José María Sánchez Galera | 16 de diciembre de 2020
Javier Benegas, editor jefe de Disidentia, explica con detalle los vicios en que han caído la comunicación política y el debate público, enmarañados en la imposición de dogmas y en la conchabanza: «El goteo de periodistas o articulistas que acaban de una forma u otra en la nómina de los partidos es de por sí bastante revelador».
Por término general, resulta muy difícil encontrar profesionales que sean honestamente críticos con su gremio, con el entorno laboral en que se desenvuelven. De hecho, uno de los ámbitos donde más tiende a verse la actitud opuesta es la comunicación, el periodismo y el marketing, dedicaciones cada vez más difíciles de distinguir gracias a la política, a los click through, a los contenidos patrocinados y al SEO, SEM y varias sopas de letras. Incluso existen iniciativas que ven sobrados motivos para «celebrar» el periodismo precisamente hoy. No forma parte de esta corriente Javier Benegas (Madrid, 1965), autor de libros como Catarsis. Se vislumbra el final del régimen (Akal, 2013) —al alimón con Juan M. Blanco, y prologado por Jesús Cacho—, Sociedad terminal. La comunicación como arma de destrucción masiva (Editorial Rambla, 2008), o La Ideología Invisible: Claves del nuevo totalitarismo que infecta a las sociedades occidentales (Disidentia, 2020). Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid —en una época que, siendo interesante, aún estaba muy lejos de la llegada de los Iglesias Turrión y los Errejón «Niño de la Beca»—, y fue jefe de Opinión en Vozpópuli. Desde enero de 2018 es responsable de Disidentia, el nuevo espacio de análisis y pensamiento que ayudó a fundar.
Su barba fina, su aspecto enjuto y su apostura frente a la corrección política y los grandes dinosaurios le podrían dar un aspecto quijotesco. Pero su verbo reposado y su serena convicción, asentada en referencias que evidencian lecturas provechosas —no se queda en «Mayo del 68» o la Escuela de Fráncfort, sino que habla mucho de la Suecia de la década de 1920— lo desmienten. No es un hombre de respuesta rápida como el revólver de un ministro tuitero o de un contertulio —«tertuliano», dicen ahora— de televisión. Y eso que se lo escucha claro en televisión y en radio. No. Sus respuestas desglosan causas, no se quedan en la superficie, en la patada al adversario de turno. Conversar con Benegas es también hacerse examen de conciencia.
Pregunta: ¿Se sigue definiendo Javier Benegas como periodista?
Respuesta: En realidad, nunca he pretendido identificarme como tal. Soy un publicista de la vieja escuela que, por azares de la vida, acabó especializándose en consultoría. No me considero periodista, porque no me dedico a informar ni a proporcionar scoops, lo cual requiere de unas habilidades muy específicas que nunca he cultivado. Pero, si estás en el mundillo de los medios de información, la gente te identifica como periodista. Es lógico. Las etiquetas son útiles para discriminar quién es quién.
Quien se enfrenta a la corrección política ya no está soloJavier Benegas
Pregunta: Dentro de poco se cumplirán tres años de su última colaboración en Vozpópuli.
Respuesta: Sí. Mi etapa como jefe de Opinión en Vozpópuli fue apasionante, pero también muy dura. Eran los momentos álgidos de la corrección política, cuando todavía romper sus tabúes provocaba verdaderos movimientos tectónicos y la cabeza te olía a pólvora. Pero, pese a todo, dimos la batalla, y creo que contribuimos a romper el muro de silencio. Publicamos análisis que ningún otro medio del centro derecha se atrevía a publicar y abrimos una brecha. Hoy sigue habiendo polémica, pero ya no es como entonces; quien se enfrenta a la corrección política ya no está solo.
Recuerdo la charla con Jesús Cacho, su propietario, en Aravaca, cuando el diario era solo un proyecto. Por entonces, España había caído en una deriva muy preocupante y pensamos que era necesario, imprescindible, un medio independiente, honesto, con una línea editorial liberal, en el sentido más cabal del término, es decir, liberal y patriótico, porque son valores perfectamente compatibles, aunque a algunos liberales la palabra patriotismo les provoque sarpullidos, porque han caído en un infantilismo atroz equiparable al de la izquierda transhumanista. El problema de aquella apasionante etapa fue que el enemigo de la libertad también estaba dentro. Y eso hizo que mi trabajo fuera aún más complicado. Al final tuve que marcharme, aunque creo que mis conversaciones con Cacho contribuyeron a que tomara algunas decisiones muy acertadas, poco después de mi marcha (ojalá las hubiera tomado antes), de lo cual me alegro, porque Vozpópuli para mí es más que un diario online. Y deseo que prevalezca.
P.: Liberty, thy name is money.
R.: Bueno, parafraseando a Roger Scruton, diríase que hoy los ideales podrían resumirse en tres palabras: dinero, dinero, dinero. Aunque yo añadiría una cuarta: notoriedad. Pero no creo que la libertad tenga demasiado que ver con esto. Vender tu alma a cambio de dinero y notoriedad no te hace más libre, más bien al contrario, aunque hay que reconocer que te ahorrarás muchos quebraderos de cabeza. Pero, en general, en las sociedades cerradas, esas que los economistas denominan de acceso restringido, como es la nuestra, y muy especialmente la España política, donde confluyen el periodismo, el mercantilismo y los partidos políticos, todo se compra, incluso las almas, con dinero y notoriedad. Y, lejos de ser más libres, somos más serviles. Para colmo, conforme la crisis se ha ido agudizando (en España llevamos en crisis tres lustros, jalonados si acaso por periodos de una cierta recuperación, nada más), el dinero se ha vuelto más escaso y la notoriedad está cada vez más disputada, y esto ha exacerbado el envilecimiento. La única forma de levantar cabeza es unir tu destino al de algún partido político que toque poder o alistarte en alguna tribu influyente. Y cuando digo unir tu destino no me refiero a lo que sucedía antes, que bastaba con demostrar una cierta simpatía o afinidad, ahora es necesario demostrar una lealtad a toda prueba, sin el menor resquicio. Si no demuestras la más absoluta y acrítica de las fidelidades, no eres confiable, quedas fuera. Por eso actitudes que hace unos años nos parecerían inauditas hoy, sin embargo, son el pan nuestro de cada día. Y esto es muy mal asunto.
Cuando bailas con el diablo, tú no engañas al diablo, mucho menos lo cambias: el diablo te cambia a tiJavier Benegas
P.: Aurora Pimentel dice que los únicos libres son pobres. No pobres de solemnidad, como se decía antes.
R.: Comparto en alguna medida la opinión de Aurora, a quien aprecio mucho, pero la matizaría. La pobreza por sí misma no nos hace más libres, de hecho, en algunos aspectos puede resultar engañoso. Creo que la clave no es tener más o tener menos, sino la capacidad de renuncia. Cuando no tienes nada que perder, tus actos requieren menos valentía, dignidad y coraje que cuando tienes mucho que perder. Ahí se ve si cuentas con la entereza suficiente para ser fiel a tus ideales y, por tanto, a ti mismo. Son esos momentos los que nos definen, cuando tenemos mucho en juego. El problema es que tendemos a engañarnos. Nos decimos que, ante ciertas disyuntivas, la mejor opción es actuar de forma «inteligente», que no es buena idea ir de frente y por derecho. Y elegimos bailar con el diablo. Ocurre, sin embargo, que, cuando bailas con el diablo, tú no engañas al diablo, mucho menos lo cambias: el diablo te cambia a ti. He visto a demasiadas personas caer en este error y convertirse en aquello que inicialmente detestaban o pretendían combatir. Tal vez, en entornos menos degradados, camuflarse sea una alternativa razonable. Pero, cuando el entorno está extraordinariamente degradado, como ocurre en el presente, creo que no hay alternativa. O confrontas la degradación o te pliegas a ella. Si nadie hace lo primero, es muy difícil que las cosas vayan a mejor, porque las personas funcionamos por expectativas; es decir, miramos lo que hacen los demás a la hora de escoger nuestras opciones. Y, si lo que vemos es que todo el mundo se pliega, raro será que nos animemos a ir en dirección contraria.
P.: De ahí el modelo que promueve en Disidentia: lectores que paguen, para sostener el medio, en vez de depender de la publicidad o las instituciones.
R.: Disidentia se sostiene principalmente por la voluntad de quienes la hacen día a día, es decir, sus colaboradores. El pequeño mecenazgo lo que nos permite es que no nos cueste dinero además de trabajo. Y esto es muy importante, pero no una panacea. Hace falta además trabajo, mucho trabajo basado en el altruismo.
P.: Pero Disidentia es más que eso.
R.: Sí, desde luego. Si la idea de Disidentia hubiera sido crear un medio rentable, es decir, un negocio, habríamos ido a muro de pago. Pero eso es incompatible con su finalidad, que es difundir el pensamiento crítico. Si los contenidos fueran de pago, solo llegarían a los suscriptores en vez de al público en general. Esta decisión tiene mucho que ver con la pregunta anterior sobre la pobreza y la libertad, y es que en Disidentia decidimos desde el principio que no íbamos a bailar con el diablo. Así que, para nosotros, el pequeño mecenas es una persona con nombre y apellidos que, igual que mis compañeros y yo, está dispuesta a hacer un sacrificio por la causa de la libertad. Sí, es un sacrificio relativamente pequeño, apenas 16 céntimos diarios, pero eso, en estos tiempos, donde nadie da nada a cambio de nada, es tan inusual que, cuando sucede, es muy emocionante.
En su momento desde Vox contactaron conmigo para ver la manera de establecer algún tipo de relación con DisidentiaJavier Benegas
P.: Curiosamente, la nueva fundación vinculada a Vox les ha copiado casi el nombre: Disenso.
R.: No sabría decirte si ese nombre se inspira en el nuestro. Lo que sí puedo decir es que en su momento desde Vox contactaron conmigo para ver la manera de establecer algún tipo de relación con Disidentia. Al fin y al cabo, somos el medio pionero en la lucha contra la corrección política y la cultura de la cancelación, en España y también para numerosos lectores de Hispanoamérica. Disidentia abre muchos melones para que luego otros sigan la estela.
La cuestión es que, para Disidentia, la independencia es un valor irrenunciable. Estamos dispuestos a ayudar y contribuir en aquello que consideremos justo o necesario, desde luego. Pero no podemos establecer ese tipo de relación que exigen los partidos políticos en España, que es la lealtad a toda prueba, incluso cuando discrepes en algún asunto. Cuando hablamos de disenso, o de disidencia, no deberíamos entenderlo como un camino de dirección única, sino de doble sentido. Quiero decir que es inevitable que en ocasiones la disidencia no sea unívoca. Si no entiendes esto, no eres un disidente, sino parte de un consenso con la polaridad cambiada.
Ahora Vox está intentando establecer su propio ecosistema de comunicación. Pero me temo —aunque quizá me equivoque— que entendiendo la disidencia como ese camino de dirección única que apuntaba, donde no hay sitio para la propia discrepancia. Y eso creo que es un error grave, porque replica actitudes nefastas que ya se dan en el resto de formaciones políticas, donde el debate interno es inexistente, tal y como ocurre, no ya en los partidos de izquierda, que en ellos va de suyo, sino en el Partido Popular y su entorno supuestamente liberal, donde se practica la cancelación con tanta o mayor intensidad que en las organizaciones trotskistas.
P.: Ignacio Ruiz-Quintano y Hughes, en Abc, suelen criticar el «Consenso».
R.: Bueno, el «Consenso», como cemento del régimen del 78, se critica mucho por cuanto ha terminado significando no el acuerdo tras el debate, sino un acuerdo previo para evitar el debate. Pero eso no es consenso, eso es un cartel. Hoy un líder político puede comparecer y decir que está buscando un marco para un consenso o un consenso para un marco, indistintamente, porque «consenso» es una palabra biensonante que, si acaso, quiere decir que lo mejor es no meterse en líos, no vaya a ser que se nos vean las vergüenzas.
Ahora bien, igual que sucede con la absurda idea que se ha impuesto sobre lo que es «consenso», tampoco tiene sentido el «disenso» como actitud a piñón fijo. Es tan absurdo lo uno como lo otro. Margaret Thatcher, que era bastante crítica respecto a la política del consenso, lo que quería decir, cuando afirmaba que no era una política de consenso sino de fuertes convicciones, es que debes pelear por aquello en lo que crees, pero eso no significa que no debas buscar el acuerdo. Si así fuera, el brexit se habría producido hace décadas, cuando ella era primera ministra. Y no sucedió porque Thatcher supo defender sus ideales y, al mismo tiempo, llegar a acuerdos. La política también es eso; de lo contrario, iremos a una democracia patrimonialista donde solo estará representada media España, mientras que la otra media quedará fuera. Eso es lo que, con todos sus defectos y carencias, evitó la Transición. Otra cosa es que la Transición se idealizara hasta tal punto que devino en este falso consenso, es decir, la prohibición tácita del debate. Lo que ha dado lugar a disparates como es asociar el Estado autonómico con la democracia, de tal suerte que, si criticabas el modelo territorial, se te tachaba de antidemócrata. Una barbaridad.
En el Partido Popular y su entorno supuestamente liberal, se practica la cancelación con tanta o mayor intensidad que en las organizaciones trotskistasJavier Benegas
P.: ¿Qué porcentaje de los medios de comunicación forma parte de ese «Consenso»?
R.: En el falso consenso han estado todos, de una u otra manera, porque ha sido un buen negocio. Ahora parece que ese consenso se ha roto, pero no para bien sino para mal, porque lo que ha quedado de él es la pulsión a prohibir, silenciar e imponer. En cierta forma se ha roto porque, precisamente, sus presuntos valedores, con su cerrazón y su negativa a suplir las carencias del régimen del 78, han acabado proporcionado la excusa perfecta a quienes no quieren una España cohesionada, de ciudadanos libres e iguales, sino una democracia de parte, es decir, una tiranía travestida de democracia que, además, amenaza con trocear la nación. Un desastre en el que los medios de información tienen bastante culpa.
P.: ¿El periodista de esos medios lo hace convencido, como activista, o se limita a confundirse con el paisaje?
R.: Es, quizá, algo más complicado. El problema es que el «cuarto poder» es un mito. No existe el cuarto poder, solo el poder. Los medios de información hace tiempo que decidieron unir su destino al de los partidos políticos. Son, por tanto, correa de transmisión de los partidos. Se deben a ellos, o a sus bandas, no al público. Se deben, en definitiva, al poder. Dentro de está dinámica, el periodista se ve compelido a ser un activista. Ocurre que unos lo hacen con gran devoción, mientras que otros lo hacen forzados por las circunstancias. El goteo de periodistas o articulistas que acaban de una forma u otra en la nómina de los partidos es de por sí bastante revelador.
Sea como fuere, la independencia y el periodismo se han vuelto, en buena medida, incompatibles. Incluso aquellos que son una honrosa excepción tienen que someterse a esta maquinaria si quieren sobrevivir. Ahora bien, solemos ser muy duros con los periodistas, pero me pregunto cuántas personas estarían dispuestas a jugarse sus empleos por preservar determinados principios. Yo, que pertenezco al ámbito de la empresa privada, lo veo constantemente: llegada la ocasión, la inmensa mayoría optamos por conservar nuestro empleo. Vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Y digo esto porque muchos de los problemas que nos asuelan tienen también bastante que ver con las actitudes de todos nosotros, no solo de los periodistas y de los que mandan.
Hoy un líder político puede comparecer y decir que está buscando un marco para un consenso o un consenso para un marco, indistintamenteJavier Benegas
P.: El tratamiento mediático del perro Excalibur, durante la breve crisis sanitaria del Ébola, y el tratamiento mediático de la COVID, con el PSOE en el poder y docenas de miles de muertos, es bien distinto.
R.: Es el sesgo del bien contra el mal. Quien cree estar del lado de la Historia, justificará o incluso negará los disparates, las malas decisiones, los abusos de poder, porque entiende que son daños colaterales en la búsqueda de un bien mayor. En cambio, el sacrificio de un perro por razones sanitarias es un crimen, no por el hecho en sí, sino porque es identificado como la acción del adversario, de quien no comparte la visión de ese bien mayor. Así, el perro Excalibur no fue sacrificado por razones sanitarias objetivas, fue víctima del mal. De esta forma, sacrificar a un perro se convierte en un crimen terrible. Esta dinámica no es nueva; es, más bien, bastante vieja. Gracias a ella se han cometido y justificado las mayores atrocidades del siglo XX. Millones de personas han sido sacrificadas en el altar del bien, de la igualdad, de la justicia social. Es pura ideología. No importa el análisis objetivo de los hechos, tampoco los medios empleados: lo que importa es el fin que se persigue.
P.: Carlos Esteban dice que nunca importa el qué, sino el quién.
R.: Hace años advertía que aquí no interesa lo que se dice sino quién lo dice. Aquello de que la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero es muy bonito, pero no se aplica en la realidad. Sin embargo, podemos ir aún más allá. Respecto a que nunca importa el qué, sino el quién, añadiría que importa el quién, pero, sobre todo, «con quiénes»; es decir, lo verdaderamente importante no es quién eres, sino con quién estás, quién te arropa. La verdad es la verdad de la tribu. Se ha convertido en un producto al albur de las dinámicas de grupo. Esto se ha hecho especialmente evidente con las redes sociales. Quienes están arropados por la tribu cuentan con la ventaja de que su verdad será proclamada, difundida. Por el contrario, si no estás en alguna tribu, lo que digas se silenciará, se ignorará. Por lo tanto, la cuestión no es el quién, sino en qué tribu estás alistado o, en su defecto, la capacidad que tengas para fundar y sostener la tuya propia. Esta circunstancia tiene connotaciones inquietantes, porque tu identidad como individuo desaparece, solo existes como parte de un colectivo. Es el colectivo y no los méritos ni la honestidad intelectual lo que otorga relevancia, lo que te hace existir, a ti… y a la verdad. En este juego de la relevancia, las diferencias entre grupos e ideales desaparecen, su dinámica lo atrapa todo. Y lo que se ha dado en llamar «cancelación cultural» no es una práctica exclusiva de la izquierda sino generalizada. Incluso los presuntos liberales, constituidos en sus propias tribus, la practican. La consecuencia es que el espíritu crítico tiende a desparecer, en tanto que solo puede manifestarse parcialmente, es decir, no puedes ejercerlo si apunta a tu propia tribu. Debes autocensurarte.
El cuarto poder es un mito; no existe el cuarto poder, solo el poderJavier Benegas
P.: Ahora tenemos a Pedro Sánchez, que es más que el PSOE al uso, más que la «tribu» de siempre.
R.: El PSOE no existe, en tanto que no es un partido político sino una banda, una cúpula con un líder, con un capo que ostenta todo el poder. Esta «cupulocracia» es un mal extendido que se manifiesta en todos los partidos. Ahora el problema es Sánchez, porque ocupa el poder, y todos los esfuerzos se encaminan a socavar su posición, a intentar bajarlo del pedestal para salvar España. Pero Sánchez en sí mismo es un personaje menor, uno más de los que desgraciadamente jalonan la política española. Es, en definitiva, la consecuencia lógica de un proceso de degradación de larga trayectoria. Tenemos un Sánchez porque antes tuvimos un Rajoy y antes un Zapatero. Así que este personaje es la consecuencia lógica de un proceso. Acabar con su presidencia no supondrá en el largo plazo un cambio muy sustancial, si acaso un saneamiento superficial y, con suerte, la reversión de alguna de sus políticas, pero poco más. Si no recuperamos las virtudes de la política, y si los partidos siguen siendo lo que hoy son, corporaciones cerradas, endogámicas, donde los que valen se abstienen de participar, tarde o temprano llegará al poder el peor de todos los líderes imaginables. Y entonces, cuando ya no haya salida, comprenderemos dónde estaba el error.
P.: ¿Iván Redondo está sobrevalorado?
R.: Iván Redondo pertenece a esa estirpe de spin doctors posmodernos que afirman que la sociedad puede ser manipulada, que existen mecanismos, no ya de largo plazo —lo que algunos llaman «imposición cultural»—, sino de acción más inmediata, capaces de cambiar las preferencias partidistas, de tal suerte que quienes dominen estas técnicas esotéricas pueden aupar al poder a los que contraten sus servicios. Los que trabajamos en estas materias sabemos que eso es completamente imposible. Desgraciadamente, no ya los simpatizantes del PSOE, sino muchos detractores creen que es cierto, que es posible manipular a la gente y hacer que vote en contra de sus propios ideales, en contra de su visión del mundo. Eso sí, el manipulado, el tonto siempre es el otro. Nosotros somos gente inteligente y con criterio.
Este pensamiento mágico es consecuencia de una serie de hipótesis con las que se ha pretendido explicar sucesos complejos, como la victoria de Donald Trump de 2016, el brexit y, en general, el populismo. Estas hipótesis, a falta de mayores y más serias prospecciones, se apoyan en la idea de que la política se ha vuelto emocional, que la gente vota mal movida por las vísceras; en definitiva, que el común no tiene razones, solo emociones. Y esto es una soberana estupidez. El hecho de que tú no compartas las razones del otro, o no las entiendas, no significa que el otro no tenga sus razones. Lo que los estudios de campo demuestran es justamente lo contrario: que la gente es mucho más racional de lo que estos spin doctors reconocen.
El tema emocional es pura filfa. Es la gran burbuja de nuestro tiempo. Precisamente escribí La ideología invisible para tratar de analizar el rompecabezas de las cosas que hemos aceptado como normales y no lo son. Este galimatías en que ha devenido la política se ha constituido en una niebla de incertidumbre que lo envuelve todo y genera espejismos y, al mismo tiempo, desazón.
Es cierto que, cuando se afirma que la filosofía nace del asombro, lo que se pone de manifiesto es que el sentimiento se antepone a la razón. Únicamente razonamos sobre cualquier asunto, si con anterioridad hemos sido llevados a su esfera por un interés afectivo. Pero el sentimiento no es algo voluble sino muy consistente: determina nuestra posición frente al mundo. El sentimiento es algo muy profundo que se consolida en las convicciones, los ideales, y difícilmente se desvanecerá por un impulso emocional del momento.
El error consiste en confundir sentimentalismo con sentimiento. Hay una jerarquía que Redondo obvia, seguramente porque la desconoce. El sentimentalismo es una pulsión que, en efecto, es emocional. Pero no es consistente. El sentimiento, por el contrario, es algo profundo, se construye de forma compleja y laboriosa y, en la inmensa mayoría de las personas, es permanente. No cambia súbitamente, ni mediante la manipulación de las emociones ni con pociones a base de aceite de serpiente. En realidad, cuando llega el momento, Redondo recurre a lo que recurren todos cuando se trata de maniobrar: comidas y cenas secretas para promover pactos y acuerdos que aseguren la permanencia en el poder. Esa es su magia.
La existencia de gurús como Redondo es una señal muy potente de la degradación de la política. Los tipos como él existen porque son el recurso con el que los actores políticos suplen su carencia de carácter y de ideas propias. Pero, como ya digo, lo más llamativo es que los adversarios contribuyan a acrecentar su mito, dando pábulo a sus superpoderes.
El columnista Hughes, con un formato de periodismo alejado de activismos partidistas y en el que salta con naturalidad del papel al blog, asegura: «Hemos de preguntarnos si la prensa sirve a la verdad o a la mentira».
El jefe de Opinión de El Mundo afirma que «el sanchismo tiene que degradar más profundamente las instituciones democráticas antes de que se pueda acometer su reconstrucción»