Higinio Marín | 15 de diciembre de 2020
Si el amparo paterno es una buena imagen humana de Dios, es porque Dios ha hecho del desamparo infantil imagen suya. La cristiandad conduce hasta la reformulación de la piedad en la figura de una madre que llora el cuerpo torturado del Niño que tuvo en su regazo.
En las primeras páginas de su obra El malestar en la cultura, Sigmund Freud asegura con ademán desenmascarador que «la génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento del desamparo infantil». La creencia religiosa en la existencia de un Dios providente no sería más que la reminiscencia en la edad adulta de la necesidad de amparo frente a «la omnipotencia del destino» y la amenaza de un mundo indiferente a nuestra suerte.
Es claro que a Freud el hecho de poder derivar una idea de otra le parece suficiente para refutarla como mera invención humana. Pero esa pretendida refutación depende de la suposición de que la idea de Dios no tiene más que ese origen y justificación, lo que, ciertamente, requeriría de un argumento menos escueto que el ofrecido por el psiquiatra vienés. Basta con dudar de dicho supuesto para que la hipotética refutación freudiana oscile como un indicio en su contra, es decir, descubra al amparo paterno como la primera imagen de Dios en el psiquismo humano.
El descubrimiento, de ser original, habría supuesto una valiosa aportación para la psicología religiosa. Pero no parece que pueda ser exactamente novedoso en el contexto de una religión que proclama de Dios la condición de Padre desde la primera de sus oraciones vocales. Sin embargo, la propuesta freudiana conserva su valor indiciario: entre la experiencia del amparo paterno y la idea de Dios hay un vínculo arcano en la conciencia humana.
Desde su perspectiva de teólogo, Ratzinger lo refrenda cuando afirma que si la idea de padre se borrara de la experiencia humana, el hombre habría perdido la primera e íntima huella de Dios en su alma. De hecho, esa orfandad de origen es característica del proyecto cultural moderno y está supuesta en la condición de ciudadano de un Estado que aspira a engendrarlo ex novo, al tiempo que con toda coherencia minimiza y margina la relación paternofilial.
La arqueología física de la relación entre la protección paterna y la divina remite a la relación entre los enterramientos de antepasados y la transformación de esas localizaciones sacrales en los templos de las deidades patronas de las primeras sociedades vecinales, es decir, de las nacientes ciudades del neolítico. Fue el joven Nietzsche uno de los que notaron ese vínculo entre la veneración de los ascendientes difuntos y los dioses fundadores y protectores de las ciudades: «En su sentido original, el templo debe ser entendido como tumba o casa de los muertos».
Mucho antes, Vico había relacionado los enterramientos y la religión como dos de los tres principios de la humanidad de las naciones. El tercero era la celebración de matrimonios. No puede ser un mero azar que las tres instituciones atraviesen en nuestras sociedades una crisis de proporciones gigantescas y similares. No es fácil señalar el vínculo entre ellas, pero cabe intuirlo si se repara en que las tumbas son una institución de la memoria que se resiste al olvido de los ausentes. Esa misma vigilia de la ausencia mantiene en pie la casa de los vivos que, como Ulises, solo pueden volver a donde no les han olvidado. Y desde ahí cabe vislumbrar que en las religiones antiguas los dioses están en sus templos como los muertos en sus tumbas, con una ausencia que los patentiza e invoca.
Aunque la arqueología espiritual del vínculo entre el ascendiente paterno y el divino atraviesa toda la historia humana, podemos localizar decantaciones suyas como la costumbre latina de la piedad –pietas– o el sentimiento de deuda y veneración filial. Se trata de una dimensión antropológica de la religión que la tradición judeocristiana recoge con la fórmula del «honrarás a tu padre y a tu madre», pero cuya actual opacidad casi esconde que la piedad filial opera como un viático antropológico hacia la religión.
Si el cristianismo pudo conservar la dimensión antropológica de la piedad y asumirla en una religión revelada -es decir, que no surge de la tendencia humana hacía Dios, sino de la iniciativa divina hacia el hombre- es porque el núcleo mismo de esa revelación contenía la afirmación de un Dios único y trino según la condición de un Padre, un Hijo y el Amor entre ambos, es decir, que Él mismo era amor paternofilial, piedad.
En este punto, Freud y sus partidarios aducirían de nuevo que semejante idea de Dios no puede ser sino una proyección hiperbólica de la familia humana y sus relaciones. Y así sería, en efecto, si se probara que Dios no existe. Pero Freud pretende demostrar lo que necesita suponer para poder demostrarlo. Así que, mientras se trate de una suposición, cabe pensar también que, como se nos dijo desde el principio mismo, no fue el hombre quien inventó a Dios, sino Dios quien creó al hombre a su imagen y semejanza, y que la familia humana resulta ser una proyección de la intimidad de Dios, y no al revés; más todavía, que la familia es la forma privilegiada de la revelación natural de su intimidad para todos los hombres.
Con todo, es cierto que la semejanza entre el amparo paterno y la naturaleza de Dios entraña una ambivalencia interpretativa: sirve tanto como indicio de la creación divina del hombre como de la invención humana de Dios. Y en ese contexto es donde se torna significativa la voluntad divina de asumir el desamparo infantil humano naciendo como un niño sin más cobijo que el de un padre y una madre.
Es claro que no pudo ser la consideración de la inerme y precaria dependencia de un niño lo que condujo por proyección a la idea de Dios. Más bien fue la idea de un Dios recién nacido la que proyectó sobre el desamparo todas las formas de misericordia que caldean este mundo. Desde entonces, los huérfanos, enfermos, desposeídos, perseguidos, desahuciados y desamparados de toda índole tienen la predilección cristiana que refuerza y ‘consagra’ la de todos los hombres de buena voluntad.
Fue la idea de un Dios recién nacido la que proyectó sobre el desamparo todas las formas de misericordia que caldean este mundo
Poder adorar a Dios convertido en Niño ha sido la pedagogía por la que la infancia se ha revelado adorable al hombre de nuestra tradición, y, a su lado y por su efecto, también la maternidad. Nunca en la historia universal del arte y de la cultura, la infancia y la maternidad habían recibido la glorificación que el arte y las costumbres cristianas han prestado a la imagen de una madre con un recién nacido. Al respecto, por ejemplo, casi nada aporta la tradición grecolatina. Mientras que ese hilo de la cristiandad conduce hasta la reformulación de la piedad -la Pietà– en la imagen de una madre que llora el cuerpo torturado del Niño que tuvo en su regazo.
Así pues, no se trata ya de un Dios que da su semejanza a sus creaturas, sino de un Dios que toma la fragilidad de la naturaleza que ha creado como propia, y, más en particular, que se hace un recién nacido con su completa indefensión dependiente del amparo paterno. No puede extrañar que la celebración cristiana de ese Nacimiento sea la fiesta familiar por excelencia.
Si el amparo paterno es una buena imagen humana de Dios, es porque Dios ha hecho del desamparo infantil imagen suya, y de la solicitud de un padre y de una madre la forma primera de reconocerlo en este mundo.
¡Feliz Navidad!
La ciudad me devuelve cada mañana la cordura que pierdo cuando se rompe la pertenencia que me une a la obra común. Cordura que ata con doble lazo lo que soy al lugar donde vivo, porque vocación y tarea es un camino de ida y vuelta.
La soledad, si no tiene las puertas abiertas o no termina en un amor concreto, es el infierno. Donde uno está muy solo, aunque de otra manera.