Armando Pego | 29 de noviembre de 2020
Siendo indiscutible que tematiza la lucha entre el bien y el mal, la libertad y la (in)justicia o la Ley y la Gracia, Los hermanos Karámazov entabla sobre todo un Juicio a la Creación entera.
En una ocasión me preguntaron a bocajarro qué nombre ruso, de poder elegir, me habría impuesto. Sin vacilar, sorprendido, exclamé: «¡Aliosha!». A punto de comenzar las celebraciones del bicentenario del nacimiento de Fiodor Dostoievski, quisiera rendir tributo a la memoria del tímido discípulo del monje Zósima, el protagonista menor de Los hermanos Karamázov (1880).
José Jiménez Lozano se preguntaba: «¿Es que Dostoievski puede decir algo a nuestro mundo desde el suyo? Toda la obra de Dostoievski es esencial y profundamente religiosa y nuestro mundo es esencial y profundamente secular y ateo». Quizás psicologista, formo parte de quienes creen que nuestras reacciones ante los personajes de las novelas reflejan en escorzo algunas hondonadas de nuestra sensibilidad. Como cualquier lector, al proponer su interpretación el crítico no deja de ver comprometida su simpatía o su antipatía más íntima por los héroes.
Ni a José Ortega y Gasset le habría gustado pasar por una excepción, a pesar de su sensual imperturbabilidad. En sus Ideas de la novela (1925) advertía que Dostoievski llegaba a la crueldad con sus lectores, complaciéndose en hacer trasparecer los equívocos de sus personajes: «El lector se ve forzado a reconstruir entre vacilaciones y correcciones, temeroso siempre de haber errado, el perfil definitivo de estas mudables criaturas». En la condensación de tiempo y de lugares que caracterizan los diálogos dostoievskianos Ortega insinuaba que también se van representando las formas de nuestra vida como lectores.
Otro par de lecturas contemporáneas de Ortega, que aún pesan sobre la conciencia de «nuestro mundo esencial y profundamente secular y ateo», podrían dar también apoyo a estas impresiones que hoy les traigo casi de pasada.
En el breve ensayo Dostoievski y el parricidio (1928), Sigmund Freud llevó a cabo uno de los análisis más feroces que se han realizado sobre el autor ruso. Definió su personalidad, neurótica y sadomasoquista, como la de «un sujeto de disposición bisexual particularmente intensa, que puede defenderse con singular energía contra su dependencia de un padre especialmente duro». A juicio del padre del psicoanálisis, el motivo central de Los hermanos Karamázov consistiría en la rivalidad sexual por una mujer. Bajo la aséptica imparcialidad del diagnóstico, parece como si Dostoievski, al que acaba juzgando como un «delincuente», le produjera tal ansiedad que se viese obligado a forzar incluso su lectura de Edipo y de Hamlet. Me gustaría creer que Freud leía la novela de Dostoievski obsesionado por la figura de Dimitri (y de Smerdiakov).
Por su parte, en La poética de Dostoievski (1929), Mijail Bajtin sostuvo que una de las grandes aportaciones del novelista fue convertir la idea en objeto de representación. El protagonista de la obra no sería ya la idea, sino el hombre de la idea que se entrega a «resolverla» hasta casi enloquecer. En su persecución busca alcanzar el hombre en el hombre que hay en ella mediante la confrontación dialógica e intersubjetiva con otras conciencias. No debería extrañar que para Bajtin esta condición, que hace de los narradores dostoievskianos cronistas y testigos, se agrupe bajo el signo de una fraternidad caída, casi demoníaca: Iván Karamázov.
Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por Él: el mundo de Dios, no lo acepto, ni puedo estar de acuerdo con élFiodor Dostoievski, Los hermanos Karamázov
Comentaba hace poco el poeta Lutgardo García que Los hermanos Karamázov exige una lectura reposada al iniciarse la madurez, si se quiere advertir la densa profundidad del tema del perdón que la atraviesa. La figura espiritual de Aliosha, tan joven y ambigua, resulta clave, aunque solo fuese porque se esforzaría por encarnar la lección de su maestro Zósima que enseñaba a amar al prójimo -y a sus hermanos-, no a pesar de sus pecados sino a causa de ellos.
En un sentido pneumatológico, la función de Aliosha reconciliaría el insobornable fondo nihilista de esta novela con el horizonte cervantino que la salva y la hace comprensible en su aparentemente inconexa y yuxtapuesta construcción. Es una novela de novelas intercaladas y relatadas a retazos por los ecos de las voces de otros narradores que son sus protagonistas: la vida de Zósima (Aliosha), la Leyenda del Gran Inquisidor (Iván), la Instrucción del proceso (Dimitri)…
Siendo indiscutible que tematiza la lucha entre el bien y el mal, la libertad y la (in)justicia o la Ley y la Gracia, Los hermanos Karámazov entabla sobre todo un Juicio a la Creación entera (¿de condenación?) que ella misma manifiesta. Han solido repetirse unas palabras de Iván: «Si Dios no existe, todo está permitido», pero apenas se cita su sorprendente conclusión: «Entiéndeme bien, no es a Dios a quien rechazo, sino al mundo, al mundo creado por Él: el mundo de Dios, no lo acepto, ni puedo estar de acuerdo con él». Iliúshechka muere, como la novela también debe acabar, y, sin embargo, permanece intacto el afán de una vida plena más allá.
Quizás Aliosha, en este mundo secular y ateo, siga siendo una de las glosas al silencio de Jesús ante el Gran Inquisidor. Él y sus hermanos continuarán interrogándonos sobre nuestros nombres.
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