Armando Pego | 20 de diciembre de 2020
Desde los hermanos Machado y Juan Ramón Jiménez, pasando por Luis Cernuda hasta José Mateos, sus sucesores han explorado sin tregua la lección simultáneamente popular y experimental que conserva la obra de Gustavo Adolfo Bécquer.
En la prosa de Gustavo Adolfo Bécquer un buen lector no debería temer zambullirse periódicamente. Aunque sea solo por prescripción estilística, saldrá revigorizado en cada ocasión. Quizás la juventud continúe siendo la etapa más propicia para frecuentar las Leyendas, siempre nuevas, mientras que la madurez requiera el inquieto sosiego que desprenden la lectura (y la escritura) de Cartas desde mi celda.
En cambio, es difícil sustraerse a la profunda impresión que el tópico ha acabado imponiendo sobre las Rimas. Tal vez, para quienes crecimos entre los ochenta y los primeros noventa, leerlas aún representaba una suerte de paso iniciático a la adolescencia. Contribuían a modelar una sensibilidad, aunque solo fuese por la sorna «de un billete [de cien pesetas] del Banco al dorso escrita»…
De aquella etapa indecisa en que todavía uno miraba las oscuras golondrinas antes de dejar su arpa del salón en el ángulo oscuro olvidada, recuerdo al psiquiatra Carlos Castilla del Pino sentenciar en un programa de televisión, seco y brutal: «La adolescencia es la cloaca de la vida». Desde entonces no había podido acercarme a los versos becquerianos sin un cierto espanto, como si me esperasen agazapadas tras ellos las vetas reprimidas de mi sensibilidad.
Si sus versos han servido para expresar las emociones de sucesivas generaciones, su gloria consiste en que han ayudado a forjar y enriquecer una sintaxis sentimental compartida e íntima que no podemos permitirnos que se extinga
Al irse deshaciendo las últimas escamas de la pubertad, uno también creía advertir en algunos de los más celebrados poemas becquerianos caídas de tensión lírica que lo avergonzaban. Ahora esos mismos poemas se enredan entre los labios secos como ecos de un sabio desengaño que en los contemporáneos de Campoamor o Núñez de Arce crujen como hojas disecadas.
Regresar a la poesía de Bécquer depara, decantada y reparadora, una memoria que ya no debiera proyectarse solamente al lugar de indudable privilegio del que goza en nuestro canon literario. Aérea y fresca, como su ritmo interior, deja adivinar incluso otros significados en sus itinerarios habituales. Siempre es buen momento de volver a recorrerlos.
Bécquer, huésped de las nieblas, ángel d’orsiano que anduviera tocando un acordeón, a punto de asomar su figura desde los vastos jardines sin aurora, ha grabado en nuestra formación una huella imposible de aventar. Como si, disuelto en niebla, siguiera siendo capaz de encarnar una ausencia leve. Basta dar un paso un atrás, un solo verso, para contemplar la inscripción solitaria que su indirecto olvido no ha dejado jamás de invocar.
Como ocurre con los verdaderos poetas, la grandeza del sevillano sobrepasa el éxito inmediato. Si sus versos han servido para expresar las emociones de sucesivas generaciones, su gloria consiste en que han ayudado a forjar y enriquecer una sintaxis sentimental compartida e íntima que no podemos permitirnos que se extinga.
Enrique García-Máiquez trazaba en un artículo espléndido la «alta tensión» que atraviesa la producción entera del poeta sevillano. Al amparo de sus mayores críticos, sentenciaba que nuestro poeta «en su tradición supo encontrar la fuente de su modernidad». Desde los hermanos Machado y Juan Ramón Jiménez, pasando por Luis Cernuda, hasta José Mateos, sus sucesores han explorado sin tregua la lección simultáneamente popular y experimental que conserva su obra.
Comparado con Heinrich Heine, o en paralelo con Charles Baudelaire o con Edgar A. Poe, Bécquer, habría ejercido de un modo muy singular el papel de Garcilaso de nuestra poesía moderna. Hímnico y coloquial, confesional y elegíaco, dotó no solo de flexibilidad a la lengua poética española, sino también de una amplia y decisiva gama armónica a sus ritmos.
En la historia de nuestra literatura se ha solido atribuir, por antonomasia, esta última función a Rubén Darío. El poeta nicaragüense habría amoldado en nuestra lengua la intensidad musical y la precisión léxica, hasta en su desmesura, de Paul Verlaine. Pero, como también muestra esa otra corriente superpuesta que inauguran los Versos sencillos de José Martí, adquieren pronto una coloración muy especial en la que el papel de Bécquer también es el de precursor. Pocos como él han sobresalido en el dominio de los silencios que modulan los encabalgamientos entre endecasílabos y heptasílabos.
No se debe lamentar que todavía a muchos nos obligaran a memorizar poemas de Bécquer. Pesa que no nos enseñaran a recitarlos. Como ejemplar compensación, es motivo de alegría el acto recientísimo que ha organizado el Real Círculo de Labradores de Sevilla, por iniciativa de José María Jurado e Ignacio Trujillo. La lectura de rimas becquerianas y de poemas de autores actuales sobre los que han ejercido su inspiración culminará ojalá en un volumen de homenaje. Es el debido tributo que lectores de las más diversas promociones testimonian a un maestro que les ha enseñado a escribir, y no simplemente a hacer, poesía.
Con el tono de un gorrión, pues, sigamos acariciando ese rumor que desde hace ciento cincuenta años no ha cesado de inspirarnos, celeste y concreta, la obra de Bécquer.
«Yo en fin soy ese espíritu,
desconocida esencia,
perfume misterioso
de que es vaso el poeta».
Era abril en Sevilla, pero con aguas mil. Si se piensa que el día en que murió Gustavo Adolfo hubo un eclipse de sol, hay que deducir que el cielo no era indiferente y se sumaba al duelo a su manera.
Así celebró el diario El Debate de 1936 el primer centenario del nacimiento de Bécquer, con un número extraordinario en el que se dieron cita firmas de la talla de Gerardo Diego, Dionisio Ridruejo, Díaz Plaja, Foxá o Margarita de Pedroso.