Carlos Marín-Blázquez | 20 de abril de 2021
Necesitamos hogares en los que habitar, y no para solazarnos en un egoísmo hermético, sino para crear remansos donde florezca una atmósfera de bienvenida y gocemos de la oportunidad de someter el tiempo de nuestra existencia a un cauce más limpio y humano.
Antes que nada, la casa es un enclave protector. Nos resguarda de la hostilidad de la naturaleza y nos brinda cobijo frente a nuestro terror atávico a que nos agredan. En virtud de esa función primigenia, sus muros no se limitan a ciscunscribir un espacio cerrado, sino que también establecen un límite al sinfín de temores que, desde el instante en que el hombre adquiere conciencia de su vulnerabilidad, atormentan su imaginación. En la casa no solo hallamos refugio frente a la intemperie física; se nos ofrece consuelo ante las repetidas evidencias de nuestra fragilidad de carácter, ante la pulsión tenaz de nuestras penurias psicológicas.
La casa, pues, es primeramente un lugar de asilo. Un baluarte alzado en mitad de la incertidumbre en que tantas veces nos sumerge la experiencia de lo cotidiano. Pero, a medida que este propósito de contención se consolida, la casa se reviste de nuevos atributos. Tendemos a proyectar sobre ella nuestras propias nociones de belleza y equilibrio, de armonía y hospitalidad. Dentro de su esfera, fundamos un orden de acogida. En todo lo que la casa contiene, en la misma delimitación de su espacio, vamos depositando la impronta de nuestras costumbres, el sello que transfiere, incluso a nuestros actos más nimios, un sentido de reconocimiento y fidelidad.
Trascendiendo su finalidad ornamental, le asignamos a cada objeto el carisma de un símbolo. Ya no son simples cosas intercambiables adquiridas en el gran bazar del mundo, sino extensiones de nuestra sentimentalidad y testimonios tangibles de nuestra voluntad de permanencia. En las marcas que evidencian su desgaste escuchamos, agazapado, el profundo latido del tiempo. Y los enseres más antiguos, aquellos que nos legaron las personas que ya no están entre nosotros, se transforman, al margen de su estricta materialidad perecedera, en custodios de nuestra memoria más preciada, en los involuntarios receptáculos de nuestro cariño, nuestra nostalgia y nuestro dolor.
Poco a poco, allí van encontrando cabida todas las dulzuras inocentes de este mundo. La casa ya no es para entonces solo el lugar que ocupamos. Como muy bien explica François-Xavier Bellamy, a partir de cierto momento se convierte en el espacio que nos hemos propuesto habitar. Al decidir permanecer en él, renunciamos a la mayor parte de las posibilidades, por otra parte inabarcables, que se extienden fuera de sus límites. Pero, a cambio, nos comprometemos a organizar nuestra existencia en torno al apego a ciertas virtudes que han de servir de contrapeso al desorden congénito del mundo. En el hogar nuestras vidas se recubren de una pátina de continuidad. La cadena de las generaciones, la transmisión de los principios y de los afectos encuentran ahí el lugar que les es propio. Los aprendizajes que verdaderamente importan (el sentido del deber y la obediencia, la capacidad de sacrificio y autocontrol, el culto a la verdad y la inclinación a ser generosos) fraguan, antes que en cualquier otro dominio de la vida pública, en lo hondo de esta matriz insustituible.
No todo es idílico, desde luego. Y al calor de esa evidencia, algunas de las corrientes psicológicas más influyentes de la contemporaneidad se han esforzado en propagar una imagen del hogar que resalte sus contornos menos luminosos. La popularización de la palabra «trauma» ha ido ligada a este empeño de disolución, no tanto del hogar en tanto espacio físico como de la institución familiar que germina en su seno. En paralelo a esta operación de descrédito, ha emergido la noción, auténticamente revolucionaria, de que lo característico de una vida que aspira a la plenitud ya no reside en la perseverancia en el origen, sino en la entrega a un perpetuo deambular por el mundo, siempre en busca de nuevos hallazgos con que mitigar un tedio que, por lo demás, se diría consustancial a nuestra época.
La estrategia que despunta tras esta nueva forma de adoctrinamiento esconde una doble intención: por una parte, inculca en la mentalidad de las generaciones más jóvenes -si bien bajo el cebo multicolor de una ilimitada extensión de sus posibilidades vitales- la idea de que sus expectativas de futuro han de pasar por la aceptación de su papel en el nuevo mundo globalizado como mano de obra reubicable. Así las cosas, su destino los abocará a una itinerancia crónica, extenuante, que sin duda los medios adeptos al nuevo orden ensalzarán, mediante una retórica engrasada de cosmopolitismo, progreso y emancipación.
La popularización de la palabra ‘trauma’ ha ido ligada a este empeño de disolución, no tanto del hogar en tanto espacio físico como de la institución familiar que germina en su seno
La segunda consecuencia de este proceso en curso resulta, si cabe, más inquietante. La generalización de un modo de vida en el que un porcentaje creciente de jóvenes contemple como un anhelo irrealizable el disfrute de un hogar propio acarreará secuelas de dimensiones antropológicas. Ya no será posible -o cada vez resultará más improbable- quedar inscrito en un ámbito de convivencia ordenado en torno a unas cuantas lealtades comunes. A una generación en perpetuo movimiento, abocada a sacrificar lo mejor de sí misma en el esfuerzo incesante de transitar por lugares de paso, no le quedará otra salida al vacío que se cierne sobre ella que abrazar identidades fluidas, coordenadas de reconocimiento meramente provisionales.
Deseo creer que esta dinámica de desubicación no ha alcanzado todavía un punto irreversible. Pese a la cháchara profética de los apóstoles de los nuevos tiempos, me resulta sumamente desalentadora la perspectiva de un mundo donde llegue a cristalizar la totalidad de sus ideales. Este abandono en manos del fatalismo estadístico y la moral utilitaria contradice de tal modo la verdad de la condición humana que no queda sino aferrarse a la expectativa de una reacción. Necesitamos hogares en los que habitar, y no para solazarnos en un egoísmo hermético, sino para crear remansos donde florezca una atmósfera de bienvenida y gocemos de la oportunidad de someter el tiempo de nuestra existencia a un cauce más limpio y humano. Necesitamos un mundo donde se nos brinde la posibilidad de llegar a saber quiénes somos.
Necesitamos, como tan hermosamente escribe Fabrice Hadjadj, «permanecer unidos en la doctrina del amor y perseverar en la comunión fraterna». Pero habremos de asumir que en el combate que nos aguarda nos encontraremos siempre emplazados del lado opuesto al espíritu de nuestra época. De los sacrificios que se nos van a exigir obtendremos la medida cabal de los que somos.
Usemos este tiempo de cuarentena familiar para encontrar formas nuevas y creativas de relacionarnos. Tendremos que tratar de emplear la paciencia, la comprensión mutua, la flexibilidad y el perdón.
Esta semana, en nuestra Revista de libros, dos novelas: “Vivir abajo” de Gustavo Faverón, y “Fuiste el rey” de Fernando Ariza.