Isidro Catela | 23 de febrero de 2021
El Gobierno acaba de dar la razón a la Iglesia: no ha habido ninguna irregularidad en el asunto de las inmatriculaciones. Un enorme valor que se pone al servicio del bien común, en bienes que son, en muchos casos, patrimonio de todos.
Conocemos bien la cantinela de que la Iglesia tiene muchas propiedades y mucho dinero. La idea cala como lluvia fina y lleva habitualmente la indisimulada intención de erosionar la imagen de la institución, que –para más inri- se supone que debería desprendérselo todo y dárselo a los pobres. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, en los últimos tiempos, sí hemos aprendido una palabra nueva con la que engordar la falacia: ‘inmatriculación’. La Iglesia estaría arrapiñando propiedades aquí y allá, poniéndolas a su nombre sin supuestamente contar para ello con derecho alguno. El relato tiene todos los ingredientes de los amantes de esa mentira contemporánea que, eufemísticamente, llamamos posverdad.
Aquí van algunas consideraciones previas sobre el hecho en sí, algunos datos y, como coda, algunas claves de interpretación.
Inmatricular es inscribir por vez primera un bien en el Registro de la Propiedad. Esta acción implica que los bienes de los que se trata no han estado nunca, ni en todo ni en parte, inscritos, pues de lo contrario sí que se produciría una irregularidad manifiesta: la de la doble inmatriculación. Contra lo que algunos dan a entender, no se la apunta el que llega primero, como si la Iglesia hubiera estado más pilla que nadie y hubiera apuntado a su nombre lo que no le correspondía. Para inmatricular un bien en el Registro de la Propiedad es imprescindible acreditar el título de propiedad, o realizar el llamado «expediente de dominio», o bien mediante certificación. También, contra lo que muy probablemente hayan leído o escuchado por ahí, la inmatriculación de los bienes no otorga la propiedad. Se trata únicamente de una función probativa, que lógicamente otorga seguridad jurídica. Nada más y nada menos. El sistema de inmatriculación, además, «se protege» abriendo un período de dos años de provisionalidad para corregir errores, presentar alegaciones y que quien considere (con las pruebas mencionadas) que tiene mayor derecho, que así lo haga saber.
Ya sabemos que quienes airean un supuesto escándalo, en ocasiones, reculan con el silencio ominoso o con una rectificación como aguja que hay que buscar en el pajar mediático. Lo cierto, y lo que tal vez ustedes no hayan leído ni escuchado en ninguna parte, es que el Gobierno de España le acaba de dar la razón a la Iglesia: no ha habido ninguna irregularidad en el asunto de las inmatriculaciones. El Ejecutivo ha hecho público un amplio informe en el que se certifica que un total de 35.000 inmuebles, de las casi 40.0000 instituciones de la Iglesia, se han inmatriculado en el período previsto por la legislación vigente. Los datos claros: 34.961 propiedades, que las numerosísimas entidades que componen la Iglesia inmatricularon conforme a derecho entre los años 1998 y 2015.
La historia de la Iglesia en España tiene huellas milenarias. Nunca, hasta 1863, existía la necesidad de garantizar la propiedad de unos bienes cuya propiedad, al igual que sucedía con muchos bienes de particulares, nadie ponía en cuestión. Háganse una pregunta desde el sentido común y la verdadera memoria histórica: ¿de quién iba a ser si no, pongamos por caso, un monasterio o una catedral?
En 1863 se crea en España el Registro de la Propiedad, a partir de la ley hipotecaria de 1861, pero se impide a la Iglesia inmatricular los bienes, porque se consideraba que la propiedad era evidente y, además, no podían ser objeto de comercio. Así fue hasta 1998, momento en el que se le permite inmatricularlos. Lo hace para garantizar su identidad y finalidad: bienes que no sean lo que no han sido, que puedan custodiarse y seguir usándose para lo que en un principio fueron creados y para que, en definitiva, puedan servir, no al bien particular de unos pocos, sino al bien común.
El secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal Española, el obispo auxiliar de Valladolid, monseñor Luis Argüello, ha hablado con una claridad meridiana: la Iglesia no quiere que esté a su nombre nada que no sea suyo. En cualquier caso, y como la ley prevé el plazo aludido, si viniese alguien con mejor derecho y pudiera revisar la inmatriculación realizada, cada institución de la Iglesia que haya inmatriculado estaría dispuesta a hacer la revisión que procediera. Puertas abiertas y transparencia, de palabra y de obra.
Bien está lo que bien termina y bien ha estado el reconocimiento que el Gobierno ha hecho. Legalidad en el respeto de los plazos y respuesta –por el momento inapelable- cargada de razones que apelan al origen, al fundamento y finalidad de los bienes, y al curso de la historia. Son bienes en los que –parafraseando al poeta- solo el necio puede confundir valor y precio. Un enorme valor que se pone al servicio del bien común, en bienes que son, en muchos casos, patrimonio de todos, joyas artísticas y culturales, y que, en cualquier caso, ofrecen un inconmensurable retorno a la sociedad, en forma de actividades propias de la comunidad cristiana, como pueden ser la liturgia, la catequesis, o las variadas formas de caridad y atención al que más lo necesita. Bienes que han estado siempre ahí, con las puertas abiertas, antes, durante y después de cualquier crisis que nos haya podido golpear.
Creativo no es quien acumula potencialidades —con el lenguaje de hoy: quien rebosa talento—, sino quien da a luz algo que el mundo nunca ha visto. Crear es un acto de gracia.
Resulta incomprensible que en un país como España, donde los mártires se cuentan por miles, no solo no haya más cruces que recuerden su amor y su memoria, sino que algunos se empeñen en quitarlas.