Óscar Vara | 21 de octubre de 2020
En el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán confluyen los intereses económicos de la región, el afán expansionista de Turquía y la debilidad diplomática de la Unión Europea.
La historia escucha el nombre de Armenia por primera vez en el año 522 A.C., cuando el emperador Darío el Grande ordena inscribir, en el monte Behistún al oeste de Irán, su biografía y la crónica de las revueltas que tuvo que apaciguar durante su reinado. Esta puesta de largo del pueblo armenio también anticipó lo que sería la experiencia histórica armenia, determinada por el hecho de habitar una región que es el vértice entre diversos imperios. Porque, en el devenir de los siglos, tres imperios han convergido sobre la región del Cáucaso, aprisionándola entre intereses que se le imponen: el Imperio ruso, el Imperio persa y el Imperio turco. Tampoco Azerbaiyán se ha podido librar de estas influencias externas y, de hecho, su origen étnico túrquico proviene del enfrentamiento entre turcos y persas en el siglo XI.
Este año 2020, desde julio, la fuerza de ley geográfica ha vuelto a ponerse de manifiesto en forma de conflicto militar entre Armenia y Azerbaiyán, pero el eco de la historia es claro. Este tiempo que vivimos, en el que transitamos desde la hegemonía estadounidense a la china, también lo es del multilateralismo. La globalización ha favorecido el crecimiento económico de naciones que antes encabezaron imperios, lo que ha despertado una pulsión geopolítica en todos ellos. La Turquía de Tayyib Erdogan es el caso más activo, pero también lo es el Irán de los ayatolás. Si esta última avanza en sus pretensiones de ser una potencia nuclear, Erdogan proclama a los cuatro vientos su derecho a la bomba atómica. Sobre ambos actores se mantiene alerta Rusia, confiada en la operatividad de sus fuerzas armadas y en la sofisticación de su tecnología militar.
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Mientras, actuando como ardides de los intereses externos, Armenia y Azerbaiyán se emplean a fondo en desempeñar su papel en este «pequeño juego» en torno a la región de Karabaj. La disputa por ese territorio viene de lejos, cómo no, y es el resultado de decisiones en las que nunca participaron ninguna de las dos naciones. El reparto de las regiones del Cáucaso ha estado al albur de los tratados que cerraron los choques entre los citados imperios, como el de Turkmenchay de 1828 o el de París de 1919, y ha estado especialmente marcado por el genocidio armenio a manos de los turcos, que siempre han deseado unir sus territorios con los de sus hermanos turkmenos de centro Asia.
Pero, volviendo a los tratados, a los intereses británicos les interesaba más controlar el tránsito del petróleo de la región que resolver el destino de los armenios. El oleoducto entre Bakú en el Caspio y Batum en el Mar Negro, de 837 kilómetros, les llevó a conceder la administración de la región de Karabaj en manos de los azerbaiyanos, demostrando que, en esa ocasión, los británicos se fiaban más de los turcos que de los rusos. Opinión que compartieron los soviéticos, sin embargo, cuando, en 1921, lograron hacerse con la región. Una decisión que tomaron líderes regionales soviéticos de nombres familiares: los georgianos Narimanov y Stalin.
Pero los armenios difícilmente podían desentenderse de Karabaj pues, en ese momento, un 90% de su población era armenia. Un porcentaje que se redujo al 77% en 1988, año en el que el Soviet de los Diputados del Pueblo de Karabaj votó en favor de su anexión con Armenia. Los azerbaiyanos reaccionaron con extrema violencia a esa decisión y al día siguiente, el 21 de febrero de 1988, atacaron a los ciudadanos armenios de la ciudad de Hadrut, en Karabaj, obligando a una intervención rusa. Inmediatamente después, realizaron pogromos contra armenios en ciudades azerbaiyanas.
Europa debería ser un agente geopolítico, eso se nos ha prometido con insistencia, aunque los ciudadanos europeos seamos conscientes de que nunca comparecerá
Siendo Karabaj una región habitada mayoritariamente por armenios, podría entenderse que los azerbaiyanos deberían ceder en su pretensión de controlarla. Al fin y al cabo, la administraron al calor de las disputas imperiales de otros. Sin embargo, el pueblo azerbaiyano también ha sido una víctima de esos mismos avatares. El trazado arbitrario de fronteras separó a la región de Nakhichevan de Azerbaiyán, que tienen entre ambas, de oeste a este, a la región armenia de Syunik y a la región de Karabaj. Si Azerbaiyán dominara estas dos últimas, tendría un contacto territorial directo con Turquía y podría desviar sus oleoductos y gasoductos por allí, sin tener que depender de Georgia para sacar sus hidrocarburos hasta el Mar Negro. Aunque hay más.
El tratado de Turkmenchay de 1828, por el que se dio por terminada la guerra ruso-persa, dividió Azerbaiyán en dos zonas de influencia: una para el Imperio zarista y otra al Imperio persa. Por esta razón, la región azerí de Azerbaiyán Oriental, situada al sur de Nakhichevan, está en territorio iraní. Cerca de 20 millones de azeríes viven en Irán y representan el 16% de su población.
En este juego de intereses cruzados, los armenios tienen la fortuna de contar con el apoyo tanto de los rusos como de los iraníes, por la misma razón: detener el expansionismo turco, que vuelve en forma de neo-otomanismo, de la mano del presidente Erdogan. A ninguna de las dos potencias regionales le interesa que Turquía se expanda hasta centro Asia. A los iraníes, porque se encontrarían pronto con un problema que amenazaría su integridad territorial y ante la construcción de un rival turkmeno que prolongaría los roces que ya tiene en su flanco noroccidental, pero ahora en el nororiental. A los rusos, porque Turquía se interpone en sus intereses por dominar zonas geográficas comunes: el Mar Negro, el Mediterráneo oriental y el Cáucaso.
Así las cosas, los europeos asistimos a las campañas publicitarias de los dos contendientes, en las que nos muestran orgullosos cómo abaten a los jóvenes soldados enemigos cuando avanzan en sus columnas de blindados o intentan huir del fuego enemigo, protegiéndose inútilmente en unas desnudas lomas. Porque Europa debería ser un agente geopolítico, eso se nos ha prometido con insistencia, aunque los ciudadanos europeos seamos conscientes de que nunca comparecerá.
El declive del Imperio estadounidense aviva la pugna de otros líderes por asumir ese papel hegemónico. El turco Erdogan aspira a liderar el mundo islámico y no duda a la hora de actuar en lugares tan simbólicos como la Basílica de Santa Sofía.
El filósofo francés Rémi Brague será investido doctor «honoris causa» por la Universidad CEU San Pablo el próximo 28 de enero.