David Sarias | 02 de noviembre de 2020
El primer mandato de Donald Trump demuestra que el poder real del presidente depende del control que tenga su partido en el Congreso de los Estados Unidos.
Los norteamericanos se enfrentan el próximo 3 de noviembre a una nueva cita electoral en la que decidirán si otorgan otros cuatro años a Donald Trump o lo sustituyen por el veterano Joe Biden. Como hace cuatro años, los estudios demoscópicos apuntan a una clara, aún más clara en esta ocasión, victoria de los demócratas. Y como entonces, las citadas encuestas persisten en ofrecer márgenes que permiten -exigen- ponderar la alternativa.
Sin embargo, en realidad, a pesar de la enorme hipérbole mediática que rodea los comicios norteamericanos, alimentada siempre por los propios candidatos, además de por los medios, y elevada a la enésima potencia por el irreprimible presidente Trump, conviene contextualizar qué se juega en estas elecciones y rebajar tanto las expectativas de unos como las aprensiones de otros. Y es que, lejos de ser «el líder más poderoso del mundo libre», como con frecuencia se refieren los norteamericanos al inquilino de la Casa Blanca, el presidente de los Estados Unidos se enfrenta a notables «frenos y contrapesos» que lo convierten, en realidad, en una figura con poderes considerablemente más limitados de lo que casi siempre -y, como decíamos, aún más, paradójicamente, en periodo electoral- se reconoce. Consideremos, por ejemplo, los principales éxitos que ofrece el balance del primer mandato de Trump.
Sin duda, el más significativo y duradero es el notabilísimo cambio en los equilibrios dentro de la judicatura federal. En los últimos cuatro años, la Corte Suprema ha experimentado la incorporación de tres nuevos jueces: Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y, en fechas recientísimas, Amy Coney Barrett. Solo el efecto de estos cambios es difícil de calcular, ya que se ha alterado el equilibrio interno del alto tribunal, que está ahora firmemente alineado con el llamado «movimiento conservador jurídico», partidario de limitar la acción reguladora del Estado federal y frenar, o incluso revertir, la inercia progresista en cuestiones de índole moral presente desde los años sesenta –destaca el caso de Barrett, católica prácticamente y abiertamente comprometida con posiciones provida-.
Se abre la posibilidad real, por ejemplo, de trasladar la legislación sobre el aborto a los estados y así corregir el dislate jurídico que legalizó el aborto universal por la puerta de atrás en la decisión Roe vs Wade, de 1971, y que, a estas alturas, casi nadie, independientemente de su posición moral, defiende. Pero es que, en los tribunales inferiores, Trump ha presidido sobre el nombramiento de más de doscientos jueces federales conservadores. El impacto, más allá de la Corte Suprema, es incalculable y se dejará sentir en la sociedad norteamericana durante décadas.
Algo similar ocurre con la gestión económica. Hasta el advenimiento del apocalipsis vírico, la economía norteamericana disfrutaba de un crecimiento sostenido acelerado, consecuencia, en parte al menos, de la vigorosa acción desreguladora y la considerable reducción de impuestos aprobada en la gráficamente llamada Ley de Empleo y Recorte de Impuestos de 2017. Cabe sumar en este apartado la exitosa renegociación de Tratado de Libre Comercio de América del Norte o NAFTA, en inglés.
En política exterior, Trump se las ha arreglado para reconducir -a título simbólico siquiera- la difícil relación con Corea del Norte; liquidar al líder de la guardia revolucionaria iraní, Qasem Soleimani, por no mencionar haber reconocido el estatus de Jerusalén como capital del Estado de Israel -una promesa sempiternamente incumplida por los candidatos presidenciales de ambos partidos desde la época de Ronald Reagan– y a la seminal firma de acuerdos del Estado hebreo con Emiratos Árabes Unidos y Bahréin.
Lo mollar de este listado, no obstante, es que los éxitos judiciales y económicos del presidente son, en realidad, responsabilidad directa de Mitch McConell y los Republicanos en el Congreso y el movimiento conservador. Estos éxitos no son tanto responsabilidad del presidente como la consecuencia de una estrategia diseñada e implementada desde mucho antes de que Trump apareciera en escena. Trump se ha limitado a confirmar los nombres y firmar la legislación que otros le han puesto delante.
Nada hacer pensar que Trump vaya a modificar su comportamiento o que Biden tenga la capacidad de controlar a los elementos más radicalizados de la coalición demócrata
Allí donde los republicanos en el Congreso se han demostrado menos lúcidos, Trump ha sido absolutamente incapaz de ofrecer alternativas viables. Obsérvese la cuestión sanitaria que tanto obsesionó al neoyorquino en las últimas elecciones: ahí sigue, con considerable vigor, Obamacare. Incluso, en política exterior, las aventuras más exóticas (y chapuceras) de Trump, inclusive su entusiasmada simpatía por Vladimir Putin, las crudas prohibiciones a la inmigración de origen musulmán o la atroz política de separar a las familias de inmigrantes ilegales en la frontera han sido sumariamente revocadas o han tenido que ser modificadas por el propio Ejecutivo.
En realidad, y visto el balance de un presidente que, además, contaba con una sólida mayoría en el Senado (e inicialmente en la Cámara de Representantes), el principal poder de este presidente (y de Biden, si le sucede) es el de marcar el tono y la dirección general de las políticas de gestión pública y del clima político. Trump ha logrado éxitos moderados en lo primero y ha contribuido a crispar aún más una sociedad civil que ya encontró polarizada e inmersa en disputas con frecuencia violentas. Ese es el principal reto al que se enfrentará el próximo inquilino de la Casa Blanca. Nada hace pensar que Trump vaya a modificar su comportamiento o que Biden tenga la capacidad de controlar a los elementos más radicalizados de la coalición demócrata, inmersos en una batalla cultural calculadamente dirigida a hacer saltar por los aires los consensos sobre los que descansa la sociedad norteamericana.
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