Armando Zerolo | 02 de marzo de 2021
Occidente es río, vía romana y camino de hierro, es catedral y es palacio. En el Danubio, en el Rin o en el Duero se decanta el sedimento de una cultura que nos confiere una identidad de viajeros, navegantes y colonos.
Los veranos de agosto en Castilla pasaban tan lentos como la estela que dejaba el avión que va de Oporto a París. Esos aviones volaban dibujando caminos en el cielo azul, y los esperábamos como nuestros abuelos esperaban el tren que venía de La Coruña. Las vías trazaron una huella tan pasajera en el páramo como efímera era la estela en el cielo. Humo eran, y al humo volvían, sin saber si los caminos de hierro se reflejaban en lo alto, o si el rastro aéreo proyectaba su sombra sobre el campo.
En el jardín de casa había un banco de madera que mi abuelo había diseñado copiando unos que había en la vieja estación de Atocha. Eran de la «edad del hierro», un guiño a la modernidad y a la cubierta de la estación, pero mi abuelo los modificó subiendo el respaldo para que la cabeza pudiese descansar mirando al cielo. De esta manera él también trajo los trenes a nuestra casa de Valladolid, sabiendo que las vías de hierro y las de humo se unen en algún punto.
En aquel banco nos sentábamos a preguntarnos qué hacer en las tardes de verano. La pregunta era más importante que la respuesta. «¿Y ahora qué hacemos?», preguntaba alguno de los chavales cada cierto tiempo, para volver a no hacer nada, hasta que surgía la magia de la idea. En una de esas tardes muertas, llegó una de nuestras tías a proponernos una excursión. Iríamos a ver algunos pueblos cercanos que «teníamos que conocer».
Una ruta que, de oeste a este, caminando contra el sol, recorrería San Esteban de Gormaz, Burgo de Osma y terminaría en Calatañazor. Un camino trenzado con el Duero, unas veces al norte, otras al sur del río, la carretera transcurría a lo largo de la tierra de frontera, jalonada por pueblos de reconquista. El Duero no solo fue la primera vía que llevó algo de Castilla a Oporto, mucho antes de que las estelas de los aviones nos uniesen en una línea recta, sino que el río también fue una delicada membrana que separó y unió dos mundos durante mucho tiempo. El Duero es un río atípico que fluye de este a oeste, como el sol, pero también de norte a sur, transportando y sedimentando la larga tarea de construcción del suelo nacional que pisamos hoy.
De todo esto yo no me daba cuenta. No veía fluir una cultura común. Solo veía las hileras de chopos crecer en los cauces incultos de las tierras de cereales, formando esos peines que acarician las pocas nubes que se dejaban ver, veía las casas de labranza solitarias en medio del páramo, y el asfalto evaporarse ante nosotros. Pero no veía ni tierra de fronteras, ni rutas al Atlántico, ni sabía exactamente a dónde iban todos esos aviones, ni por qué se abandonaron las estaciones ni las vías de tren.
Llegamos al primer alto en el camino. Conservo la imagen viva de San Esteban de Gormaz, su calle Mayor, que como otra vía más, recorría los muros blasonados de la vieja Castilla, la del Cid y los primeros pasos al sur del Duero. Y la recuerdo como recuerdo las vías del tren, cubiertas del óxido y la vegetación que sale entre las traviesas de las rutas abandonadas.
Luego vino Burgo de Osma y su catedral. Este puede que sea el primer recuerdo claro y conciso que tenga de lo que es la identidad como sedimento: la incorporación de diferentes elementos arrastrados por el flujo temporal y social. Me impresionó la catedral, que sumaba estratos arquitectónicos como quien superpone eras arqueológicas. He de reconocer que a mi mentalidad preadolescente la mezcla y la cacofonía de estilos le produjo rechazo. Prefería la robustez románica, o la esbeltez gótica, pero la mezcla, ¡Ah, eso no! Me decía a mi mismo, «o lo uno, o lo otro». Aquel viaje terminó en Calatañazor, «donde Almanzor perdió el tambor». Su armonía medieval, la homogeneidad «turistificada» de su arquitectura, y las amplias vistas a un paisaje familiar me volvieron a apaciguar. La simpleza es el consuelo de los espíritus inacabados. Compramos un tarro de miel para mi madre y volvimos a casa, esta vez sí, siguiendo la corriente del río y echándole una carrera al sol.
Ese viaje fue el inicio de mi otro viaje en el tiempo, el viaje hacia la propia identidad, tan ligada a los surcos en el cielo, a las vías de tren, y al Duero que desemboca en el Atlántico. Caminos y más caminos, andar y construir, con compañeros de viaje, andando los pasos de esos hombres que en el siglo XI empezaban a cruzar el río hacia el sur, y que avanzaban por tierra de nadie, edificando sus casas en la marca. Avanzaban juntos, y juntos se iban construyendo su identidad conforme andaban. Como la catedral de Burgo de Osma, que ahora aprecio por encima de casi todas las cosas. Un edificio que es la identidad cultural con la que me identifico, porque ha ido incorporando las idas y venidas de un pueblo en construcción. El sedimento de una tarea común, que mira más a lo que es posible realizar juntos que a lo que hay que defender, ha dado como fruto un edificio con una identidad propia.
Siguiendo el viaje por las riberas de la identidad, podemos seguir ese otro cauce del Duero que fluye de norte a sur y desemboca en Granada. Es un fluir distinto, el de la experiencia compartida convertida en cultura. Los primeros que cruzaron el Duero pusieron punto y seguido a su aventura en la Alhambra, con un edificio que contiene un mundo redondo en su cuadratura. El palacio de Carlos V es como la catedral de Burgo de Osma, pero bajo el tamiz del racionalismo renacentista. Es una expresión formalizada de la identidad como incorporación. Es una de las maravillas arquitectónicas y culturales, un «milagro», como dice Pedro Torrijos. Es una innovación de estilo y, al mismo tiempo, una excepción en su época que permitió conservar el conjunto andalusí. Es un espacio intemporal que se abre circularmente al cielo, es la conexión entre lo pasado y lo futuro, la síntesis de una experiencia histórica y el umbral entre dos épocas.
Una de las notas de la identidad occidental es que fluye como lo hacen los ríos, y una de las viejas tentaciones es escribir lo que somos en una piedra o en un libro, como hacen algunos orientales. Pero occidente es río, vía romana y camino de hierro, es catedral y es palacio. En el Danubio, en el Rin o en el Duero se decanta el sedimento de una cultura que nos confiere una identidad de viajeros, navegantes y colonos. La nuestra es una identidad sedimentada, es lo que queda, lo que había y lo que se añade. Es tan viva como el agua, y tan fija como el cauce.
La Belleza nos asalta en cualquier momento y circunstancia, no pregunta, se regala alegremente cuando quiere, igual que se esconde cuando le interesa.
El templo es -como la tumba- un recinto erigido que separa lo profano de lo sagrado, es decir, de lo dedicado a un dios cuya ausencia ahí es tan intensa que lo hace patente y localiza su poder, su realidad.