José María Contreras Espuny | 18 de marzo de 2021
Dice el salmo que dichoso el hombre que llena con hijos su aljaba, y lo usual en el Camino, al menos hasta ahora, es tener una aljaba grande, de al menos nueve plazas, de esas que pitan cuando dan marcha atrás.
Cruzamos media Europa embutidos en un autobús para formar parte del momento decisivo. Este tendría lugar en Ámsterdam, Sodoma del cannabis y los escaparates con carne empecatada. Se nos había encomendado alborotar Francia por el camino, aunque por alborotar hay que entender poca cosa: guitarrear, bailar en corro, ir a misa en rebaño y darle paseítos a la pancarta: Parroquia de Nuestra Señora de la Victoria, rezaba, Ven y sígueme. Y así lo hicimos hasta llegar al plato fuerte.
Éramos 35.000 jóvenes del Camino Neocatecumenal en las gradas del Ámsterdam Arena. Kiko Argüello llevaba un rato perorando, como suele, largo y enfático, con su poquito de anécdotas y su poquito de Fin de los Tiempos. Según su costumbre, sacó la cruz de su base, la utilizó a modo de báculo, se enganchó a ella, la enarboló, la zarandeó y pareció a punto de lanzarla por los aires como una jabalina. Luego tomó la guitarra y, como siempre, se convirtió en Paco Ibáñez si Paco Ibáñez hubiera tenido un encuentro camino de Damasco. Hizo el consabido gesto a la orquesta y unos cuantos violines intentaron… No se sabe en realidad, llevan años intentando algo, pero es difícil saber el qué porque nunca lo consiguen; son caprichos del profeta, disonancias del profeta.
¡Sedere!, ordenó entonces. ¡Sentaos!, tradujo; y es que, aunque español de León, Kiko hierve en italiano. Había llegado el momento. ¡Aquellos! Sí, los que caminan por allí, por favor, que se sienten. Oteó el graderío y señaló: ¡Oye, vosotros, sentaos! Chist. Y así hasta que 35.000 personas permanecieron sentadas, en silencio. Unos miraban atentamente al escenario, otros miraban atentamente a estos y apostaban: seguro que se levanta. Pedid al Señor que mande obreros a su mies, dijo en actitud orante, mirando al suelo. Unos segundos después, levantó la vista: Ahora, si algún chico o chica siente que el Señor lo llama a la vida consagrada, que se ponga en pie. En un principio nada. Luego, solitario, como era de esperar, un polaco. ¡Coraggio, fratelli!, gritó de repente Kiko y su voz detonó primero en el pecho de decenas, luego de cientos de jóvenes que se pusieron en pie y bajaron a riadas de las gradas al escenario, antesala del seminario o el convento. El estadio entero empezó a tronar al ritmo de los grávidos acordes: Eres hermoso, el más hermoso, de los hijos de Adán.
Para nosotros aquello resultaba emocionante desde luego, pero también normal. Éramos hijos del Camino, nos habíamos criado en él; de hecho, le debíamos la vida, a qué si no ser el quinto de nueve o el octavo de doce. Y aunque en esos encuentros se piden vocaciones a la vida consagrada, la inspiración y la base del Camino son las familias, y por familias se entiende encadenar embarazos hasta que los ovarios presenten su dimisión. Dice el salmo que dichoso el hombre que llena con hijos su aljaba, y lo usual en el Camino, al menos hasta ahora, es tener una aljaba grande, de al menos nueve plazas, de esas que pitan cuando dan marcha atrás.
Esta fecundidad era lo normal para nosotros, no para el resto. Ni siquiera en una zona tan católica como la campiña sevillana nos librábamos de las metáforas de nuestros correligionarios –tu madre es una coneja y vosotros una plaga– ni de la condescendencia a regañadientes por la barbarie de nuestros padres. Y, así, poco a poco fuimos llegando al convencimiento de que católicos, lo que se dice católicos, no éramos más que nosotros; quizá también el Opus, pero de eso no había en mi pueblo. Por lo tanto, para no vivir alejado de la Gracia, soltería o esterilidad o carné de familia numerosa; categoría especial por supuesto, la duda ofende. Y claro que eso no es así, ni siquiera en el Camino, pero también es un poco así.
Todo este jaleo neocatecumenal parte de una inspiración mariana que recibió Kiko entre chabolas. Pronto se le unió Carmen Hernández, química, teóloga y responsable de ese aire judío que atraviesa al Camino de punta a cabo. Muchos lo consideran un movimiento fundamentalista. Son como gente de la Obra, dicen, pero de izquierdas. Y supongo que esa izquierdad la fundamentan en que, por lo común, los kikos son barbudos, van de aquí para allá en furgonetas abolladas y no fundan colegios que te obligan a hipotecar el aliento. Pero fundamentalistas igualmente, porque siguen la Humanae Vitae, a menudo incluso la miran por el retrovisor. Cuando salió la encíclica de Pablo VI, escandalizó a unos, entusiasmó a otros y ratificó algo que el Camino llevaba años haciendo y predicando.
El ejercicio responsable de la paternidad exige que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valoresPablo VI, Humanae Vitae
La idea es abrirse a la vida, pero abrirse en canal. Tener tantos hijos como te quepan es cosa de paganos, especialmente de paganos bautizados. Hay que tener más. Los que quiera que hayas imaginado, elévalo al cubo. Y no se trata de que, como cantaban los Monty Python, every sperm sea sacred, pero, de nuevo, casi que sí. Y es cierto que en la encíclica se habla de paternidad responsable, pero eso suena a los oídos neocatecumenales como el divorcio que Moisés consintió a los israelitas por la dureza de su corazón. No hables de salud a unas madres que coleccionan cesáreas como cromos, o de economía a quienes aspiran a vivir como las aves del cielo o a vestir con el esplendor de los lirios del campo. Ten hijos hasta la exasperación, pues Dios así lo quiere, y todo lo demás te será dado por añadidura.
Y eso fueron nuestros padres. Y de su fiel insensatez nacimos los hijos del cuerpo. Ahora ha llegado nuestro turno y ya puedo asegurar que no estaremos a la altura. Aquellas palabras que los enardecieron, a nosotros nos resultan, sobre todo, fastidiosas. Languidece el incendio que prendió a aquella generación. Es comprensible: ellos llegaron desde fuera, recibieron casi como conversos un anuncio que los salvó a base de complicarles. Nosotros, en cambio, nacimos dentro, fruto de esa complicación. Y como lo que está vivo tiende a moverse, cualquier movimiento por nuestra parte implica alejarnos de esa novedad que los cegó y que a nosotros nos ha sido repetida a diario, celebrada al menos tres días por semana, machacada en catequesis tan largas que parecían fuera del tiempo.
No somos nuestros padres; aunque sí sus hijos, lo cual supone que, por más lejos que hayas ido a parar, tienes el corazón herrado por ese cristianismo a quemarropa. Pero como ya no eres el iluminado sino el hijo del iluminado, haces cuentas, porque noviazgos largos no los quiere Dios, y si te casas con 28 y tienes el primero con 29 y la menopausia, por regla general, llega a los 50… No te bastan los dedos de las manos. Y te ves implorando espermatozoides perezosos, óvulos esquivos.
A nosotros la verdad nos cayó encima como un fardo y por eso no la amamos, la tememos; no fuimos salvados, fuimos comprometidos. Y nos defendemos con casuística, mezquindad, sarcasmo y trampitas a Dios. Es nuestro sino haber nacido después de Pentecostés, cristianos del tiempo ordinario, a la sombra de unos padres que, estamos convencidos, no tienen la razón, pero que al mismo tiempo, y la certeza es espinosa, tampoco están equivocados.
La maternidad numerosa -para el ethos que va consolidándose en nuestra sociedad a golpe de decreto y con la corriente de la liquidez posmoderna empujando- es un capricho.
Peter Seewald incorpora, junto al contexto de la vida alemana y europea del siglo XX, el estudio de la personalidad de Benedicto XVI, las motivaciones de su itinerario vital, aptitudes y limitaciones, obra teológica, espiritualidad, recepción e influencia de su obra, percepción mediática de su figura y un intento de balance histórico.