Armando Pego | 07 de febrero de 2021
Wenceslao Fernández Flórez sigue impartiendo, imperturbable, la lección del escepticismo conservador, tan lejano del cinismo que ejercen los conservadores perezosos. Su obra ha corrido una doble mala suerte.
En El vaso medio lleno, su último libro de aforismos, Enrique García-Máiquez advierte a sus lectores de que «la otra mitad del deber de un conservador es crear cosas que merezcan ser conservadas». A veces se olvidan, como esos objetos abigarrados que, abandonados en un cajón, reaparecen fulgurantes, con la pátina cansada del tiempo, en un instante imprevisto al que llenan de sentido.
Hace un par de meses, mientras hacía sus deberes de lengua, mi hija pequeña me espetó con una sonrisa excitada si conocía a un escritor de nombre Wenceslao. Se me iluminó el rostro con la emoción intacta de su misma edad. Más de treinta años atrás, sentí idéntico escalofrío de simpatía al ver en la esquina de un libro de texto el perfil aquilino del periodista y novelista Wenceslao Fernández Flórez (1885-1964).
Encasillada en un tipo de literatura, cuando no humorística, de evasión, su obra ha corrido una doble mala suerte. Además de situada en los márgenes de una generación incómoda como la del 14, sobre su autor ha caído el estigma ideológico tan esquemático que suele acompañar en nuestro país a los escritores conservadores.
¡Qué ocasión entonces para regresar a la fraga de Cebre! De nuevo me ha costado salir de ella: «Esa vaga emoción, ese afán de volver la cabeza, esa tentación -tantas veces obedecida- de detenernos a escuchar no sabemos qué, cuando cruzamos entre su luz verdosa, nacen de que el alma de la fraga nos ha envuelto y roza nuestra alma…».
Publicada entre las novelas canónicas de nuestra posguerra –La familia de Pascual Duarte, de Camilo J. Cela, y Nada, de Carmen Laforet–, El bosque animado (1943) permanece inaccesible a cualquier interpretación simplemente realista. Con ella Fernández Flórez demostró ser uno de los contadísimos narradores españoles que se han atrevido, con la máxima seriedad, a explorar el espacio simbólico de las imágenes más elementales.
Ni su férreo lirismo ni la intensa contención de su estilo, tan dispares de los de Azorín y de Gabriel Miró, son su mayor mérito. Geraldo y Hermelinda, el topo Fuco o el gato Morriña, Xan de Malvís o el Pueblo Pardo de las moscas amnésicas no son meros personajes. Son también índices de orientación en la búsqueda de nuestra condición humana más íntima. Mediante sus aventuras buceamos en el dinamismo creador de una idea de tradición. Como Gaston Bachelard habría reconocido gustosamente, en sus andanzas topamos con que «en el resplandor de una imagen resuenan los ecos del pasado lejano, sin que se sepa hasta qué profundidad va a repercutir y extinguirse».
He aprovechado también -¡y con qué placer!- para leer con calma los artículos que Fernández Flórez fue publicando entre 1914 y 1936 en diversos periódicos y que la editorial Espasa Calpe seleccionó en un doble volumen bajo el título de Impresiones de un hombre de buena fe (1964). En ellos sigue confirmándose que Fernández Flórez brilla como uno de los más agudos cronistas parlamentarios españoles del siglo XX.
El rigor literario del que fuera articulista de ABC durante muchos años fue muy diferente del que practicaran, tan polémicos como elogiados, César González Ruano o Julio Camba. Su profesionalidad era de otro tipo. En sus columnas, Fernández Flórez perseguía una precisión conceptual con que pudiese presentar ante sus lectores las corrientes políticas de fondo que sufrían como ciudadanos. Bajo la anécdota y en forma de microrrelatos embrionarios, se esforzaba por describir el mediocre trasfondo de los argumentos de las luchas partidistas. Albacea del costumbrismo romántico, diseccionó las palabras, las costumbres y los gestos de los políticos de su época con una precisión casi vanguardista.
Una novela es el escape de una angustia por la válvula de la fantasíaEnrique García-Máiquez, escritor
Fernández Flórez sigue impartiendo, imperturbable, la lección del escepticismo conservador, tan lejano del cinismo que ejercen los conservadores perezosos. Su sarcasmo responde al ejercicio de una inteligencia flemática que levanta acta de que nada nuevo hay bajo el sol. Actualmente parece que la política funciona al ritmo de las series de Netflix, el penúltimo tuit histérico o las genialoides estrategias de un gabinete de comunicación. Hagan la prueba de comparar la gestión actual de la pandemia del coronavirus por nuestras autoridades con las observaciones de Fernández Flórez sobre los debates parlamentarios y los banquetes en San Sebastián tras el Desastre de Annual hace un siglo. Les aseguro que resulta de una comicidad angustiosa.
Fernando Díaz-Plaja calificó a Fernández Flórez de «conservador subversivo». En el fondo quería disculparlo del sambenito que había ocultado su prestigio casi por entero. Hoy en día quizás ese adjetivo resulte apropiado para definir la posición sustantiva de un auténtico conservadurismo. Si me permitiesen darle una vuelta de tuerca al aforismo que abría este artículo, la otra mitad del deber de un conservador incluiría el conservar cosas que merecen ser creadas de nuevo. La obra de Wenceslao Fernández Flórez testimonia la urgencia de ese debido reconocimiento que este artículo ha querido tributarle.
El escritor Wenceslao Fernández Flórez es reconocido como una de las grandes firmas del siglo pasado. Sus Acotaciones de un oyente son todo un ejemplo de ingenio y buen periodismo parlamentario en tiempos de cambios para España.
La última entrega de los diarios de notas de José Jiménez Lozano se publica bajo el título de Evocaciones y presencias y gira en torno a esta pregunta.