Javier Arjona | 30 de enero de 2021
Más allá de la tradición filosófica, la ciencia poco a poco empieza a aportar datos que nos acercan a la comprensión de uno de los grandes misterios de la humanidad.
Desde que la aparición del cristianismo impactara de una manera definitiva en la filosofía, cambiando para siempre el devenir del pensamiento hasta nuestros días, muchos han sido los intelectuales y estudiosos que han buscado, desde esta perspectiva, dar nuevas respuestas racionales a las grandes preguntas que la humanidad se lleva formulando desde sus orígenes. La filosofía cristiana, que surge a partir de los pilares de la Iglesia paulina, se marcó como tarea mayúscula transformar la revelación en razón para poder explicar los postulados de la fe desde una perspectiva argumentada. Pues bien, de entre todos los grandes misterios que rodean al ser humano, hay uno que probablemente permite dar sentido a los demás, la propia existencia de Dios, que es el que buscaba resolver Pablo de Tarso en el siglo I, en su Carta a los Romanos, «lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se manifiesta a la inteligencia a través de sus obras».
Dicho de una forma clara y sin ambages: ¿se puede demostrar, desde la razón y al margen de la fe, la propia existencia de Dios? La respuesta que daba Ireneo de Lyon, abundando en el argumento de san Pablo, es ya en sí bastante esclarecedora: «La creación de la que formamos parte atestigua que uno solo es su autor y su director», aunque probablemente a ojos del siglo XXI se antoja algo insuficiente. Si la explicación no tiene mayor calado científico, sería relativamente sencillo refutar la tesis explicando que el universo, tal y como lo conocemos, pudo haber surgido espontáneamente sin necesidad de un autor o director. Aunque Agustín de Hipona, en el siglo V, amplió el alcance de la argumentación a la existencia de la verdad, al orden y contingencia del mundo y al consenso universal, su demostración meramente intelectual sigue careciendo de pruebas más concretas y empíricas en el mundo actual.
Las cinco vías de Tomás de Aquino, a hombros del aristotelismo y el platonismo, vuelven sobre la idea de razonar a partir de hechos de experiencia, como el movimiento, la causalidad o la contingencia, pero la argumentación vuelve a ser, aunque erudita, teórica y especulativa. Realizando un recorrido por la historia de la filosofía, aparecen grandes pensadores, como Descartes, Leibniz o Hegel, pasando por Hume y Kant, que se enzarzan en complejas argumentaciones cosmológicas, ontológicas o teleológicas, a favor o en contra de la existencia de Dios, pero sin bajar el análisis a datos racionales inteligibles. En este sentido, Pascal, poniendo en juego su perfil científico, además del filosófico, trata de reducir el problema a una interesante cuestión de azar, mientras el británico William Paley buscaba dar un paso más allá con su analogía del reloj y el universo, justificando que la complejidad de ambos apuntaba a la figura del relojero.
La realidad es que, si hoy en día se busca dar una explicación a la altura de los tiempos que corren, haciendo que las nuevas generaciones, las formadas en la era digital de la información y la inmediatez, se planteen si tiene sentido que Dios exista, probablemente es necesario buscar argumentaciones que también tengan un componente científico cuantificable. En este sentido, Roger Penrose, flamante premio Nobel de Física en 2020 y profesor de la Universidad de Oxford, llegó a dar un valor numérico para explicar la perfección y precisión del universo, calculando que la probabilidad de que se haya formado de manera aleatoria, tal y como lo conocemos, es de 1 entre 101230. Para entender mejor esta cifra, conviene señalar que, matemáticamente, a partir de 1050 la probabilidad de que un suceso ocurra es nula, y que ganar el sorteo de la Lotería de Navidad es tan «fácil» como 1 entre 105.
Fed Hoyle, astrofísico británico de la Universidad de Cambridge, puso el conocido ejemplo del tornado y las piezas de un Boeing 747, para explicar la extraordinaria ordenación de las partículas que forman el cosmos. Suponiendo todas las piezas de un avión sueltas sobre el césped de un campo de futbol, ¿qué probabilidad habría de que al llegar un gigantesco tornado las moviera de su posición inicial, para dejarlas, por el efecto aleatorio de la casualidad, formando un Boeing 747 con sus circuitos electrónicos en funcionamiento y preparado para el despegue? El mismo científico estableció, en su libro El Universo Inteligente (1984), que la probabilidad de que los átomos y las moléculas del universo se unieran para formar una molécula proteínica sencilla, elemento básico de la vida, es de 1 entre 10113. De nuevo una probabilidad matemáticamente imposible, que no tendría explicación sin recurrir a la existencia de Dios.
En todo caso, también hay otro gran argumento para la reflexión que destapó Arthur Schawlow, premio Nobel de Física en 1981, y que, más allá de probabilidades matemáticas, seguramente pone el dedo en la llaga en la cuestión capital cuando sostiene que «al encontrarse uno frente a frente con las maravillas de la vida y del universo, debe preguntarse por qué y no simplemente cómo». Si es imposible, desde un punto de vista científico, que el universo y la vida se formaran aleatoriamente, esta segunda derivada es todavía más interesante, ya que formula la más importante de todas las preguntas… ¿por qué? No parece que tenga mucho sentido que un grupo de seres humanos con una sorprendente capacidad de razonar, de cuestionarse las cosas y de amar de manera incondicional hayan surgido súbitamente en un diminuto planeta de un pequeño sistema solar, sin otra finalidad que vivir unos cuantos años para después morir. Si la humanidad es simple fruto del azar, demasiado universo para tan pobre causa.
Es curioso que es el propio sentido común el que nos lleva a pensar lo pequeño e insignificante que es el ser humano en este colosal universo de cerca de 92.000 millones de años luz de extensión, y a llegar a la conclusión de que el hombre necesariamente debe formar parte de un plan cuyos detalles exceden nuestra capacidad de entender, de momento, toda la complejidad del mundo que nos rodea. Aunque parezca mentira y pese al relativismo que inunda nuestro tiempo, gracias a la ciencia, la humanidad está más cerca de Dios de lo que lo ha estado en cualquier otro momento de la historia, puesto que, a mayor conocimiento científico, más sencillo es llegar a la certeza de su existencia. Como dijo Werner Heisenberg, uno de los creadores de la mecánica cuántica y premio Nobel de Física en 1932: «El primer sorbo de la copa de la ciencia te vuelve ateo, pero en el final del vaso Dios te está esperando».
La manera de seguir aproximándonos a Dios está en el conocimiento del genoma humano para entender el intrincado laberinto que compone la secuencia de nuestro ADN, en las experiencias cercanas a la muerte cada vez más y mejor estudiadas, en el desarrollo de la física de partículas o en los futuros métodos de propulsión, como los motores iónicos o las naves de antimateria, que a buen seguro permitirán al hombre colonizar otros mundos, quién sabe si combinados con agujeros de gusano que puedan comunicar distintos multiversos entre sí. Vivimos una revolución tecnológica sin precedentes, y a cada nuevo paso se van contestando preguntas que siglos atrás parecían pura fantasía, mientras la mente humana va siendo capaz de poner en contexto, cada vez con mayor criterio y conocimiento, la certeza de la existencia de Dios.
El profesor Alfonso López Quintás es uno de los pensadores más destacados de Hispanoamérica y un referente en el humanismo cristiano.
La ejemplaridad de Messi quedó en entredicho tras su fraude a Hacienda. La perfección es inalcanzable y eso nos recuerda la necesidad de misericordia del Dios cristiano.