César Utrera-Molina Gómez | 08 de enero de 2021
Defenderse siempre ha sido una manera natural de ser, de apostar por permanecer cuando se inicia una espiral de destrucción.
¿Quién duda ya del impulso global y poderoso de demolición de la idea judeocristiana del hombre, del orden jurídico compartido en Europa, América y Oceanía tributario del derecho romano en el que el hombre y su dignidad eran el centro? ¿Quién ignora el designio claro de suprimir el cristianismo como columna que sostiene una civilización? ¿Quién duda ya que este proceso va de la mano de la expansión sin límites de los mercados y la promoción de un ideal consumo infinito?
Este formidable reto no admite ya la sonrisa escéptica ni la ceguera involuntaria y pese hay quien todavía aboga por no defenderse ante esta ola cuya voluntad es destruir cualquier oposición, dique o frontera que no se asimile a su gigantesca voluntad de poder y sumisión. Defenderse siempre ha sido una manera natural de ser, de apostar por permanecer cuando se inicia una espiral de destrucción, pues hay una experiencia previa que sostiene y que clama por no desaparecer cuyas semillas sabemos que perdurarán.
Acudir, por tanto, a esa batalla no es provocarla. ¿Es razonable pensar que va a ver espacios libres de la pretensión descrita? Que los muestren, no los hay. La unanimidad que el Poder quiere imponer no deja esquinas libres. La neutralidad no es posible y sostener lo contrario además de falso, es letal para la supervivencia de quien no quiera ser asimilado.
No comparecer es rendirse. Siempre habrá candidatos al abandono y a justificar al que no comparece. Otros, los menos no se cruzarán de brazos y darán el paso adelante pese al fragor intimidatorio del Poder o la tentación silente de la sumisión.
Más aún, participar en la batalla no es convertirse en el adversario y mucho menos compartir sus medios para cumplir nuestros fines. Ser partícipes de un combate en el que han participado otras generaciones nos obliga no sólo hacia el pasado, nos compromete con nuestro presente y especialmente hacia los que vendrán después.
El alma intuye y la tradición apunta a que la victoria no es tal sino es limpia y es preciso desechar los atajos que ahorran el esfuerzo y el sacrificio que sólo tiene la victoria merecida. Aún más una victoria sucia además de avergonzar es la simiente de toda revancha.
Participar en la batalla no es convertirse en el adversario y mucho menos compartir sus medios para cumplir nuestros fines
Ser prudentes, meditar nuestra tradición y la historia de cualquier civilización nos enseña que nunca nada se ha ganado para siempre. No se trata, por tanto, de un momento nuevo que no tenga precedentes, hay similitudes y novedades, pero indiscutiblemente siempre habrá la de acudir a luchar otra vez.
Nuestra confianza no está en la victoria sino en la belleza que nos sostiene, en el amor a la compañía que nos nutre e impulsa, en las verdades cuya experiencia nos construye y que tratamos de preservar. Sabemos que no es posible que se agoten, ni siquiera poseerlas por entero, ni para siempre.
Quien nos inspira fracasó en términos mundanos y no evitó confrontarse con los poderosos de su tiempo. Esta lección de humildad, este magisterio de vida nos sostendrá en cada una de las derrotas, brutales y aparentemente definitivas en los tiempos sombríos, pero nunca, nunca aplastarán la Esperanza cierta de que no prevalecerán prometida por nuestro Salvador, recuérdenlo, un derrotado por el mundo.
Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista.
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.