Armando Zerolo | 16 de febrero de 2021
No creo que vayamos a salir mejores de todo esto porque sí, porque nos lo propongamos. Algo habrá que hacer, y no sé qué es. Solo sé que el mapa de nuestra sociedad es el cansancio, y de eso sí estoy seguro.
Umberto es un niño rubio en una ciudad sin color. Cava fosas para que los adultos entierren sus miserias y puedan seguir andando sobre ellas. Umberto vive con su familia en una casa a la intemperie, destrozada por las bombas, sin paredes que cobijen la intimidad, sin umbral que delimite lo público de lo privado. Su padre es un hombre íntegro, el único que conserva la vieja moralidad antes de que la guerra la llamase a filas para ametrallarla. Pero esa moral es tan vieja e inútil como el padre, postrada en la cama, flácida como la piel que cuelga del esqueleto descarnado. El otro adulto en la vida familiar de Umberto es su hermano mayor, un vago, un holgazán, una costra que se pega al cuerpo social, una persona incapaz de recoger el testigo generacional y ocupar el vacío que deja el padre.
Umberto sale a por trabajo, pero los suyos se lo rapiñan. El mundo adulto exterior es egoísta e implacable. Anda entre los cascotes de una ciudad arrasada por los bombardeos. Pisa los charcos de sangre y aceite, las tripas vacías de hombres y máquinas mezcladas en un lodo alquitranado que pavimenta las calles. Ese es el suelo por el que camina el protagonista de una época. Elisabeth Asbrink nos lo recuerda con las palabras de Richter, el poeta alemán de la posguerra, el que puso palabras a las heridas de la generación del 47: «Lo que caracteriza nuestro tiempo son las ruinas. Rodean la vida. Son el símbolo exterior de la inseguridad interior del ser humano en nuestro tiempo. Las ruinas viven en nosotros y nosotros en ellas. Son nuestra realidad, una realidad que quiere que se le dé forma».
Umberto, el niño protagonista de Alemania, año cero (1948), de Rossellini, camina entre las ruinas de sus mayores, pasea el legado de sus padres y clama por el abrazo de su patria. Solo lo encuentra en jóvenes que están en la primera edad y ya devorados por los vicios de sus padres, prostituidos y vendidos antes de florecer; o en un benefactor que le ofrece ayuda, pero en realidad es el vampiro que chupará la última sangre viva y fresca que parió la patria infecta. Un proxeneta de la peor calaña que provocará que Umberto mate a su padre por el supuesto bien de todos. Un proxeneta que vivirá para ver cómo Umberto se precipita al vacío desde un edificio sin paredes, sin intimidad, solo esqueleto sin carne, sin vida, sin cuadros en las paredes ni alcobas con sábanas limpias. Umberto salta desde un mundo que es un trampolín a una piscina sin agua.
Rossellini nos ofrece otra imagen para la memoria en Roma ciudad abierta. Niños, otra vez los niños, los habitantes de todos los «años cero» de la historia. Agarran con sus dedos tiernos una alambrada metálica, que es el muro que separa el mundo adulto del mundo de los niños. Ambos mundos separados por espinos. Al otro lado de la valla contemplan un fusilamiento. Roma ha sido ocupada por los nazis, Italia es una puta que comparte su alcoba con el mejor postor, y sus padres visten el uniforme de los que van a fusilar al cura, el único que sabía que «morir bien es fácil, lo difícil es vivir bien». Miran entre alambres a sus padres formar para disparar, y fallan todos. Nadie quiere matar al cura, lo tiene que hacer el oficial alemán, pero nadie se atreve a resistir, porque el que resiste muere. Los niños dejan de mirar ese mundo adulto que solo ofrece horror, crueldad y cobardía. Y tras de sí aparece un largo camino con Roma al fondo, vacía y sin referencias. Otro año cero, otro vacío infinito como única propuesta para una nueva generación que tiene que empezar, que debe salir a la vida en plena posguerra.
¿Qué nos podría hacer pensar que ese «salir» después del horror de la guerra sería un «salir mejores»? ¿Siempre se sale mejor de una experiencia traumática? Eso me preguntaba en marzo de 2020, recién declarado el confinamiento domiciliario en plena pandemia sanitaria. Los aplausos de mis vecinos caían sobre mí como un dardo acusador, y las sirenas de la policía el día del cumpleaños de mi vecino me alegraron el corazón. Pero no podía ir más lejos en mi juicio: los postureos en RRSS y prensa no eran creíbles. Me asomé a la historia, busqué un drama histórico contemporáneo, y buceé en los sentimientos artísticos de una generación. Me embebí de neorrealismo italiano y encontré un futuro simbolizado por vías de tren sin destino, caminos tortuosos, islas volcánicas en ebullición, barcos ruinosos, y travesías imposibles. Vi un país encarnado en putas, vagos y maleantes, y personajes aislados tratando de salir adelante a fuerza de músculo. Me encontré con la desesperanza, el cansancio y un moralismo exacerbante.
Vivimos con el alma ocupada por una angustia culpableManuel Cruz, El virus del miedo
Me pregunto ahora cómo será nuestro año cero. ¿Saldremos mejores de todo esto? No planteo analogías históricas, que siempre son peligrosas, pero sí rebato leyes históricas, que siempre son falsas. No creo que vayamos a salir mejores de todo esto porque sí, porque nos lo propongamos. Algo habrá que hacer, y no sé qué es. Solo sé que el mapa de nuestra sociedad es el cansancio, y de eso sí estoy seguro. Sé que la incomprensión, la incertidumbre y la inestabilidad generan miedo, y que del miedo no nace la esperanza. Manuel Cruz dice en El virus del miedo (La Caja Books, 2021) que «cada época tiene su propio miedo», y que «si vivir con miedo es siempre motivo de cierto malestar, vivir en el miedo resulta literalmente insoportable». Quizás sea a ese tipo de cansancio al que empecemos a referirnos cuando hablamos de una sociedad que ya no está ni cabreada, ni furiosa, ni combativa, sino cansada.
Cansancio como el que provoca una enfermedad mental. Esa fatiga que pide reposo, poca luz y cobijo en la habitación. El mismo cansancio que provoca el trauma, el físico o el psicológico, y que exige tiempo de cama. Quien ha pasado por el luto sabe que un año es poco para recuperar el color en las ropas, y que el alma se abriga de negro, porque negras son las noches y oscuro es el frío interior.
Cansancio, cansancio, cansancio… Esa palabra se me ha clavado como una astilla en la epidermis de mi conciencia y ya no me abandona. Cansancio que me pincha cuando tecleo, cuando agarro el picaporte de una puerta, o corto un trozo de carne. Los pinchazos en la piel provocan el acto reflejo de soltar la presa, y así me encuentro incapaz de aferrarme a ningún objeto, porque el cansancio se me ha pegado a la piel y es punzante como una astilla.
«Vivimos con el alma ocupada por una angustia culpable», dice Cruz, y es posible que la culpa aflore de nuevo, como una herida mal curada que supura, y también es posible que, por fin, se nos caiga la costra y, como escribe Rigoberta Bandini, «lleguemos a la herida humana para intentar transformarla en belleza, dialogando con Dios», con nosotros y con nuestra experiencia.
Eso sí lo vi en el neorrealismo italiano, vi la belleza extrema que nace de la herida y que nos reubica en la posición moral original: «Aquí estoy». Todo año cero es un nuevo acto de presencia.
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