Mariona Gúmpert | 22 de enero de 2021
Nihilismo y utilitarismo son los argumentos que se esgrimen ante la cuestión de «¿para qué ser padre?». Esta obsesión por evitar el sufrimiento –y, por tanto, el de los hijos que podrías tener- es uno de los puntos débiles que tenemos como sociedad.
Mi compañero en Eldebatedehoy.es –Ricardo Calleja– escribió hace pocos días un artículo titulado Ten hijos, que recomiendo vivamente a todos nuestros lectores. Las presentes líneas las escribo con ánimo de complementar las que él mismo aporta con mucho tino.
En primer lugar, quisiera destacar que la pregunta por los motivos para tener hijos es espinosa. Existen muchas elecciones vitales que la mayor parte de las personas hace porque sí, y está bien que así sea: «No le toques ya más, que así es la rosa», como diría Juan Ramón Jiménez. Cuando se empiezan a buscar razones es inevitable adentrarse en terreno pantanoso, dado que se habla de un hecho vital que ha sido dado desde generaciones, e interpretado siempre como algo bueno. Cualquier argumento –a favor o en contra- es susceptible de ser tildado de tener motivaciones negativas ocultas o inconscientes.
Sin embargo, tal y como ha hecho Calleja muy acertadamente, sí se pueden aportar buenos argumentos a favor, pero esto, a día de hoy, implica realizar un giro copernicano desde el cual entender dichas motivaciones. Asimismo, la propuesta del autor es prescriptiva, lo cual no deja de ser chocante en el mundo en el que vivimos actualmente, donde aparentemente reina el relativismo moral (insisto en lo de «aparentemente», porque estamos en una de las etapas más moralistas de la historia), y con más Torquemadas persiguiendo a los que disienten de sus puntos de vista.
Ricardo parte del presupuesto de que existe algo que podemos llamar «vida lograda», es decir, una vida buena basada en determinados supuestos antropológicos y existenciales. Para eso no es necesario apelar a una fe o filosofía concretas: la discusión sobre qué acciones nos llevan a florecer en la mejor de versión de nosotros mismos es milenaria, y aparece en todas las culturas, como nos señala C. S. Lewis en La abolición del hombre. Esta orientación vital choca directamente con el nihilismo de base que impera en nuestra sociedad, y que muchos tratan de evitar con diferentes luchas sociales con las que comprometerse y dar sentido a su vida (como Greta con su ecologismo militante, las feministas radicales o el fenómeno desquiciado del Black Lives Matter).
A este nihilismo se le suma el ideal utilitarista, opción infinitamente más simplista de las que ha aportado la filosofía occidental durante milenios, pero también de la que subyace a todo tipo de cultura y civilización que ha poblado nuestro planeta, desde que este es mundo. Regirse por algo tan simple como procurar el placer y evitar el dolor haría sonrojar al 90% de habitantes que ha existido desde que tenemos uso de razón, incluyendo a epicuros, cínicos y estoicos.
Sin embargo, tanto el nihilismo como el utilitarismo son los argumentos que se esgrimen ante la cuestión de «¿para qué ser padre?». Y no me refiero en absoluto al mundo virtual, donde unos pocos nos adentramos simplemente con ánimo de debatir, y aprender algo de este tipo de discusiones. Este es un tema que está también planteado en la vida no digital, y cada vez son más los que deciden no tener hijos, basados en estas premisas.
¿Qué argumentos son estos? Respecto al nihilismo, se responde que es absurdo traer hijos a este mundo, valle de lágrimas y de sufrimiento y carente de sentido. El utilitarismo va en conexión con esta toma de postura, pero añade algo más: «No voy a aportar un sufriente más a la sociedad. Yo ya estoy aquí –lo cual es injusto, porque nadie me pidió permiso-, y lo que voy a hacer es tratar de evitar al máximo el dolor de la existencia, procurándome la mayor cantidad posible de placer antes de que la muerte acabe con mi vida».
Este último argumento –como ya apuntaba otra compañera, Esperanza Ruiz, muy acertadamente- es el camino más seguro para convertirse en un infeliz. Como cualquier ser humano, no tengo ni idea de cómo encontrar la felicidad en este mundo, entre otras cosas porque no la busco, quizá porque soy católica: sé que mi corazón estará inquieto hasta que pueda descansar completamente en Dios, como nos dice san Agustín.
Existe una moralidad dominante que directamente censura todo aquello que no encuadre con sus esquemas
Sin embargo, y al margen de las creencias personales, esta obsesión por evitar el sufrimiento –y, por tanto, evitar el de los hijos que podrías tener- es uno de los puntos débiles que tenemos como sociedad. El sufrimiento –entendido de muchas maneras, desde el esfuerzo de cumplir con las obligaciones diarias hasta el dolor que implica ser consciente de la muerte, y el desconsuelo y desgarro que nos produce el fallecimiento de los seres queridos- es parte inherente de ser persona. Y cada uno de ellos conlleva cosas buenas, forma parte imprescindible de aquello que nos vuelve mejores personas, la mejor versión de nosotros mismos.
Pero esto trae consigo, como explica Ricardo Calleja, tener una determinada visión de la vida y de todo lo que le es inherente al ser humano. Conlleva tener una idea de aquello de qué es lo bueno y qué es lo malo, y hacer el esfuerzo de dirigirnos hacia uno, y evitar lo otro. Lo cual es totalmente incompatible con la aparente pluralidad relativista que impera hoy día, con el hándicap añadido de que sí existe una moralidad dominante, que directamente censura todo aquello que no encuadre con sus esquemas. No decaigamos, a pesar de ello. En peores situaciones nos hemos visto: ¡sursum corda!
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Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.