Juan Orellana | 20 de noviembre de 2020
Dirigida por Kathryn Bigelow con guion de James Cameron, Días extraños proyectaba en 1995 un futuro marcado por la conflictividad, la polarización y la tecnología como instrumento de alienación.
Vivimos días extraños. Esta afirmación no necesita muchas explicaciones, ya que la vida se nos ha dado la vuelta y el mundo anda patas arriba. La pandemia ha venido a coronar una situación que ya de por sí era extraña. Inquietante. Conflictos, movimientos migratorios, polarización social, nacionalismos, políticos incapaces, bolsas crecientes de pobreza… Y la pandemia parece haber acelerado el fin de una época que ya agonizaba. La situación se ha vuelto más alarmante aún con la desestabilización y polarización en Estados Unidos a cuenta de las últimas elecciones. En este 2020, que pasará a la historia como una página negra, adquiere un nuevo relieve una película que se estrenó en 1995, Días extraños, de Kathryn Bigelow.
La película se empezó a rodar en 1994 y un año antes ya estaba listo el guion de James Cameron, recién divorciado de la propia Bigelow, su tercera -que no última- mujer. Era la época en la se celebraba el cacareado fin de las ideologías que había proclamado Fukuyama. Se vivía en el último espejismo de nuestra era, lejos aún del derrumbe de las Torres Gemelas. En aquel momento, el mundo se regía bajo el arbitrio del presidente Clinton, antes de que Monica Lewinsky redefiniera el concepto de «becaria». En ese tiempo «feliz» -no para todos los rincones del planeta, como la ex-Yugolavia-, James Cameron ideó una historia para el cine que, sin imaginarlo, tuvo mucho de profética.
La película se ambienta en los últimos días del siglo XX, casi en la nochevieja de 1999. Entonces era el futuro. Hoy es el pasado. La población negra americana prepara una revolución, llamada 2K, que consiste en destruir el vigente estado de cosas y recomenzar la historia desde cero. Los barrios están tomados por el ejército y la policía. Se queman contenedores y coches, la calle es un hervidero de desmanes y vandalismo, muertes y detenciones. En ese ambiente, Lenny Nero (Ralph Fiennes) sobrevive con un negocio ilegal. Vende material videográfico para un aparato que sería más o menos como nuestras gafas de realidad virtual 3D. Vídeos de imágenes reales que hacen subir la adrenalina del cliente. Procura evitar cintas de sexo y snuff-movies, ya que él tiene su particular código ético. Un día llega a sus manos una cinta en la que se ve cómo la policía asesina en la calle, en un control de rutina, a un famoso líder negro, oficialmente muerto en un ajuste de cuentas entre bandas. Y desde ahí se teje la trama del filme.
Ciertamente, hoy se vive en Estados Unidos una escalada de la conflictividad social, política y también racial, pero el interés premonitorio del filme no es tanto ese, que tiene algo de coyuntural, como señalar dos realidades universales que se han ido consolidando en los últimos tiempos: el aumento de los populismos y la tecnología digital como instrumento de alienación.
En la película se evidencia una fractura entre calle y política, algo que hoy es tan significativo que no son pocas las voces que alertan sobre el peligro que viven las democracias occidentales. Cuando la gente deja de creer en los políticos, y empieza a considerarlos como un colectivo que vive para sus propios intereses de poder, de espaldas a los problemas reales de la gente, y a menudo embarrados en corrupción, el sistema queda gravemente herido, y cualquier iluminado que se erija en portavoz del descontento general puede llevarse el gato al agua. Estos procesos suelen estar acompañados de violencia y crispación, e incluso de síntomas revolucionarios nada tranquilizadores. El ambiente social de muchas películas distópicas de los últimos veinte años dibuja un escenario similar que cada vez se parece más a la realidad.
A nivel individual, el retrato que hace la película de las nuevas tecnologías como forma de evadirse de la realidad viviendo en un mundo virtual, sin duda, ha quedado superado con creces en la actualidad. Los jóvenes y no tan jóvenes se han acostumbrado a pasar gran parte del día frente a pantallas que aparentemente satisfacen sus deseos de una vida sin drama. Ven las películas y series que les agradan, se divierten con las webs que más los entretienen, oyen la música que les gusta, y en las redes sociales exponen su mejor cara, que entra en relación con la imagen idealizada de los demás. Y por Amazon consumen los productos de su interés sin tener que salir a la calle y toparse con una realidad que los fatiga y decepciona. La evasión se ha convertido en una forma de vida.
Días extraños. Que más pronto que tarde van a dar a luz algo nuevo. Si no aprendemos de la historia, volverá a acecharnos el fantasma de los totalitarismos, con menos tanques y más GPS, algoritmos de control y docilidad digital. La película distópica Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006) nos da una clave de esperanza: siempre puede ocurrir un imprevisto que restaure nuestra humanidad. Aquella joven embarazada de la película, carnal, tangible, es el primer eslabón de un nuevo comienzo.
La distopía vive una segunda edad dorada en el marco de una sociedad que tiene miedos y a personas capaces de convertir esas pesadillas en entretenimiento.
La implantación de modas «trumpistas» u «obamistas», de genuflexiones para la galería, o banderas para los balcones, lo único que puede provocar entre nosotros es un nacionalismo exagerado a la española.