Vidal Arranz | 22 de marzo de 2021
No entendió la incomprensión de la Iglesia ante una obra que diagnosticaba con agudeza la derrota social del catolicismo a manos de la frivolidad.
Lo cuenta el jesuita Nazareno Taddei en uno de los momentos más impactantes del documental Fellini de los espíritus, que se acaba de estrenar y que muestra una cara muy poco conocida del realizador italiano: «Esta es la poltrona sobre la cual Fellini se pasó seis tardes llorando tras la primera proyección en Milán de La dolce vita. Lloró al ver que la gente no había entendido lo que quería decir con su película. La Iglesia lo atacaba cuando él había querido hacer una película de inspiración cristiana».
Taddei, por descontado, fue uno de los hombros sobre los que Federico Fellini se consoló, y una de las plumas que defendió su obra vigorosamente -incluso pagando un precio personal por ello- en aquel lejano año de 1960, cuando La dolce vita se estrenó en Italia y desató un vivo debate. La discusión pública se polarizó cuando el entonces arzobispo de Milán, Enrico Montini, luego conocido como Pablo VI tras ser elegido Papa, descalificó rotundamente la película por inmoral. Del mismo lado se colocó la oficialidad vaticana, representada por L’Osservatore Romano. En frente, un puñado de jesuitas, el citado Nazareno Taddei y Ángel Arpa, así como el cardenal conservador Giuseppe Siri de Génova, que la defendieron con firmeza como la denuncia que era del abandono de Dios por parte de la sociedad italiana.
A su lado se colocó el libérrimo Pier Paolo Pasolini, ateo comunista, pero culturalmente próximo al catolicismo, como reveló su respetuosa El Evangelio según San Mateo, un gran amante de los ritos y de la religiosidad popular. Pasolini fue uno de los intelectuales de izquierdas que con más calidez saludaron la apertura de Juan XXIII y que más decididamente se prestaron a un diálogo abierto y desprejuiciado. También fue de los pocos que no se sumaron al entusiasmo por las protestas del 68 y que detectaron enseguida su componente elitista y burgués. Cuando se produzcan en Italia incidentes entre los manifestantes y la policía, Pasolini se colocará inequívocamente del lado de los agentes, pues ahí es donde estaban, según su percepción, los hijos del pueblo, las clases populares por cuya dignidad siempre trabajó. Su intervención en la discusión en torno a La dolce vita fue clara y rotunda: «Para mí es una película católica».
Para cuando la obra maestra de Fellini pudo verse al fin en España, en 1981, hace ahora 40 años, la polémica ya se había desdibujado tanto que casi resultaba incomprensible, aunque, en cierto modo, intentara replicarse aquí con 20 años de retraso. Si en 1960 La dolce vita aparecía como el testimonio valiente y sorprendente, adelantado a su tiempo, de alguien capaz de leer los signos de su época, y que advertía que el catolicismo estaba siendo derrotado en la lucha contra la sociedad de consumo y del espectáculo, en 1981 es que apenas tenía sentido ya el debate: la victoria prácticamente se había consumado, aunque todavía quedaran rescoldos del pasado. Comenzaban los «felices 80» y la sociedad se sumergía, confiada e inocente, en la lúdica lujuria de la frivolidad, el desenfreno y la despreocupación moral. Si en el año 1961 la película de Fellini -con la famosa y sensual escena de Anita Ekberg en La Fontana de Trevi como ariete principal- todavía podía ser acusada de sexualmente incitante y lujuriosa, en 1981 los adolescentes educados en las portadas de Interviú apenas tenían capacidad para entender la polémica. Los ochenta mostrarán la cara liberadora y lúdica de la ruptura de los corsés y límites de la antigua sociedad católica conservadora. Pero los días de vino y rosas desembocarán en la gran resaca social de desconcierto que actualmente padecemos.
Federico Fellini lo vio venir y lo advirtió. Es más, casi podríamos decir que vivió en sus propias carnes cómo su lado católico, anhelante del orden de la familia y eterno buscador de sentido, era derrotado por la poderosa tentación que supone descubrir el poder ilimitado de lo posible: frente a las restricciones de lo real, los vastos territorios de lo soñable. Para un artista que convirtió este conflicto en uno de los ejes de su creación cinematográfica, era difícil encontrar una salida. Y su película no la da. La dolce vita puede interpretarse como un grito de auxilio de alguien que, en realidad, no termina de saber hasta qué punto desea ser ayudado. O que no está dispuesto a aceptar cualquier ayuda.
Probablemente esa ambivalencia la detectó Pablo VI cuando calificó la película como moralmente perniciosa y, en cierto modo, no cabe reprochárselo. La dolce vita es, en efecto, una crónica amarga y desesperanzada de una sociedad a la que ya no sirven, o sirven poco, los discursos generadores de sentido del catolicismo, pero que es incapaz de encontrar alternativa en otra parte. Apenas un atisbo de luz podrá hallar en la escena final quien se esfuerce mucho en el empeño, y no sin dificultad. Antes, cuando el protagonista, el periodista que interpreta Marcello Mastroianni, cree haber encontrado una referencia sólida en la figura de Steiner, una especie de padre simbólico, Fellini ciega esa salida, al hacer que Steiner mate a sus hijos y se suicide luego. Tras eso, solo queda una desangelada celebración de una lujuria incapaz de suscitar alegría o erotismo alguno.
La escena más icónica de La dolce vita es la de Anita Ekberg bañándose en La Fontana de Trevi. Es la única en la que el sexo aparece como algo alegre, sensual, excitante e inspirador de fantasía en un filme en el que el sexo es muy protagonista, pero mayormente se presenta como algo triste y fláccido, como un intento casi desesperado por encontrar en el choque de los cuerpos una chispa de calor humano que pueda sustituir al sentido que no se halla en otra parte. Sin embargo, con ser su emblema visual más icónico, son más relevantes otras dos secuencias. La primera, la inicial, en la que vemos cómo un helicóptero, escoltado por otros, se lleva por los aires una gigantesca figura de Cristo hacia no se sabe dónde. El vuelo de la estatua es contemplado por los vecinos de Roma con curiosa despreocupación, pero en ningún caso con escándalo o con turbación. Cristo se va y aterriza en el Vaticano, en lo que aparece como la expresión más explícita del gran repliegue que se está produciendo ya esos años y aún más después: la religión va abandonando paulatinamente los espacios públicos para refugiarse en los templos y en los «armarios» de cada cual.
Pero aún más relevante es la escena en la que los medios de masas, las televisiones, se despliegan con su aparataje y sus deslumbrantes focos sobre una pequeña comunidad en la que, supuestamente, unos niños han tenido una visión de la Virgen. La aparición es un engaño infantil, como descubrimos enseguida, pero lo relevante es lo que se moviliza en torno a ella: por un lado, muestras de religiosidad supersticiosa y ciega; por otro, el afán de protagonismo de unas gentes que están encantadas de representar el papel de devotos para ser objeto de atención mediática.
Pero, mezclada entre engaños y truculencias, también está ahí la religiosidad más auténtica, dolorosa, desgarrada, que mira al cielo en busca de esperanza, aunque no la encuentre. La escena muestra el gran poder de la sociedad del espectáculo para canibalizarlo todo. También su capacidad para generar realidades ficticias pensadas únicamente en la satisfacción del ojo y de la cámara. En medio de tanta parafernalia tecnológica, a la fe sincera y popular le cuesta mucho abrirse camino, aunque por ahí anda, intentando no ser arrollada. Los focos convierten en espectáculo un milagro que no es tal y una devoción fingida, teatralmente representada. La auténtica religiosidad ya no está ahí, pues ha sido expulsada de la escena y suplantada por una farsa. Su sinceridad frágil no da bien ante las cámaras. Federico Fellini fue de los primeros artistas en darse cuenta de esta gran transformación y de su impacto sobre las vidas de las gentes. De algún modo intuyó que el espectáculo terminaría matando la verdad. Hoy su película se ve con tristeza, incluso con desolación, pero es imposible no rendirse a su terrible capacidad profética.
Con motivo de la presentación en España de «La opción benedictina», eldebatedehoy.es entrevista al periodista norteamericano Rod Dreher. Su obra, publicada en español por Ediciones Encuentro, es considerada por The New York Times como “el libro religioso más discutido e importante de la última década”.
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.