Javier Arjona | 16 de enero de 2021
El presidente del Gobierno Provisional, un político liberal de raíces conservadoras, acabó dimitiendo tras la aprobación del articulado anticlerical en las Cortes Constituyentes.
Con la subida al trono del rey Alfonso XIII en los primeros compases del siglo XX, el anticlericalismo latente en una parte de la sociedad española fue poco a poco despertando, al abrigo de la facción más jacobina del Partido Liberal. Los primeros destellos de aquella herencia regalista, que había provocado la expulsión de los jesuitas de España bajo el reinado de Carlos III, empezaron a hacerse visibles en 1907 con el proyecto de Ley de Asociaciones, iniciativa que curiosamente acabaría siendo frenada desde las propias filas liberales por el joven diputado Niceto Alcalá-Zamora, que entonces contaba veintinueve años de edad. Aprovechando su catolicismo militante, el prieguense fue utilizado como ariete político en una estrategia perfectamente orquestada por su mentor, el conde de Romanones, a instancias del monarca, que buscaba evitar a toda costa el enfrentamiento con la Iglesia. Sin embargo, la cuestión religiosa no había hecho más que empezar.
Corría el verano de 1909 cuando, en la denominada Semana Trágica, la ciudad de Barcelona fue testigo de una nueva ofensiva anticlerical, esta vez con tintes dramáticos, ya que varias iglesias de la capital catalana fueron incendiadas y algunos conventos, asaltados y profanados. Aunque el origen de las protestas tenía un carácter antibelicista, tras la aprobación de un decreto por parte del Gobierno de Antonio Maura para proceder al envío de tropas reservistas a Marruecos, la propaganda revolucionaria alentada desde el Partido Radical de Alejandro Lerroux, que llevaba años destilando odio hacia la Iglesia como responsable de los males del país, acabó tornando una huelga general en un ataque generalizado contras las propiedades eclesiásticas. Afortunadamente, en los años siguientes, y hasta la llegada de la Segunda República, la inestabilidad política y social, traducida en la crisis de 1917 primero y en el Trienio Bolchevique después, dejó en un segundo plano el tema religioso.
Con la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, llegó el impulso definitivo para que irrumpiera en escena un anticlericalismo que tenía como modelo las políticas llevadas a cabo en Francia desde principios de siglo para limitar el poder de la Iglesia. La monarquía había tenido en el Episcopado español uno de sus principales pilares, con una relación bien trabajada desde el Concordato de 1851, tras el desencuentro como consecuencia de la Desamortización de Mendizábal. Aunque la voluntad del Gobierno Provisional, presidido ahora por un veterano Alcalá-Zamora, era asegurar las buenas relaciones con el Vaticano a través del nuncio Federico Tedeschini, los execrables acontecimientos que tuvieron lugar en el mes de mayo, con la quema de cerca de cien iglesias y conventos en toda España, volvieron a tensar la situación cuando en el horizonte ya se intuía un duro debate constitucional marcado por la separación entre Iglesia y Estado.
Tras la celebración de unas elecciones generales a Cortes Constituyentes, en las que el retraimiento de las derechas permitió la abrumadora victoria de una Conjunción Republicano-Socialista que logró el 90% de los 470 escaños en liza, comenzaron los movimientos contra la Iglesia por parte de varios miembros del Gobierno Provisional. Primero, con un decreto sobre la secularización de cementerios paralelo al proyecto de una nueva Constitución, y después, tras la apertura de las nuevas Cortes el 14 de julio, con el propio debate constitucional. El trabajo de la nueva Carta Magna fue iniciado por una Comisión Jurídica presidida por Ángel Ossorio y Gallardo, que elaboró un primer texto de 104 artículos de carácter moderado y en línea con la «República de orden» que Alcalá-Zamora encarnaba. A pesar de la defensa que hizo del proyecto el presidente, aquel Consejo de Ministros ecléctico y heterogéneo lo rechazó por ser conservador en exceso.
Fue entonces cuando una Comisión Parlamentaria, ahora encabezada por Luis Jiménez de Asúa, recibió el encargo de elaborar un segundo texto de corte más progresista, en línea con los postulados de la Coalición Republicano-Socialista, que en apenas veinte días endureció y radicalizó el articulado redactado por la Comisión Jurídica en aspectos tan espinosos y delicados como el religioso. De esta manera y tras ser presentado el proyecto constitucional ante las Cortes, comenzaba el 27 de agosto, en aquella Cámara netamente anticlerical, el debate parlamentario, que se prolongaría durante los siguientes días y en ocasiones hasta altas horas de la noche. Al margen de las ácidas discusiones en materia agraria y autonómica, fue la cuestión religiosa la que acabó estallando con el artículo 24 de aquel texto, que al final se convirtió en el 26, al establecer la disolución de las órdenes religiosas, la nacionalización de sus bienes y la prohibición expresa de ejercer la enseñanza.
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La batalla para Alcalá-Zamora estaba servida en un Parlamento cuya composición, netamente virada a la izquierda, no tendría problema en aprobar el controvertido articulado de Jiménez de Asúa en materia religiosa. El riesgo que enseguida detectó el todavía presidente del Gobierno Provisional era que los católicos, que no estaban representados en aquel Parlamento, ante semejante ataque a la tradición secular cristiana, acabasen poniéndose en contra de la república y abogando por el retorno de la monarquía alfonsina. Situado entre la espada y la pared, don Niceto maniobró sin éxito durante el mes de septiembre para que se preparase una redacción alternativa al artículo 24, antes de que se iniciara en las Cortes el debate sobre la cuestión religiosa. Desde el 7 de octubre y durante tres días, los diputados expusieron con vehemencia y pasión sus posturas, tal y como registra el Diario de Sesiones del Congreso.
Ya prácticamente al final del debate, Alcalá-Zamora pronunciaba el 10 de octubre un memorable discurso, exponiendo el riesgo de la radicalidad en un tema tan sensible. Desde una complicada equidistancia que cada vez convencía menos a las izquierdas y a las derechas, el prieguense hizo una exposición en la que puso de manifiesto, con una cuidada argumentación, incongruencias tales como la prohibición de las procesiones de Semana Santa, de las que él era un ferviente devoto, por tratarse de manifestaciones externas de religiosidad. Tras varias enmiendas que buscaron rebajar los excesos del texto propuesto por la Comisión Parlamentaria, finalmente se redactó el artículo 26 de la Constitución, que sustituía al 24 del proyecto de Jiménez de Asúa. Aunque las propuestas más extremas de la izquierda acabaron siendo eliminadas, la victoria del anticlericalismo republicano era ya un hecho consumado.
El día 13 de octubre, Manuel Azaña pronunciaba en el Congreso su conocida frase: «La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica y en virtud del cambio operado España ha dejado de ser católica». Con 178 votos a favor, 50 en contra y 223 abstenciones, entre las que se contaban las de tres ministros, el artículo 26 acabó siendo aprobado en las Constituyentes. Acto seguido, dimitían por una cuestión de conciencia Miguel Maura, ministro de Gobernación, y el propio Niceto Alcalá-Zamora, que cedía el testigo del Gobierno Provisional a Julián Besteiro como presidente de las Cortes. Desde ese momento, la legislación anticlerical de la Segunda República, que incluiría la aprobación del decreto de disolución de los jesuitas en enero de 1932 o la promulgación de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de mayo de 1933, continuaría desarrollándose en consonancia con el nuevo texto.
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