Armando Zerolo | 30 de marzo de 2021
La veracidad nace del amor a la verdad, porque no se practica solo desde el imperativo moral «tú debes», sino también porque es atractiva, porque es hermosa, porque es apetecible.
Desde el fondo de un aula, entre clase y clase, los alumnos ven entrar al profesor atravesando un ruido que tiene la densidad del humo. La perspectiva del maestro no es muy diferente. El pasillo largo es una suerte de tierra de nadie delimitada por el umbral del aula. Una vez que se cruza, uno entra en un espacio distinto, con personalidad, con sus costumbres, su ruido particular y su propio desorden. La perspectiva del alumno y del profesor se encuentran en ese momento en el que se cruza el umbral del aula. El ruido se va suavizando, algunos alumnos todavía no se han dado cuenta de la nueva presencia en el aula y tardan en callarse. Poco a poco desaparecen los últimos murmullos. Dos mundos diferentes se encuentran en un silencio expectante, y la clase, entonces sí, puede comenzar.
El silencio como espacio de encuentro entre los alumnos y el profesor, entre dos desconocidos, entre los amantes, entre tú y yo, es objeto de admiración. El silencio es lo más difícil de controlar, es imposible poseerlo, y mucho menos organizarlo. El silencio es un imprevisto, casi un regalo, un acontecimiento discreto que es necesario para que todo lo demás suceda. Podríamos decir que el diálogo es una nota a pie de página del silencio.
Con los años de práctica docente, intento prestar cada vez más atención a ese instante original, a ese silencio en el que voy descubriendo que empiezan todas las conversaciones. Normalmente voy con prisa de un lado a otro, corro por el pasillo atendiendo al mismo tiempo al correo electrónico y a la última trifulca en Twitter, mientras escribo en silencio la siguiente página de mi libro imaginario. Entro con mi ruido en clase, con el ruido que soporto callado, con las voces interiores que ahogan mi silencio. Y una actitud mecánica, unos gestos aprendidos con la experiencia, y la rutina, me hacen sobrevolar las circunstancias sin ser consciente de sus infinitas posibilidades. Cuando voy así en mis lunes cotidianos, llevo mi «verdad» por delante, que es mi programa, mi cronograma y mi epigrama. Ametrallo a la audiencia con palabras de plomo, vacío sus cráneos con la cuchara de mi dialéctica, y sustituyo sesos por ideas. Yo tengo mi verdad, he venido a decirla, y he cumplido. Paso una página del programa, y una hoja del calendario.
Otras veces tengo la suerte de detenerme un instante ante ese momento en el que ni ellos ni yo hablamos, en el que me miran y los miro, en el que la adrenalina todavía no ha dado espuelas al caballo desbocado, y el espectáculo aún no ha comenzado. Entonces me pregunto por ellos. No solo me preocupa la claridad de la exposición y la verdad objetiva del contenido, también entiendo la importancia de la sensibilidad para captar su estado, la responsabilidad por lo que pueda pasarles por lo que yo digo, y el profundo deseo de que mis palabras sean comprendidas debidamente y las hagan propias con libertad. En ese momento de silencio, antes de que todo empiece, me debato en el espacio en el que el tú y el yo se tocan sin mezclarse, en el que tu verdad y la mía todavía no se han encontrado, y se me plantea el problema de la veracidad.
La verdad y la veracidad no son lo mismo. La verdad es una cualidad del ser, mientras que la veracidad es una virtud de los seres (humanos). Y lo que aquí me preocupa es cómo ser veraz. ¿Es posible hablar de la verdad sin veracidad? Y, más aún, ¿es posible defender la verdad sin la virtud de la veracidad? Soy experto en decir verdades como puños, en soltar la verdad y que el otro la reciba como un guantazo, sobre todo por WhatsApp, donde no existe el silencio previo necesario, y la única alternativa a la veracidad son los iconos: «No estoy de acuerdo J». Y esa sonrisita acid sustituye la necesidad de la virtud de acercarse al otro desde el amor a la verdad.
Creo que la veracidad es la mejor manera de defender la verdad, pero ¿qué es la veracidad? ¿Qué es esa virtud de la que apenas hablamos y que atribuimos más a las ideas que a las personas? Romano Guardini decía que la veracidad «se refiere a que la verdad no tiene que ver solo con el contenido objetivo de lo que se dice, sino también con el modo en que ese mismo contenido llega a los demás, cómo lo escuchan otros». La veracidad, dice el autor italoalemán, «nos puede llevar a que, conociendo la complejidad de la vida, tengamos que decir a alguien algo que no es objetivamente verdad, pero que es lo máximo que la otra persona podría llegar a considerar como verdad». Quizás un médico entienda bien la diferencia entre la verdad objetiva del cáncer, y la complejidad de la verdad del paciente terminal que recibe la noticia. Seguramente el médico ha experimentado el dolor que produce la distancia entre dos verdades. Hay una diferencia evidente entre la verdad y la veracidad.
La verdad sin veracidad cae en un rigorismo, la veracidad sin verdad no es posible
Guardini, que padeció el problema de la verdad política en primera persona, señalaba que «resulta terriblemente iluminador ver cómo el extremo autonomismo de la verdad (la verdad sin veracidad), propio de la época moderna, ha estado seguido de la despiadada violación de todo conocimiento verdadero por parte de los regímenes totalitarios. En ellos ya ni se habla siquiera de veracidad; sencillamente, la aceptación de la doctrina prescrita o se logra por métodos de sugestión, o se impone por la fuerza». Sin embargo, la cualidad de la verdad, acompañada de la virtud de la veracidad, produce un efecto notablemente diferente, sobre todo en aquel que la practica.
El amor a la verdad hace que nazca en nosotros la virtud de la veracidad. La veracidad nace del amor a la verdad, porque no se practica solo desde el imperativo moral «tú debes», sino también porque es atractiva, porque es hermosa, porque es apetecible. Porque solo la verdad hace que la vida merezca la pena ser vivida, ensancha nuestro horizonte y da cuenta de lo que realmente somos, de nuestra verdadera identidad. Estamos hechos de verdad para la verdad. Y así, cuando la relación con la verdad se convierte en virtud, se muestra en nosotros una actitud práctica, pública y visible, radicalmente diferente, que se percibe sobre todo en la paciencia y el sentido del humor.
El humor nace del amor a lo buenoRomano Guardini, pensador italoalemán
El amor a la verdad nos hace comprender la dificultad que padece el bien para encarnarse en las situaciones concretas, los mil impedimentos que encuentra, la mala suerte, los vicios y torpezas que lo destruyen. El amor a la verdad nos hace ser pacientes con los demás y con nosotros mismos, que es sin duda lo más complicado, porque comprendemos que el bien necesita de nuestra colaboración para hacerse presente, y rara vez lo hacemos todo perfectamente.
El amor a la verdad también hace que florezca el humor. «El humor, dice Guardini, nace del amor a lo bueno», porque sabe, decíamos, que lo tiene muy difícil y, a pesar de todo, sigue apostando por él. Pero el humor, además, «presiente que sus deficiencias son precisamente el necesario abrigo para que el bien conserve su vergüenza y no se exponga por entero».
Paciencia y humor son dos prácticas que nacen de la veracidad, y hacen más por la verdad y por nosotros mismos que muchas otras actitudes más visibles y, aparentemente, más heroicas.
El filósofo parisino, uno de los pensadores europeos más relevantes de nuestros días, analiza el presente y el futuro de la humanidad: «Asistimos a un tremendo ascenso de todo lo emocional y ello conduce a la toma de decisiones sin la suficiente reflexión», asegura.
Los herederos espirituales del «Prohibido prohibir» quedan sujetos a una servidumbre de la que ni siquiera alcanzan a ser conscientes. Están atrapados en su propio espejismo de seres autosuficientes y carentes de arraigo.