Jesús Montiel | 25 de octubre de 2020
La muerte ha sido expulsada de nuestros hogares. Se la ha sacado a rastras para encerrarla en edificios con profesionales y máquinas.
Estoy en el hospital, en la planta de cardiología. Acabo de entrar en una habitación con tres camas donde tres mujeres sobrepasan los doscientos años, sumadas sus edades. La más joven (ochenta y pocos) se pasa las noches vociferando. Sin dentadura, delgadísima. La segunda, noventa y seis años, apenas habla. Se limita a mirar la pared de enfrente como si hubiera escrito en ella algún mensaje que los demás no conseguimos ver. He venido a visitar a la tercera: noventa y uno, recién infartada. Durante la visita, igual que un ángel, la luz de la ventana desafía la decadencia de los cuerpos y nos recuerda que el mal está vencido.
Poco antes de entrar, al atravesar el pasillo, he mirado de refilón las habitaciones que hay a uno y otro lado, y he pensado: esto es lo que hay al otro extremo del nacimiento, un televisor y todo el tiempo del mundo para dar las gracias o arrepentirse. Por muchos años que uno viva, a uno le espera este crepúsculo. Porque, a pesar de estar rodeados de máquinas que facilitan la vida, nos averiamos. Virus, bacterias, cambios climáticos o bultitos. Quién puede ser moderno con un tumor cancerígeno en el cerebro, sabiendo que pronto nos pudriremos bajo la tierra, se pregunta Knausgard en sus diarios. En efecto, en la era del 5G el hombre sigue siendo algo escandalosamente delicado.
¿No corre esta vida en dirección contraria a la pregunta de nuestra existencia?
De modo que me pregunto: ¿por qué se nos enseña a ser jóvenes y a tener éxito sin contarnos el desenlace, o mencionándolo de pasada, como algo tan lejano como una estrella? ¿Por qué nos entretienen con noticias que nos apartan de lo que de veras importa y a los niños, en el colegio, ya no se les enseña a rezar sino solo a acopiar dinero? Esa gente que aguarda el autobús al otro lado de esta ventana, en una marquesina donde se publicita un cuerpo escultórico. O el hombre que camina mirando con avidez en su teléfono móvil las últimas informaciones: ¿no corre esta vida en dirección contraria a la pregunta de nuestra existencia?
La muerte ha sido expulsada de nuestros hogares. Se la ha sacado a rastras para encerrarla aquí, en estos edificios con profesionales y máquinas. Como una bola de mugre que uno esconde bajo el sofá, en una esquina. Hace falta enseñar la mortalidad, devolver la agonía a un lecho rodeado de familiares.
La muerte es, para Miguel Delibes, una presencia inevitable que marcó su literatura y también su propia existencia.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.