Javier Arjona | 13 de marzo de 2021
En el año 1906, la sobrina de Eduardo VII de Inglaterra contrajo matrimonio con Alfonso XIII para convertirse en reina de España. Veinticinco años más tarde, habría de partir al exilio para regresar a su país de adopción en 1968, con motivo del bautizo del actual rey Felipe VI.
Recién entrado el siglo XX, y después de una larga regencia iniciada en 1885 tras la prematura muerte de Alfonso XII, María Cristina de Habsburgo-Lorena dejaba el trono en manos de su hijo primogénito. El nuevo monarca, único en la historia de España que fue rey desde el momento en que nació, asumía en 1902 la Jefatura del Estado de manera efectiva al haber alcanzado una mayoría de edad que, para la ocasión, se estableció en los dieciséis años. La estabilidad institucional lograda por Cánovas y Sagasta tras el Pacto de El Pardo hizo que no fuera necesario adelantar la proclamación de Alfonso XIII, tal y como había sucedido con su abuela Isabel II, que con apenas trece años juraba la Constitución de 1837 para poner fin a un periodo convulso que acabó con Espartero en el exilio británico.
Corría el año 1904 cuando Antonio Maura, entonces presidente del Consejo de Ministros, decidió abordar la cuestión del matrimonio del monarca analizando los distintos escenarios que la realeza europea ofrecía, polarizada entonces entre los imperios centrales, inclinación por lazos de sangre de la reina madre, y la alianza franco-británica. Comenzaron entonces a barajarse nombres como el de María Gabriela de Austria, hija del archiduque Federico, o el de la princesa Victoria Luisa de Prusia, hija del káiser Guillermo II, mientras sonaban otros más como el de Pilar de Baviera o la princesa Sofía de Sajonia. Sin embargo, pronto cobró peso la idea de una boda con una princesa británica, ya que ayudaría a consolidar la monarquía de la mano de un poderoso aliado como era la Inglaterra del rey Eduardo VII.
El estadista conservador decidió entonces escribir al duque de Mandas, embajador de España en Londres, para sondear la predisposición de la casa real británica. El duque de Connaught, hijo menor de la reina Victoria y enviado como representante del monarca inglés a la proclamación de Alfonso XIII, tenía dos hijas en edad de matrimonio que, además, se mostraban dispuestas a convertirse al catolicismo en caso de concretarse el enlace con alguna de ellas. Sin embargo, el embajador enseguida identificó a la que a la postre sería la elegida: «Hace unos días oí en un almuerzo que la princesa Victoria Eugenia, hija de la princesa Beatriz, hermana del rey, es más bonita y más simpática todavía que las hijas de Connaught…». Fue en junio de 1905, en una visita oficial a Gran Bretaña, cuando el rey Alfonso XIII conocería a la futura reina de España.
Aunque el noviazgo entre ambos parecía factible, y en una fiesta organizada por Eduardo VII en Biarritz aquel mismo verano parece que comenzó el cortejo por parte del monarca español, todavía había alguna que otra incertidumbre sobre el compromiso. La princesa Patricia, hermana de Victoria Eugenia, estaba aparentemente mejor posicionada en aquella singular carrera, toda vez que la segunda tenía casi apalabrado su enlace con el gran duque Boris de Rusia. Sin embargo y según las fuentes de la época, parece que fue Ena, nombre familiar de Victoria Eugenia, quien había cautivado al rey, tal y como atestiguan algunas cartas escritas de puño y letra del monarca. Así pues, la hija de Enrique de Battemberg, una mujer delgada y rubia de ojos azules, alegre aunque tímida y retraída, fue finalmente la elegida por el joven monarca español.
A comienzos de 1906, la relación se había convertido en oficial a pesar de una cierta oposición por parte de la opinión pública, y también de la reina madre María Cristina, a quien no acababa de gustar la candidata por no ostentar el tratamiento de alteza real, su pertenencia a la Iglesia anglicana y por los antecedentes de hemofilia arrastrados por el linaje de la reina Victoria. A pesar de ello, la petición de mano tuvo lugar en el mes de enero de aquel mismo año en Villa Mouriscot, en la localidad francesa de Biarritz, y para cuando las Cortes fueron informadas oficialmente del enlace real, la princesa ya se había convertido al catolicismo, y estaba a punto de serle concedido el título de alteza real por parte del rey Eduardo VII. En el mes de abril, la novia llegaría a España, precedida de la firma de un acuerdo entre ambos países que aseguraba de por vida los gastos de manutención de la todavía princesa Victoria Eugenia, al amparo de la Casa Real.
El enlace tuvo lugar el 31 de mayo en la madrileña iglesia de Los Jerónimos y despertó un enorme interés en un país deseoso de celebrar una boda calificada por los cronistas del momento como «gran suceso nacional». Sin embargo, aquel acontecimiento quedaría trágicamente marcado por el atentado sufrido por la pareja cuando se dirigía hacia el Palacio de Oriente para celebrar el banquete, tras estallar un artefacto explosivo a la altura de la entonces embajada de Italia, en la confluencia de la calle Mayor con San Nicolás. El artífice del intento de magnicidio fue el anarquista Mateo Morral, que poco después se acabaría suicidando, aunque la posterior investigación apuntó sin pruebas a Francisco Ferrer como inductor, el librepensador anarquista que en 1909 acabaría siendo condenado a muerte por su implicación en la Semana Trágica de Barcelona.
Los años siguientes fueron ciertamente complicados para la reina Victoria Eugenia, a la que le costó encajar en una corte que ella misma calificó tiempo después como muy cerrada y con un cierto atraso tecnológico en cuestiones tan simples como la propia calefacción del Palacio Real. Ena pronto comenzó a revolucionar las costumbres de entonces, cambiando las comidas, normalizando el hecho de que las mujeres pudieran fumar en público o introduciendo una nueva moda en el vestir que escandalizaba a determinados sectores de la época, incluyendo a la propia reina madre, con la que nunca logró tener una relación ni sencilla ni cordial. En 1908, según explica Javier Tusell en su biografía sobre Alfonso XIII, Victoria Eugenia no lograba hacerse a las costumbres españolas, ni había aprendido todavía la lengua.
La reina tampoco acababa de encajar en las residencias oficiales de Madrid o San Sebastián, y buscaba, siempre que era posible, la soledad de La Granja o el Palacio de la Magdalena de Santander, que le recordaban sus años de niña viviendo en la isla de Wight, en contacto con la naturaleza y alejada de la gente, hecho que probablemente contribuyó a definir ese carácter retraído que la caracterizaba. Victoria Eugenia no había tenido contacto con España hasta que conoció a Alfonso XIII, y la única vinculación con su país de acogida había sido el hecho de que la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III, fue su madrina de bautismo. Esto permite explicar lo alejada que estaba de festejos populares y castizos como las corridas de toros, y la necesidad que tenía de mantenerse fuera de una vida social que le resultaba algo ajena.
Con Alfonso XIII tuvo siete hijos, de los cuales Alfonso y Gonzalo heredaron la enfermedad de la reina Victoria y murieron en sendos accidentes de tráfico por hemorragias internas como consecuencia de la hemofilia. La vida marital con el rey se fue enfriando con el paso de los años, y por ello, cuando se proclamó la Segunda República y los reyes hubieron de exiliarse en Francia, se produjo una separación entre ambos que oficializó la que de facto llevaba años latente. Victoria Eugenia de Battemberg solo volvería a pisar España en una ocasión, en el año 1968, y fue para asistir al bautizo de su biznieto Felipe de Borbón, actual rey de España. Se hospedó entonces en el Palacio de Liria y recibió el cariño de un pueblo que no la había olvidado, llegando a saludar en un largo besamanos a las más de 20.000 personas que se acercaron a verla.
Este 8 de marzo pocas feministas se acordarán de Victoria Kent, una mujer pionera en el ejercicio de la abogacía en España. Católica y librepensadora, como directora general de Prisiones republicana se mostró partidaria de la reinserción social de los encarcelados.
La respuesta popular al reclutamiento de reservistas con destino al norte de África se tradujo en una maniobra anarquista para culpabilizar a la Iglesia de los males que aquejaban a España.