Vidal Arranz | 17 de febrero de 2021
El valioso Decálogo del buen ciudadano, de Víctor Lapuente, plantea una recuperación del mundo de las virtudes y un regreso a la batalla moral interior.
La luz se abre camino a través de grietas inesperadas. Y una de ellas lleva por título Decálogo del buen ciudadano. Cómo ser mejores personas en un mundo narcisista, un libro estimulante y valioso en el que el politólogo Víctor Lapuente se introduce en los terrenos de la moral y se atreve a entrar en contienda con buena parte de los dogmas y sobreentendidos de nuestra contemporaneidad. Para empezar, y empieza fuerte, reivindicando el valor de la fe en Dios y en la patria. Y para continuar, apostando de forma decidida por recuperar los valores humanísticos del mundo clásico -el judeocristiano y el estoico grecolatino- en un contexto cultural marcado por el presentismo y por el desprecio de un pasado al que demasiados conciudadanos ven tan solo como un gigantesco pozo de detritus de la historia humana, del que poco se podría aprender.
Decálogo del buen ciudadano
Víctor Lapuente
Ediciones Península
272 págs.
18,90€
Frente al desprecio tan extendido a quienes nos precedieron, tan proclives a equivocarse, al parecer, nuestro autor afirma bien alto desde el pórtico de su obra: «La base para una ética del siglo XXI se encuentra en las enseñanzas de los hombres y las mujeres sabias que, desde la Antigüedad, han reflexionado sobre cómo sobreponerse a la fatalidad y vivir una vida virtuosa, en la que los proyectos trascendentes se impongan a los deseos inmediatos».
Y para callar a quienes teman que es víctima de algún presunto virus reaccionario, proclama: «Dios y la patria, dos conceptos que suenas rancios y viejos, son las dos ideas más progresistas de la historia de la humanidad, las lanzas más certeras que hemos diseñado para atacar el corazón de nuestros problemas colectivos: nuestra proclividad a sentirnos superiores a los demás, a endiosarnos». Es más, Lapuente proclama, con John Gray, que lo que nos diferencia del resto de los animales es que «somos animales religiosos» y por ello «si, como ocurre ahora, abandonamos las grandes ideas de trascendencia personal, Dios y la patria, nos desmoronamos».
La clave de bóveda de las buenas sociedades: la separación entre, por un lado, lo espiritual y moral, y por el otro, lo terrenal y políticoVíctor Lapuente, Decálogo del buen ciudadano
Préstese atención al hecho de que Lapuente ni entra ni sale en la realidad metafísica última de Dios, sobre la que no se pronuncia. Él se queda en el más acá de reconocerlo como una formidable ‘creación cultural humana’. Si detrás de ello hay una mano divina que guía esa creación o si es un fruto exclusivamente del hombre es materia en la que nuestro autor no se mete. Ni falta que hace, podríamos añadir, porque el suyo no es libro confesional y esa neutralidad le permite construir un territorio de encuentro.
Este retorno a la moral, y al mundo de las creencias personales, lo realiza Lapuente sin perder pie en su condición de doctor en Ciencias Políticas, porque la recuperación que defiende del mundo interior, la introspección y la búsqueda de la virtud nos es presentada no solo como una vía para el mejoramiento personal, y la búsqueda personal de sentido, sino como el único camino posible para sanar las malheridas democracias occidentales.
«El principal desafío para la convivencia democrática nunca es externo, sino que proviene del interior del ser humano. El enemigo está dentro de nosotros, con lo que, como sociedades, requerimos de un entramado moral fabulosamente sólido (…) Ese armazón moral imprescindible para asegurar la convivencia se está desmoronando debido a que hoy vivimos en el imperio del interés personal, en una auténtica egocracia», afirma Víctor Lapuente. Por ello, invita a abandonar el individualismo exacerbado, «tanto el económico de derechas como el cultural de izquierdas», para proclamar: «Tenemos que salvar el capitalismo de los capitalistas desatados y al progreso social de los progresistas desenfrenados». Con ello, Lapuente no solo hace justicia a la transversalidad de los errores que nos atenazan, sino que, al tiempo, teje un discurso dirigido a los hombres sensatos de cualquier espacio ideológico, a aquellos que no se resignan a la deriva enloquecida de las sociedades occidentales del XXI.
Es más, incluso en su decidida defensa de la fe en Dios asoma una intención política de trasfondo, como puede verse en este párrafo con claridad. «He aquí, pues, la paradoja definitoria de nuestro tiempo: cuanto más ateos nos hacemos, más mesiánica se vuelve nuestra política. Volcamos en ella nuestras esperanzas de sentido vital. Y esto tiene consecuencias desastrosas para la convivencia. La pasión religiosa, la fe ciega, reemplazan en la plaza pública a la razón y la evidencia». Lapuente aboga, por tanto, por colocar la inevitable religiosidad del hombre en su sitio, en el altar de las religiones, para evitar males mayores.
Con plena lógica y coherencia, el autor del Decálogo del buen ciudadano reivindica también la evangélica separación entre los mundos de Dios y del César, porque nada bueno surge de la fusión de ambos, sobre todo si quien marca la pauta es la voluble política y a la moral ciudadana le toca saltar la comba de cada novedad, o de cada ocurrencia, un tanto a la desesperada. «La clave de bóveda de las buenas sociedades: la separación entre, por un lado, lo espiritual y moral, y por el otro, lo terrenal y político. Dios o la patria dan sentido a tu vida y unas guías morales para conducirte por ella», explica, pero «en política hacemos lo que funciona mejor, no lo que Dios nos dicta». Reaparece aquí una visión pragmática y liberal de la gestión pública que ya era el centro de uno de sus libros más conocidos, El retorno de los chamanes. Allí, y aquí también, se revuelve Lapuente contra los vendedores de imposibles, los mercaderes de ilusiones que no es posible concretar en la realidad y que no pueden generar nada más que decepción, ira y frustración.
Por ello hay que entender la defensa de la fe religiosa de nuestro politólogo como una opción utilitaria y práctica en el más estricto sentido. Y también en el más noble. Aquí lo explica: «He aquí uno de los hechos más curiosos de nuestro tiempo. Las personas que en su esfera privada creen más explícitamente en un dios o en una patria, en su faceta pública son más pragmáticas que las ateas que, para llenar su vacío espiritual, han convertido la política en una religión». Vemos aquí de nuevo al politólogo construyendo su modelo a partir del respeto a las evidencias.
Hay que resaltar, asimismo, su lucidez para denunciar el abandono de la introspección y de la mirada interior, sustituidas por un emborrachamiento de exterioridades (redes sociales, estímulos, fiestas, videojuegos…) que vacían al hombre. Y hay que valorar también en su justa medida su atrevimiento para denunciarlo como una de nuestras carencias. Por no hablar de su afirmación desacomplejada de que «la vida es algo más que la acumulación de bienes y la obtención de satisfacciones» tan completamente a contracorriente de los tópicos habituales.
Lapuente no oculta que comenzó a escribir su libro tras serle diagnosticado un cáncer, una de esas circunstancias inesperadas de la vida que a veces colocan a las personas en un estado de gracia que les permite distinguir con claridad lo importante de lo accesorio. En su caso, probablemente lo llevó, en lo teórico, a poner el foco en la necesidad que las personas tenemos de encontrarle un sentido a la vida, y, en lo práctico, a decidir que su misión iba a ser aportar su modesto grano de arena a superar la división social que nos atenaza. Hay que leer su Decálogo del buen ciudadano como su aportación personal a esta causa.
La felicidad verdadera sólo se puede conseguir mediante una vida virtuosaVictor Lapuente, Decálogo
Frente al creciente narcisismo, Víctor Lapuente propone la recuperación del sentido comunitario y de pertenencia; al individualismo extremo contrapone la conciencia de que somos entre otros y con otros; contra el victimismo, reivindica el valor de la responsabilidad propia, el sentido del deber y la necesaria gratitud por todo lo recibido; ante la caótica, contradictora e insostenible moral de la corrección política, nuestro autor invita a volver a los fundamentos de la moral clásica, plasmados en lo que Lapuente denomina virtudes capitales, pero que en realidad son las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza) más las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad, que en su texto aparece renombrada como amor).
Esta vuelta a las virtudes es especialmente relevante en un mundo que había decidido postergarlas en favor de los ‘valores’, un concepto difuso que recogía parte del contenido de las viejas damas, pero que las sometía al vasallaje de lo político y la moda. Los valores tienen más que ver con las creencias políticas que con los comportamientos, con la exhibición de una posición moral (y, por tanto, con el fariseísmo) que con la verdadera virtud, que nace de la práctica, del comportamiento y del esfuerzo. Esto lo ha entendido con plena lucidez Lapuente cuando proclama que «la felicidad verdadera sólo se puede conseguir mediante una vida virtuosa». Ello lo lleva a entender que las dificultades con que nos golpea la vida a menudo son «aliadas» de nuestro proceso de crecimiento personal, una idea que bebe del concepto de antifragilidad de Nassim Nicholas Taleb: necesitamos enfrentarnos a problemas para desarrollar nuestras capacidades; la hiperprotección genera debilidad. Lapuente lo formula de este modo: «Un infortunio, como recordaría Séneca, es un ‘mero entrenamiento’ que te exige y te cansa, pero a la vez te vuelve espiritualmente más fuerte». Y ello porque, aunque la persecución de la virtud conllevará momentos de sufrimiento, «nada nos producirá más placer que cumplir nuestro deber». En última instancia, apostilla, «las dificultades sirven para mostrar de qué estamos hechos».
También ha detectado agudamente Lapuente que las actitudes que se nos proponen para movernos por la vida (aceptación, dignidad, alegría, amistad, asertividad, autenticidad, autocontrol, autonomía, confianza…) no solo se contradicen a menudo entre sí, sino que «son en realidad aptitudes que tienen como objetivo metas externas al individuo, como la fama o el éxito profesional. Propósitos atractivos, pero peligrosos, porque no dependen de nosotros». Y es que Lapuente no olvida la máxima principal del Manual de vida del estoico Epicteto, aquella que distingue entre las realidades que están bajo nuestro control, que son aquellas a las que debemos entregarnos con más ahínco, y aquellas que no están en nuestras manos y que debemos, primero, aceptar, y, segundo, encajar con deportividad.
En cierto modo, Decálogo del buen ciudadano es el libro que la realidad, con sus despropósitos, contradicciones y miserias, llevaba décadas escribiendo en negativo, a la espera de una mente lúcida que fuera capaz de interpretar los signos y pasara a limpio el espectacular desconcierto de nuestra posmodernidad. El gran acierto de Lapuente es haberse tomado en serio los gritos de queja de nuestro mundo, y sus señales de alarma, y haber escuchado a los mejores diagnosticadores para, al fin, realizar una propuesta de síntesis propia, con aroma y sustancia clásica, planteada de una forma pedagógica y comprensible. Un libro que ciertamente puede ayudar a sanar nuestras heridas sociales.
Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista.
Ante la revolución del orden tradicional basado en la familia, cabe preguntarse si la memoria legendaria de Troya mantiene todavía encendida la piadosa resistencia de Telémaco o de Eneas (sostenidos por la nueva Rut).