Bieito Rubido | 08 de febrero de 2021
Las escenas de violencia contra Vox por parte de independentistas y extrema izquierda sitúan a Cataluña en los niveles de repúblicas bananeras o de países subdesarrollados.
Me preocupa Cataluña y me duele al mismo tiempo. Barcelona, junto con Sevilla, son las dos primeras ciudades de las que guardo memoria. Mi padre me hablaba de ellas cuando regresaba de navegar por los siete mares; me hablaba del olor a azahar de Sevilla y de la maravillosa ciudad de Barcelona, donde me compró mi primera pluma y mis primeras gafas de sol. La urbe más importante de Cataluña forma parte de la historia emocional de la mayoría de los españoles. Nunca fue más rico aquel emporio marino y su región que cuando el camino de ida y vuelta del afecto con los demás españoles funcionaba. Ahora, sin embargo, aquella tierra tan querida vive un desbarajuste político y anímico que la sitúa a la cola de casi todo, aunque sus habitantes no parecen percatarse. Ya no hay la libertad de años pasados, ni los grandes escritores y editores viven allí, los empresarios han huido, los turistas no acuden a ella, la mayoría de la ciudadanía calla por miedo y la democracia ha desaparecido… aunque se vaya a votar el próximo domingo.
Las escenas de violencia contra Vox por parte de independentistas y extrema izquierda sitúan a esa región en los niveles de repúblicas bananeras o de países subdesarrollados. Nada que ver con la Europa a la que dicen pertenecer. Están vinculados a ella geográficamente, como lo están a España, mal que les pese. Pero esos comportamientos que afloran al no admitir la confrontación de ideas y perseguirlas con la violencia, solo evidencian el deterioro de la convivencia y la mala calidad democrática de aquel lugar.
Alguien escribió –lamento no conocer al autor— que «de todos los males, el peor es el autodesprecio». Es justamente eso lo que está viviendo el pueblo catalán en su ensoñación, en su enajenación social. Los catalanes son españoles. El sentimiento no tiene nada que ver ni con la ley ni con la democracia, que son hijas de la razón. Por eso yo añadiría que, de todas las formas de odiar, el autoodio es la más absurda.
Más de dos mil menores, ya desarrollados, vagabundean por las calles de Tenerife, Las Palmas, La Laguna, Fuerteventura… El ministro del Interior, un tal Grande Marlaska, parece entender que aquello no va con él.
Estar al frente de la gestión pública de una pandemia que se ha llevado por delante a casi cien mil personas exige un rigor y una responsabilidad que Fernando Simón ha evidenciado no tener.