Armando Zerolo | 27 de octubre de 2020
En tiempos normales, moverse con instrumentos excepcionales lleva a someter al pueblo a un estado de guerra inconsciente y a convertir el espacio público en tierra de nadie.
Viernes a las 8:00 de la mañana. Un día lluvioso en Madrid y los accesos de entrada a la capital convertidos en torrentes de luces rojas. Suena la radio y en un programa de máxima audiencia entrevistan a un político ante la posibilidad del «toque de queda». No sabe cómo hacerlo, tampoco hay consenso sobre la mejor decisión, pero afirma: «Los instrumentos no son lo importante, lo importante es la finalidad». Y sienta como norma lo que es la excepción.
Empiezo la clase y aún es de noche. Unos desde la pantalla, otros en clase. Me preguntan por el «toque de queda» y les devuelvo una pregunta: «¿A qué os suena esa expresión?». «A una dictadura», me responden algunos. Y hablamos de Roma y de Cicerón. De la dictadura comisaria, que era legal en Roma, y prevista como suspensión temporal de la legalidad vigente con un fin excepcional, normalmente bélico para defenderse o atacar al enemigo, y bajo el amparo de la cual estaba prohibido aprobar o modificar leyes. Les recuerdo a Cicerón, cuando en Las leyes maldecía al primero que confundió lo bueno con lo útil, y entendió que el derecho tenía exclusivamente un uso instrumental. Se le atribuye a Maquiavelo la frase nada maquiaveliana: «El fin justifica los medios», que no es otra cosa que reconocer que «los instrumentos no son lo importante, lo importante es la finalidad». En Roma sabían que esto era cierto para la guerra, nosotros olvidamos que esto no es válido para la paz.
Para llegar a Cicerón y a maldecir al que confundió lo bueno con lo útil, la civilización antigua debió recorrer un largo camino. Higinio Marín explica en Mundus el mito fundacional de la violencia fratricida. Un surco que hacía de linde y separación, y una amenaza de muerte a quien lo transgrediese, estableció la división entre hermanos, y la muerte violenta de uno de ellos. ¿Venció el conflicto o la razón de la ley?, se pregunta Higinio. ¿La ciudad nació de una muerte, o de la aplicación de un principio superior al linaje? El hermano murió porque, por encima de la relación sanguínea, estuvo la norma. Lo que era un surco que dividía, se ensanchó y se convirtió en un espacio que comunicaba. Las lindes vecinales se hicieron calles, espacios transitables, de intercambio y de vida compartida. Por las calles no transitan los enemigos. Donde no hay ley no hay calle, y de ahí el orden público. En su ausencia los muros crecen, los parques se cierran con verjas y los coches se blindan. Hay tránsito de personas, pero no hay comunicación.
La norma de la política es la amistad, y el Estado de derecho es el cuidado y protección del orden público, de la calle y de la vecindad.
La excepción es la guerra, y todo Estado tiene sus normas para la excepción. Son la última ratio de la política, que tiene como primera obligación conservar lo común. En la paz, el centro es la calle, que es lo común. En la batalla, el centro es la tierra de nadie, y lo común se divide en los extremos, las trincheras. Bajo banderas y uniformes en la guerra moderna, detrás de blasones y armaduras en la antigua, el soldado debe diferenciarse para ganar. Cuanto más sea de los suyos, y menos de los otros, más posibilidades tendrá de victoria. El centro en la guerra se desprecia, es la tierra de nadie, un espacio que se conquista por la fuerza después de haberlo destruido, y que no se quiere para habitarlo, sino para transitarlo hasta llegar al enemigo y aniquilarlo. Sembrada de sal, o quemada, depende de la época, la tierra de nadie es inhóspita.
Donde no hay ley no hay calle, y de ahí el orden público. En su ausencia los muros crecen, los parques se cierran con verjas y los coches se blindan. Hay tránsito de personas, pero no hay comunicación
Por ello, hay que ser cuidadoso al identificar si estamos en tiempos de guerra o de paz.
En tiempos excepcionales moverse con instrumentos normales es una imprudencia. La lentitud de los procesos democráticos sería una alfombra roja para el enemigo. En tiempos normales, moverse con instrumentos excepcionales lleva a someter al pueblo a un estado de guerra inconsciente y a convertir el espacio público en tierra de nadie.
Gobiernos por decreto, politización del Poder Judicial, estados de alarma y mociones de censura. Formas excepcionales, expresiones exageradas y recursos a lo extremo que nuestras instituciones aguantan con la dignidad de los edificios antiguos. La clase va terminando y entonces pienso que, a base de tormentas, nuestra joven democracia parece que va cogiendo el lustre de los viejos muros de la ciudad.
Las ideologías rencorosas que buscan cambiar el miedo de bando están prontas a llamar machista a todo el que las discute, en la confianza de que un eco sin identidad les servirá de coro para acallar e infamar al que discrepe.
El nuestro es un tiempo quebrado por la discordia. Los mitos y las creencias que evocaban una pertenencia compartida han sido sepultados bajo el imperio de la banalidad consumista y la barbarie de las ideologías.