Juan Van-Halen | 19 de abril de 2021
Una clase política mediocre en una sociedad silente y, por lo que parece, mayoritariamente aborregada. Más allá no me explico lo que pasa y por qué pasa.
Los amigos, los viejos compañeros, los vecinos, los padres y abuelos de los amigos de mis nietos suelen preguntarme qué pasa en España y por qué, como si el hecho de haber discurrido un tiempo por la política activa le diera a uno ciertas capacidades singulares para emitir juicios con alguna garantía de acierto. No lo sé, contesto con amarga sinceridad. Lo que pasa es tan nuevo, diría que tan insólito, que buscando referencias en situaciones precedentes solo puedo decir que lo que pasa hoy es peor que lo que vivimos en muchos años y decenios anteriores. ¿Y por qué pasa?
Sería fácil unir la causa de la situación a un nombre concreto. Se entendería colocar al personaje Sánchez en el origen del huracán como causa de tantos efectos preocupantes. O afirmar que el fundador del caos fue su antecesor, el peripatético Zapatero (y lo digo por su condición de paseante de acá para allá, no por aristotélico, que dudo sepa qué es). Pero resultaría una respuesta ramplona o al menos incompleta. La causa de nuestras desdichas y la falta de «fe nacional», aquella que pedía Galdós para la España de su tiempo, no se debe a una persona sino a unas circunstancias -¡ay, Ortega!-. A una realidad social.
No voy a librar a Sánchez de sus responsabilidades en la situación de esta España chata y sin nervio. Las tiene y graves. Pero no es el único responsable. Es capaz de un ditirambo en el Congreso en elogio de la proclamación de la Segunda República como «vínculo luminoso con nuestro mejor pasado». Sólo leerá lo que le pase Iglesias, que lee poco y sectariamente elegido; Iglesias está anclado en las series televisivas. Y no hay ni que recordar el argumentario guerracivilista de Sánchez, la desastrosa gestión de su Gobierno, que ha movilizado reiteradas advertencias de la Unión Europa e incluso su inclusión en un informe de la Secretaria de Estado de Biden sobre ataques a la prensa de miembros del Ejecutivo de España. Pero a nuestro presidente no le inquieta nada. Él está a otra cosa: a permanecer.
Hay quienes consideran a Sánchez un tocho; se equivocan. Demuestra repetidamente que es listísimo. Ocurre que en su día a día solo se importa a sí mismo y ha convocado a su alrededor a una cohorte que lo acompaña y comparte esa indiscutible lacra política. Lo demás a Sánchez le da igual, se despreocupa de la realidad y, por extensión, de las consecuencias de regar esa realidad de mentiras como si fuesen confetis en una Nochevieja. Miente incluso cuando es sincero, porque no se da cuenta. O sí.
Sánchez dice una verdad e inmediatamente, mientras los receptores están a punto de sorprenderse entre aspavientos, alza otra mentira para remediar el desliz. Es el presidente del Gobierno que más ha mentido en los últimos decenios. Y lo hace con un virtuosismo encomiable para sus fines. Si será listo Sanchez que ha conseguido que los analistas y periodistas caigan en la trampa de achacar a su rasputín, Iván Redondo, todo lo que anuncia, dice y hace. Pero Redondo es un mercenario que trabajó para dirigentes de signo bien distinto al de Sanchez y, ante el espejo, sabe que no tiene nada de progresista. Cuando le toque caer se irá llevando a la espalda las decisiones del sanchismo y el jefe se quedará tan fresco y sin pestañear. Mientras, será su consejero, al que hará o no hará caso, y al tiempo su coraza. Para Sánchez desdecirse no es un problema.
Parte de esa realidad social a la que me refiero y a la que achaco la insólita situación que vivimos -diría: que padecemos- es una evidencia, sobre todo para los que atesoramos cierta veteranía. En los momentos más delicados contamos con la clase política menos preparada y, en consecuencia, más mediocre. Mediocre en gestión, en impulsos generadores de confianza, en gallardía, en claridad de ideas, en apuesta por la defensa decidida de aquellos valores que a través del tiempo se reconocieron indiscutibles para el conjunto de los españoles, salvo excepciones temporales y desde colectivos bien definidos. El trance más complejo, confuso y peligroso lo afrontan unos gestores de la política que no están a la altura.
Nunca un Gobierno fue tan incapaz ni una oposición orilló tanto la evidencia de que su división es un regalo para el Gobierno que trata de sustituir. No es cuestión de respuestas partidistas; es cuestión de saber qué camino conduce a un futuro mejor y sosegado para los ciudadanos y afrontar el reto. Por los campos de la política española sigue cruzando, errante, la machadiana sombra de Caín. Y esa terrible verdad ha acabado demasiadas veces empapando esos campos de sangre. De unos y de otros. La Historia lo demuestra, aunque lo ignore y lo parcele Carmen Calvo, esa insólita profesora de Derecho Constitucional que mete la pata cada vez que cita la Constitución, y a la que se debe la afirmación: «En el PSOE hemos demostrado que el cesarismo no funciona». El cesarismo que ha resucitado los enfrentamientos recreando las dos Españas en un maniqueísmo insolvente y feroz. Desde un poder que trata de ser absoluto.
Una clase política mediocre en una sociedad silente y, por lo que parece, mayoritariamente aborregada. Debemos a Martin Luther King una sentencia aplicable: «No me duelen tanto los actos de la gente mala como la indiferencia de la gente buena». Más allá no me explico lo que pasa y por qué pasa. Me niego a creer que, en definitiva, en España siempre pasa nada.
El actor y político valenciano reconoce que «hay más días en los que me quedo con lo positivo que con lo negativo, sin ninguna duda. Si no, no estaría donde estoy».
La imagen de la veleta que cambia su dirección con el viento se queda corta para el príncipe Sánchez. Mucho puede enseñar Maquiavelo de todo ello.