se pasa miedo y hay veces en que uno cae y no se levanta. Como me dijo Edouard Limonov a la salida de Las Ventas, la fiesta de los toros apela al orgullo de ser mortales y finitos, pero añado que se pretende la eternidad en cada muletazo. Esa aceptación del destino insulta, sacude y contraviene lo contemporáneo, un mundo donde lo más provocador que puede hacer uno es asistir a misa y a los toros, y reivindicar así una verdad descarnada: No hay vida sin muerte.
La fiesta de los toros sufre fuertes ataques desde hace algunos años. Su supervivencia depende de la transmisión de sus valores con un lenguaje moderno que consiga acabar con los tópicos de una tradición con siglos de historia.
El neofanatismo clasifica las ideas entre buenas y malas, progresistas o reaccionarias, abiertas o cerradas. Aborrece la conversación crítica y se proclama como tribunal de última instancia.