Óscar Vara | 24 de noviembre de 2020
Las políticas de Donald Trump han desnudado la magnitud del reto chino. Lo que antes se reconocía a regañadientes, que China era más un adversario que un colaborador, está ahora en la cabeza de todos los americanos.
Aunque el resultado de las elecciones en los Estados Unidos sigue sin cerrarse, son pocos los que apuestan por una victoria de Donald Trump en la pugna judicial que se avecina. Incluso la Unión Europea, abandonando su tradicional cortesía, anuncia, en la persona del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, la intención de organizar una videoconferencia de presidentes europeos con el todavía candidato Joe Biden. ¡Antes del 20 de enero próximo, en que tomaría posesión de su cargo!
No es extraño que los analistas estén ocupados en anticipar cómo será la política interior y exterior con una nueva Administración en la Casa Blanca.
Entre las políticas futuras, la actitud hacia la nueva gran potencia, hacia China, atrae una gran atención. Durante la campaña electoral, Biden insistió en la importancia que tiene el regreso a los foros internacionales multilaterales para los Estados Unidos. Más allá del derecho del país americano para reconsiderar su posición en el mundo, la impulsividad de Trump, como la denomina Peter Frankopan, ha causado la perplejidad y sumido en la incertidumbre a los aliados tradicionales. «El orden mundial liberal en su conjunto parece desmoronarse», decía Wolfgang Ischinger en 2019. La recalibración de todo un sistema de alianzas y acuerdos se ponía en cuestión en el momento en que se manifestaba en plenitud el desafío chino. La iniciativa de conectar por tierra y mar a China con el mundo, de hacer que todos los caminos lleguen a Pekín, es un mecanismo de creación de nuevas reglas para la globalización.
De Biden se espera un regreso a la sensatez de la diplomacia, al liderazgo y al trabajo de tejer las alianzas futuras para hacer frente al dominio diplomático, militar y económico de China. Ante un reto de largo plazo, se necesitan alianzas que restablezcan la fe en los valores esenciales compartidos.
En gran medida, la animadversión contra la figura del presidente Trump, rayana en lo histérico, no puede evitar el hecho de que sus políticas han desnudado, definitivamente en mi opinión, la magnitud del reto chino. La guerra comercial o el veto a las empresas tecnológicas chinas no son políticas exclusivamente de Trump, sino que forman parte de un inevitable cambio de rumbo de los Estados Unidos respecto de China. Lo que antes se reconocía a regañadientes, que China era más un adversario que un colaborador, está en la cabeza de todos los americanos.
Tanto, que la propaganda electoral de Biden reconocía la importancia que tienen las compañías tecnológicas para proteger a las sociedades democráticas y abiertas y, también, para proteger la libertad de expresión, citando expresamente cómo China se apoya en la tecnología para reprimir y controlar a su propio pueblo. Porque la actitud de Biden ha cambiado desde que, en 1979, apoyó la ley de Relaciones con Taiwan, siendo un joven senador. Desde entonces, se situó en lo que se ha denominado la «ambigüedad estratégica» con China (especialmente respecto de la independencia de Taiwan). En un viaje a Taiwán en 2001, se mostraba todavía como un firme partidario de la doctrina del «engagement with China». En concreto, afirmaba que los chinos se acomodarían cada vez más a las normas internacionales a medida que tuvieran más que perder en la esfera internacional. Incluso afirmaba que China «no se comerá nuestro almuerzo, no son malos chicos, además de no ser competencia para nosotros». Y, aunque en 1999 se resistió a la ley de mejora de la seguridad de Taiwan, su posición ha ido transformándose estos últimos años.
Porque la neutralidad ha abandonado las declaraciones de Biden. Por ejemplo, en las primarias presidenciales demócratas, Biden tuvo duras palabras contra el presidente Xi Jinping, a cuenta de los campos de reeducación de los uigures, campos a los que denominó, directamente, de campos de concentración. La magnitud de ese cambio se percibe más claramente al analizar el conjunto de asesores y expertos de política internacional de que se ha rodeado durante la campaña. Por ejemplo, Jake Sullivan, asesor de Seguridad Nacional cuando Biden era vicepresidente, afirmaba en la revista Foreign Policy que «China tiene dos caminos hacia el dominio global». El primero, dominar el Pacífico occidental, es decir, tener fuerza militar y naval suficiente para expulsar de ahí a otros poderes, en especial a los Estados Unidos. El segundo, sobrepasar la potencia de los Estados Unidos en influencia internacional.
La premio Pulitzer del año 2003, Samantha Power, exembajadora de los Estados Unidos ante las Naciones Unidas y consejera del presidente Barack Obama en cuestiones relacionadas con China, teme el crecimiento de la influencia diplomática china. Por ejemplo, China ha pasado de ser un contribuyente modesto en la financiación de las naciones de las Naciones Unidas a ocupar el segundo puesto. Finalmente, Tom Donilon, asesor de Seguridad Nacional con Obama, criticaba en Foreing Affairs el proteccionismo de Trump y recomendaba un incremento intenso de las inversiones estatales en sectores tecnológicos propios, juntamente con una política agresiva de captación de talento extranjero, que era justo lo contrario que se estaba haciendo bajo el mandato de Donald Trump y sí está haciendo China.
La política multilateral que está anunciando Joe Biden puede ser de gran utilidad para construir una posición de mayor firmeza contra China. Hay que crear y reforzar alianzas con los países asiáticos, Taiwán, Corea del Sur, Japón, India y Australia, y con los europeos. Solo con sus aliados y desde la defensa de los valores democráticos, que tan eficientemente está minando el Gobierno chino empezando por las empresas extranjeras, es posible limitar la influencia del régimen político chino, claramente antiliberal y antidemocrático.
En cualquier caso, quien sea finalmente el presidente tendrá que lidiar con la potencia asiática, estando atento a evitar errores de cálculo que pudieran llevar a un enfrentamiento militar entre ambas naciones. Como apuntaba el general en jefe del ejército británico, sir Nick Carter, recientemente: «Debemos recordar que la historia puede que no se repita a sí misma, pero tiene un ritmo».
La americana es una sociedad rota, fracturada, partida en dos, quebrada en lo más profundo y con problemas muy graves que avecinan tormenta y conflictos violentos de dimensiones aún no predecibles. Y no solo por culpa de Trump.
En esta pugna chino-norteamericana, Europa es víctima propiciatoria. La UE debe consensuar con urgencia una estrategia común.