Antonio Miguel Jiménez | 23 de diciembre de 2020
En solo dos años, los guerreros almogávares, versátiles, montaraces y sin escrúpulos, hicieron retroceder a los otomanos todo lo que habían avanzado en una década.
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Decían los historiadores antiguos que allá donde no había riqueza, grandes ciudades y comodidades, habiendo en su lugar campo agreste, ganados y, en definitiva, dureza de vida y clima, había buenos reclutas. Ejemplo paradigmático de ello fueron los famosos arqueros cretenses en época de la República romana y, siglos después, las fuerzas de piqueros suizos en el crepúsculo de la Edad Media y durante toda la Edad Moderna. Pero estos son solo dos ejemplos de un fenómeno repleto de casos. Uno de ellos fue la península ibérica durante la Plena y Baja Edad Media.
Al contrario que Castilla, Aragón contaba con la salida mediterránea. Desde el siglo XIII al XV, la posición del reino de Aragón en el Mediterráneo no hizo sino fortalecerse. Fue en este marco en el que los almogávares fueron adquiriendo fama «internacional». La palabra ‘almogávar’, de indiscutible procedencia árabe y con significado aún discutido, era utilizada por los mismos andalusíes para denominar a un tipo de tropa de bajo nivel, armada a la ligera, pero rápida y brutal. Un tipo de soldado, en definitiva, que se alejaba de la mentalidad caballeresca occidental, y de la que los reinos hispánicos tomaron buena cuenta.
El emperador bizantino Miguel IX conocía la fama guerrera de las tropas de choque aragonesas. Armados con mortales y certeras jabalinas, largos cuchillos que utilizaban tanto para luchar como para despiezar la caza, pequeños escudos circulares y un sencillo yelmo, los almogávares eran guerreros versátiles, montaraces y con pocos escrúpulos, extraídos de las zonas más pobres de la península, donde las únicas empresas eran el pastoreo y la guerra. Tras un constante acoso de unos fortalecidos turcos otomanos, que desde 1291 habían comenzado una campaña de expansión desde el centro de Anatolia bajo la égida de Osmán I, el emperador Miguel decidió recurrir a un jefe mercenario y a su mortal tropa.
Roger de Flor, de origen germánico y cuya infancia y juventud trascurrió en la Orden del Temple, ofreció sus servicios en calidad de condottiero a Federico II de Sicilia, hijo del rey Pedro III de Aragón, quien le confió el mando de las fuerzas almogávares contra los angevinos, forjándose una reputación de eficaz líder militar. Tras la paz de Caltabellotta, en 1302, tanto él como los almogávares habían quedado desocupados. Hasta que recibieron la llamada del emperador Miguel IX.
Roger, cuatro mil almogávares aragoneses y unos dos mil mercenarios de diversa procedencia marcharon a Constantinopla, donde se presentaron ante Miguel IX. Desde allí fueron enviados a Anatolia, donde Roger y sus tropas hicieron retroceder en menos de dos años lo que los otomanos habían avanzado en una década. Ramón Muntaner, cuya crónica es la que nos cuenta estos sucesos, afirma que los almogávares, el núcleo de la tropa mercenaria, atemorizaba a los turcos con sus gritos de guerra y con sus imparables embestidas.
Tras varias batallas en que los almogávares habían obtenido la victoria pese a una clara inferioridad numérica, se presentó la ocasión de acabar con el mayor ejército otomano reunido hasta el momento. Era el año 1304, y las campañas de Roger habían empujado a los otomanos a los límites de Anatolia. En los alrededores de la ciudad de Kibistra, cerca de las famosas Puertas Cilicias, se estaba concentrando un gran ejército que los exploradores de Roger consiguieron descubrir.
Ante esta situación, la duda surgió en las mentes de muchos, pero la posibilidad de vencer definitivamente a los otomanos, y la promesa de fama y recompensas llevó tanto a comandantes como a la tropa a plantear batalla. Y así lo hicieron. Bajados los turcos al llano, los mercenarios aragoneses hicieron lo propio, y sonando el famoso grito de guerra de los almogávares aragoneses, ¡Desperta ferro, desperta!, comenzó la batalla.
La superioridad numérica otomana hizo mella al comienzo del combate entre la tropa almogávar, que se veía rodeada. Pero, tras cerrar filas y realizar un fuerte contraataque en bloque, la línea otomana se quebró, y los almogávares destrozaron a un ejército que los triplicaba en número. Tras pocas horas de combate, los otomanos comenzaron a retirarse, a lo que siguió una tenaz persecución por las tropas de Roger. Estos, enaltecidos por la increíble victoria, propusieron seguir tras los enemigos hasta su eliminación, pero habían sufrido considerables bajas, y adentrarse en lugares desconocidos siempre resultaba peligroso, por lo que los comandantes suspendieron la persecución.
Mucho andaría aún la compañía aragonesa de Roger de Flor aun sin él, llegando a invadir la Grecia continental. Pero aquella victoria sobre los turcos otomanos frente a las Puertas Cilicias en Kibistra quedó fijada para siempre a la memoria de los almogávares aragoneses, quienes labraron en aquel inhóspito lugar junto a los Montes Tauro su nombre en roca.
El catedrático de Historia Medieval de la Universidad de Extremadura pone el foco en el proceso militar que, durante ocho siglos, marcó el día a día de los habitantes de la península ibérica.
La Edad Media y la Iglesia, habitualmente desvirtuadas en el estudio de la historia, son esenciales para entender el progreso de la sociedad occidental.