Álvaro de Diego | 12 de enero de 2021
Meses antes de la resonante estancia de Eisenhower en Madrid, un grupo de congresistas norteamericanos visitó a Franco en el Pazo de Meirás. El encuentro transcurrió cordialmente, pese a los apuros del embajador John Davis Lodge, a quien habían adelantado que saldría a relucir el controvertido asunto de la persecución de la masonería.
En 1959, el franquismo había superado holgadamente el ostracismo internacional que al término de la Segunda Guerra Mundial se le había impuesto. Olvidado el cerco acordado en la conferencia de Potsdam, se había abandonado la cartilla de racionamiento y desde 1953 existía un Concordato con la Santa Sede y un pacto bilateral con los Estados Unidos de América. A principios del verano de 1959, el embajador estadounidense en Madrid, John Davis Lodge, informó al Ministerio de Asuntos Exteriores español del deseo del Subcomité de Operaciones Extranjeras en el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes. Pretendía este efectuar una inminente visita oficial a nuestro país. La delegación, que integraban los congresistas por Luisiana, Virginia, Carolina del Norte y Arizona, así como un nutrido equipo de funcionarios de perfil técnico, deseaba inspeccionar las bases militares conjuntas, reunirse con algunos dirigentes españoles y, finalmente, entrevistarse con el vencedor de la Guerra Civil.
El encuentro tenía su importancia, pues este subcomité liberaba anualmente una ayuda no reintegrable de varios millones de dólares para España. Lo presidía un pintoresco político, Otto Passman, congresista demócrata por Luisiana, quien solía obsequiar a sus interlocutores con bolígrafos personalizados; a Franco le entregaría uno de ellos.
Al embajador estadounidense en Madrid le preocupaba el hecho de que la delegación se proponía plantear el asunto de la represión de la masonería a Franco, quien firmaba virulentos artículos periodísticos contra esta sociedad secreta, bajo el pseudónimo de Jakim Boor. Así se lo transmitió al ministro español de Asuntos Exteriores, Fernando María de Castiella.
Este tipo de encuentros solían tener lugar en El Pardo, pero en periodo de vacaciones podían producirse en el Pazo de Meirás, la residencia estival del jefe del Estado, adquirida por suscripción popular a instancias del Gobierno Civil de La Coruña y varios ayuntamientos de la provincia. Como bien se sabe, la propiedad había pertenecido a Emilia Pardo Bazán, cuyo hijo y nieto habían sido asesinados por milicianos anarquistas en la Guerra Civil.
Los integrantes del subcomité aterrizaron en el aeropuerto de Santiago de Compostela y, junto al embajador Lodge y dos funcionarios españoles, se personaron en Meirás. Estos dos últimos eran Adolfo Martín-Gamero, que como director de la Oficina de Información Diplomática actuaría de intérprete (solo el representante de Arizona chapurreaba algo el castellano), y Alfonso de la Serna, a quien correspondería la redacción del acta del encuentro.
Finalmente, la conversación tuvo lugar en la biblioteca del Pazo el 20 de septiembre, en un clima de cordialidad y cierto desenfado, al menos por parte norteamericana. Pese a ello y como suele decirse vulgarmente, el embajador sudaría la gota gorda. Tras la presentación y las cortesías habituales, Franco aseguró a sus interlocutores la necesidad para España de seguir contando con la colaboración de los estadounidenses. Sorpresivamente, el congresista Passman le confió que el régimen contaba con muchos amigos en los Estados Unidos y que, como hombre de negocios, había comprobado el progreso económico del país en los últimos años. Elogió, en este sentido, la valentía al aplicar el Plan de Estabilización.
Hubo incluso algún congresista que le pasó la mano a Franco por encima del hombro, como si posara junto a una estrella del béisbol o el fútbol americano
Afortunadamente para el embajador Lodge, que había sido actor cinematográfico en su juventud, el diálogo derivó hacia cuestiones técnicas, menos comprometidas para todos. Llamativamente, cuando estos temas se agotaban, el representante aclaró, refiriéndose a los congresistas que lo acompañaban, que ninguno de ellos era «de izquierdas», pese a militar casi todos ellos en el Partido Demócrata. Fue entonces cuando Franco quiso corresponder explicando que en la España alfonsina tampoco había habido diferencias de calado entre «conservadores y liberales», situación que solo se fue al traste con la aparición del socialismo. Reconociendo las bondades del sistema bipartidista norteamericano, censuró la continua sucesión de gobiernos durante la Segunda República, que achacó a la nefasta multiplicación de formaciones y a los enfrentamientos entre ellas. Y concluyó que en una etapa más que significativa la república había gobernado con las garantías constitucionales suspendidas.
El encuentro apenas motivó una breve nota de agencia en los diarios. No obstante, había tenido un inverosímil epílogo. Passman rompió el protocolo y pidió que irrumpieran los fotógrafos en la biblioteca para obtener distintas instantáneas de cada uno de los presentes con Franco. Pese al patente desagrado de los miembros de las Casas Civil y Militar del Generalísimo, hubo incluso algún congresista que le pasó la mano a Franco por encima del hombro, como si posara junto a una estrella del béisbol o el fútbol americano. Se avecinaban elecciones en los respectivos estados de los congresistas, que deseaban utilizar estas imágenes para congraciarse con el sector conservador y católico de su electorado.
Para el embajador todo había salido a pedir de boca. Su alivio al comprobar que finalmente el asunto de la masonería no se había suscitado se reflejó en el vuelo de regreso a la capital. No tuvo empacho entonces en cantar reiteradamente «Madrid», el conocido chotis del mexicano Agustín Lara. Unos meses después, el presidente Eisenhower aterrizaba en la capital de España.
Al tiempo que las vanguardias de la Wehrmacht ocupaban París, las tropas franquistas penetraban en la ciudad internacional de Tánger. Si se exceptúa el envío de la División Azul a Rusia, aquella fue la única intervención militar española en la Segunda Guerra Mundial.
Las dictaduras de Franco y Salazar coincideron en la península Ibérica y marcaron gran parte del siglo XX.