César Cervera | 09 de enero de 2021
Tras la Guerra de Independencia, España se puso de moda en Europa como destino exótico. Lugar de bandoleros, féminas con un puñal escondido en la liga y tan atrasado como encantador.
El libro La Invención de la Tradición, escrito por los historiadores Eric Hobsbawm y Terence O. Ranger, sirvió para cambiar la forma de imaginar el pasado en el Reino Unido. Tradiciones y símbolos que se presuponen inmemoriales y vinculados a la historia del Reino Unido desde, al menos, la Edad Media, son, como demuestra este investigación, invenciones bastante recientes. Casarse de blanco, la falda escocesa, la fama de la gran pompa de la monarquía británica o lo hermoso de los paisajes de Gales (en verdad, tan horrorosos como cualquier páramo) responden a creaciones de finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
En tiempos de crisis de identidad, los poderes y las instituciones que viven de una legitimidad procedente del pasado, véase la monarquía o los nacionalismos, han necesitado sistemáticamente revestir sus costumbres con un aire de tradición casi legendaria. La principal protagonista, digamos también víctima, de esta necesidad de inventar tradiciones ha sido el folclore de las distintas regiones de Europa. Basadas en su mayor parte en tradiciones orales, poco documentadas y siempre cambiantes, lo que se designa como bailes y festividades populares, en apariencia arcaicas, son casi siempre interpretaciones modernas adaptadas más a las necesidades turísticas o las nuevas élites culturales que a la forma de vestir o vivir de otras épocas. Si lográramos viajar en el tiempo a la Escocia del siglo XVI en busca de fornidos celtas de faldas cortas, lo más seguro es que justamente encontraríamos lo contrario: nobles sin el menor interés por un pasado con el que no se identificaban lo más mínimo.
El libro de Hobsbawm y Ranger ha influido en la obra de muchos autores españoles, que, como Tomás Pérez Vejo, autor de España imaginada: historia de la invención de una nación, han comprendido que el pasado del país es fruto de lo que los grandes pintores, escritores y políticos decimonónicos pensaban o, más bien, deseaban que fuera la historia de España. No obstante, aún faltan más libros que desenmascaren de una forma global tradiciones que consideramos más españolas que los Reyes Católicos y don Pelayo juntos, pero que en realidad tienen una fecha de invención muy corta.
Esta labor desmitificadora resulta bastante fácil si tenemos en cuenta que la España que hoy imaginamos es producto de lo que los viajeros románticos creyeron ver y lo que los españoles de su tiempo, ávidos de recibir a más viajeros, se conformaron con mostrar. Tras la Guerra de Independencia, España se puso de moda en Europa como destino exótico. Lugar de bandoleros, féminas con un puñal escondido en la liga y tan atrasado como encantador. Desde tiempos de la Leyenda Negra, la intelectualidad tenía a España como un país ruinoso, fanático y cruel, lo cual siguió siendo así a mediados del siglo XIX, con la salvedad de que los propios españoles, hartos de luchar contra gigantes, se entregaron voluntariamente a esta estampa folclórica, de flamenco, toros y una sociedad más oriental que occidental. El turismo de masas estaba a la vuelta de la esquina y más valía quedar como unos bárbaros amables que como unos inadaptados hostiles.
La ópera Carmen plasmó buena parte de los tópicos sobre los españoles exóticos y pasionales, pura sangre, pura poesía… El Franquismo acuñó el lema turístico del «Spain is different!» para sacar partida a los tópicos negativos. No en vano, para encajar en esta idea de una Europa oriental y árabe asentada en España, en general, y en Andalucía, en particular, fue necesario revestir las paredes de lunares y ponerle a todo varón folklórico un buen sombrero de picador. La ficción y la publicidad turística tuvieron que retorcer tradiciones, inventar algunas y sobredimensionar aquellas que eran minoritarias hasta convertir la excepción en la regla.
Prácticamente todo lo que se celebra hoy en día, el Rocío, la Semana Santa, la Feria de Abril, las Fallas, tuvieron su verdadero origen en el siglo XIX, como reacción turística a los deseos de los extranjeros. En muchos casos, estas fiestas se sustentaron en tradiciones pasadas, pero adaptadas en su configuración a los gustos modernos e internacionales. Lo que se conoce hoy como flamenco está basado en bailes populares, que se habían movido entre el rechazo y el desprecio durante siglos por parte del público distinguido hasta que los franceses los domesticaron al gusto de sus salones y teatros burgueses. Por influencia extranjera, España adaptó a su vez esta versión estilizada del flamenco para satisfacer a los gabachos y también a su propio público.
Mención aparte para aquellas regiones donde han campado los nacionalismos excluyentes, obsesionados por resaltar las escasas diferencias con respecto al resto de españoles por encima de las numerosas similitudes y, con ello, dados a las fábulas más disparatas. Sin ir más lejos, el baile de la sardana, de supuestos orígenes medievales, es en realidad una readaptación de mediados del siglo XIX de una danza tradicional de la comarca de Gerona. Con el nuevo siglo, el nacionalismo catalán la calificó como la «danza nacional» y promocionó su práctica por toda la geografía de Cataluña debido a motivos políticos. Puso a bailar sardana a gente que no había oído hablar de ese baile en su vida o lo consideraba algo demasiado rural.
Los tercios españoles y las grandes cargas de caballería vuelven a la vida gracias a los pinceles del conocido como «pintor de batallas».
Entre los que abogan por llenar las paredes de victorias y quienes lo hacen por seguir relamiéndose en las derrotas hay un punto intermedio, un punto muy español.