Ricardo Franco | 24 de diciembre de 2020
Soy tan misterioso para mí mismo, corazón; estás tan profundo, corazón; tan escondido, que necesito a alguien de quien fiarme, que no sea yo, ni seas tú, lector desconocido.
Aunque alguna vez nuestra mirada se haya cruzado en medio de este mundo, no sabes quién soy. Crees conocerme, pero solo ves signos, huellas borrosas de una sensibilidad, un sentimiento o un gusto. Cuando me lees, crees saber qué pienso y me interpretas y limitas en una definición, una palabra, y una ideología que cuelgas de mi cuello y me ahoga; o te pones de mi lado o en contra, colocándome en un bando al que no quiero pertenecer. Porque lo que ves sólo es un perfil, un lado en penumbra, un trozo que he perdido como otra hoja seca de mí mismo que cae entre las líneas de cada artículo. Soy mucho más que eso que consigues definir y que para mí es inalcanzable. Tú ves mi rostro, lector desconocido, pero en una sombra que oscurece su contorno y profunda perspectiva. Así que no puedes abarcarme, ni ver toda mi extensión, o llegar hasta el final de mí, donde se supone que me acabo o termino.
Quizá alguna vez, mientras me leías, sentiste o presentiste, de alguna manera, que había algo más dentro, como un pozo vacío, en cuyo fondo reverberaba el eco de una gota o el rumor de una corriente oscura, y te sorprendió el mismo silencio extraño en tu interior.
Quizá alguna vez viste en mí un fulgor demasiado breve, en el que mi entraña iluminó ante ti otra realidad invisible, más real; como una vida dentro de mi vida, que se asomaba silenciosa en el brillo de mis cansados ojos para prenderse en los tuyos. Pero solo fue un momento que evocó en ti otra cosa, te recordó a otro rostro que tampoco era mío, sino otra sonriente máscara detrás de la que me escondo por rubor, o para que no me hagas daño. Y así, debajo de todos los gestos aprendidos, guardo mi yo intocable, más íntimo.
Por eso, no puedes conocerme del todo, lector desconocido, y sólo ves aspectos, o matices desordenados, como una guitarra cubista, abierta en canal, o cerrada en sí misma, con su fondo y sus aros a contraluz, y una boca cerrada entre las cuerdas sucias. Pero el acorde, el trémolo y su brillo, permanecen siempre mudos y encerrados en otro mundo, en otra mano.
Tú no puedes ver mi alma: agujero negro por el que misteriosamente sangro; boquete abierto, espacio inabarcable y vacío, como un mar sin orillas, que se pierde en el último confín de mi ser. Tampoco puedes ver el aliento que me inunda y me abandona a cada paso, día tras día, un mes tras otro, año tras año, agotándome, terminándome, consumiéndome un poco más, sin poder parar ese deterioro que me domina y hará de mí un ser enmudecido e invisible a tus ojos, y que te mirará siempre acurrucado en el arrullo de Dios; como una ausencia presente, entre el recuerdo del amor disipado y la tumba de tierra en la que descansaré, como cualquier mortal, como tú algún día.
Tú no me conoces, querido lector, porque soy todo eso y mucho más que tampoco yo consigo ver del todo. Porque mi tamaño y altura real se encuentran realmente por dentro, como un precipicio infinito, anegado en su cumbre por la floresta.
Como tú, veo retales sueltos, los cojo e intento unirlos para reconstruir poco a poco la trama de mis secretos, carencias y descuidos, el ayer olvidado, y todas esas imágenes idílicas de ensueños que nos enseñan y aprendemos mansamente a repetir. A veces siento mi voz alejada de mi cuerpo… como si yo fuera otro, lejos de casa, lejos de todo. Y bulle en mí un deseo incesante y creciente de volver, y al mismo tiempo de volar; siempre de volar, ir siempre a otro sitio, donde quizá alguien desconocido me espera y me abraza en silencio.
Hay veces que olvido el camino que se supone debí tomar para volver de no sé dónde, por eso necesito a alguien que me ayude, que me coja y que me suba a hombros; y me lleve a donde no querría ir, pero debe hacerlo por mi bien, como haría -creo- un padre o un amigo que me quiere realmente con un amor indescriptible, paciente, ebrio de ternura y de abrazos sin fin.
Soy tan misterioso para mí mismo, corazón; estás tan profundo, corazón; tan escondido, que necesito a alguien de quien fiarme, que no sea yo, ni seas tú, lector desconocido, que compartes conmigo la debilidad y el orgullo, la excusa y la mentira; las ausencias, los olvidos y los ídolos. Y tanto desamor. Y tanta amargura acumulada en el paladar…
Por eso, necesito a alguien bueno y justo, que no mienta como yo, tan acostumbrado ya a todas las farsas. Alguien sediento de mí; hambriento de mí, deseoso de mí. Impaciente de mi ansia de amor que crece y se expande en mí, aunque yo nunca la entrego del todo. Alguien con la sed infinita de mi sed infinita. Alguien que sí me mire y reconozca mi rostro por entero, y comparta esta herida mortal de mi costado.
Alguien que está antes de mí mismo, antes de mi vida, y de ser consciente de ella. Alguien tan deseoso de verme que tenga prisa por atravesar la distancia infinita que yo mismo impongo con todo, y traiga para mí aquella frescura suya que he perdido, derramada en tantos sitios. Alguien como un niño de frescura inocente, despreocupado y feliz en el regazo de su madre, que no deja de mirarme. Alguien como un niño coronado con mis espinas y envuelto en el sudario empapado de lágrimas que mi corazón ya no vierte.
Feliz Navidad, lector desconocido.
Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa.
El consumo ha manchado todo, incluso el amor y las amistades, las relaciones laborales y las horas de ocio innegociable.