Armando Pego | 24 de enero de 2021
Ante una obra tan fiel al lenguaje auténtico como The Waste Land, el mérito del riguroso trabajo de Sanz Irles debe reconocerse, sobre todo, en que ha conseguido hacer coincidir la fidelidad y la libertad que este mismo reclamaba.
La urgencia por reseñar las novedades editoriales suele provocar que se despachen con prisas obras que requieren una lectura demorada. En el caso de la poesía, este último criterio resulta imprescindible. Leer una novela tiene siempre un fin. Un libro de poesía jamás deja de estar comenzándose. Si además se trata de una obra de la magnitud de The Waste Land (1922) de T. S. Eliot, un crítico debería reconocer que no sabrá nunca por dónde terminar.
Como un lector al que el poema de Eliot vuelve a asaltar de sorpresa, la espléndida traducción de Luis Sanz Irles me ha obligado a releer e incluso a retomar materialmente durante estos meses el volumen que la contiene.
The Waste Land
T.S. Eliot. Traducción de Luis Sanz Irles
Olé Libros
116 págs.
19,23€
Ha hecho fortuna la fórmula con que Sanz Irles ha definido el objeto de su empresa: «Un formidable artefacto sonoro». La nueva versión que el lector en español se trae ahora literalmente entre manos le debería poder plantear, por su singularidad, una serie de interrogantes asociados. Aunque en apariencia de manera indirecta, tocan puntos esenciales de su núcleo poético.
Cabe adelantar que adentrarse en la traducción de Sanz Irles aboca a una experiencia sensorial, no solo sonora sino también visual y, si me apuran, hasta táctil. De su importancia da cuenta el hilo de Twitter que Kike Correcher dedicó a explicar los motivos que habían inspirado su diseño del volumen.
La portada es reveladora. En el blanco y en el negro de las letras del título se procura fundir la continuidad entre una y otra lengua. Desde la materialidad física (tapa, cubierta, tipo de papel) hasta la disposición de los versos, cada uno ocupando una sola línea y agrupándose con otros en la página entera, su mitad o un tercio (e incluso mediante el cambio de color para distinguir el texto original), cada detalle parece encaminado a subrayar que no estamos simplemente ante «otra» versión de la obra eliotina. «La» traducción es el esfuerzo de un lector concreto por alcanzar a transmitir en su idioma el fulgor de la creación original.
La nota introductoria de Sanz Irles gira sobre este aspecto esencial de su tarea como lector, intérprete y traductor. Aun como un subíndice, ¿en qué medida el acto de leer no viene determinado por el exigente intento de re-producir el gesto original que el autor graba sobre su obra?
En su fino diletantismo, capaz de pasar horas escuchando sonidos de pájaros con el único fin de conseguir verter el matiz sexual de la onomatopeya «jug, jug, jug», Sanz Irles asume el esfuerzo prometeico por acercarse al fuego divino de la lengua poética. Como un dandi, paladea con denuedo el placer agotador de presentar la sencilla naturalidad que incluso la obra más difícil posee. Da la impresión de que en su autoconciencia de gentleman quisiese bosquejar, divertido y rendido de admiración, las facciones del poeta Eliot.
Ante el significado y el alcance histórico y literario del original, Sanz Irles declara que «mutatis mutandis, puede decirse que traducir The Waste Land es metatraducir». En esa tarea insiste en que la clave de bóveda que proporciona unidad a sus resultados es la sonoridad, a causa de su fuerza centrípeta. Pero este abismal polo atracción solo es potenciado por la fuerza centrífuga que otros dos elementos fundamentales del original imprimen a esta versión: la intertextualidad y la fragmentación.
Todas las obras literarias conservan su traducción virtual entre las líneas, cualquiera que sea su categoríaWalter Benjamin, La tarea del traductor
The Waste Land crepita bajo el signo dialéctico y retórico de la antítesis. Impensable sin la intervención de Ezra Pound, como sin el molde poético subterráneo de James Joyce, su Támesis es el Rhin y el Aqueronte; su críptico protagonista tanto Tiresias como Trimalción. De la sonoridad simbolista de Charles Baudelaire a la invisibilidad caligramática de Stéphane Mallarmé, La tierra baldía es la Comedia dantesca de un mundo en Caída. Como las perplejas e irónicas notas que añade al final de su poema, T. S. Eliot intentó dar respuesta a sus enigmas cifrando el mundo estético y moral que fluye bajo la escritura de su conciencia creadora.
A la postre, la lectura continuada que comentamos conduce de un modo u otro al clásico y oscuro ensayo La tarea del traductor de Walter Benjamin (1923). Ante una obra tan fiel al lenguaje auténtico como The Waste Land, si la traducción es ante todo una cuestión de forma, el mérito del riguroso trabajo de Sanz Irles debe reconocerse, sobre todo, en que ha conseguido, sin la menor violencia sobre el original, hacer coincidir la fidelidad y la libertad que este mismo reclamaba.
Como la relación existente entre lenguaje y revelación, el poema de Eliot confirmaría la intuición de Benjamin de que «todas las obras literarias conservan su traducción virtual entre las líneas, cualquiera que sea su categoría». O como sentenció George Steiner sobre toda gran traducción, con la suya Sanz Irles habrá demostrado nuevamente que «no se trata de una ciencia, sino de un arte exacto».
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