Álvaro de Diego | 04 de mayo de 2021
Francia conmemora el bicentenario de la muerte de Napoleón Bonaparte, que se cumple este 5 de mayo, entre las restricciones de la Covid y el atolladero de la memoria controvertida de una figura excepcional en todo.
Uno de los últimos biógrafos del corso, Patrice Gueniffey, se ha declarado «atónito» ante las «varias decenas de miles» de libros dedicados a Napoleón Bonaparte. Nada tiene de extraño, pues estos ríos de letras corresponden, más que a los ríos de sangre, a un periodo de «cambios gigantescos y desplomes colosales» que se concentran en los escasos años que transcurren entre la Revolución Francesa que le alumbró y la caída de su Imperio. Y es que Napoleón atraviesa como un meteoro el cuarto de siglo más convulso de la historia de Francia. Y en su derrota, ese esquivo cuerpo celeste adopta las más variopintas formas: patriota corso, revolucionario jacobino, termiadoriano, conquistador, diplomático, legislador, cónsul, emperador y hacedor y defestrador de monarcas… ¡hasta rey constitucional en los Cien Días!
A juicio de Gueniffey, las biografías del personaje se han vuelto cada vez más raras. No participan, como manda el género, de una concepción acumulativa del saber. No quedan documentos nuevos por desempolvar, pero ninguna biografía puede ser definitiva. Atraviesan forzosamente sus páginas la fascinación, rendida o desazonada, por el antepasado de sí mismo, el hombre que forja su destino y da raíz a una aventura, a un sueño, que no le pertenece más que a sí mismo.
Ya en 2005 el presidente conservador Jacques Chirac se abstuvo de participar en los fastos del bicentenario de Austerlitz. A propósito de la victoria más rotunda de Napoleón, Chirac también impuso un papel discreto a su primer ministro, el bonapartista y autor de un libro sobre los Cien Días Dominique de Villepin. Quince años después, se da la paradoja de que, siendo mayoritariamente de culto Bonaparte en el imaginario colectivo francés, su memoria sufre el acoso de la minoría omnipresente de lo políticamente correcto.
La doble faz del corso, pese a todo, nos muestra de una parte al padre del Código Civil que en 1804 consagró la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley o de la Legión de Honor, que hasta hoy reconoce los méritos eminentes de los mejores hijos de Francia y de sus más apreciados amigos; fue concedida a Juan Carlos I y los tribunales galos han desestimado retirársela al Franco que combatió en el Rif y dirigió la Academia General Militar de Zaragoza antes de la Guerra Civil. De otra parte, los detractores recuerdan cómo recuperó la esclavitud en Haití o condujo a Europa y a sus compatriotas, en su megalomanía, a una espiral de muerte y desgracia que ilustra el dramático regreso de la Grande Armée desde Rusia.
Lo cierto es que el mito del Petit Caporal («el Pequeño Cabo», como le llamaban sus soldados) arranca del propio interesado, que creó periódicos para relatar sus campañas y los tradujo a diferentes idiomas; y promovió la escultura, pintura, música y arquitectura para dar la medida de su gloria. A la propaganda no fue ajeno el Antiguo Régimen que le vio como usurpador e intruso. Embaucó en Tilsit al zar Alejandro, que a bordo de una barcaza sobre el Niemen soñó acompañarlo a Oriente como émulo del conquistador macedonio. Forzó a Metternich a concertar el matrimonio con la hija del emperador de Austria. Y todo un Papa le incorporó el nombre de «Napoleón» al santoral un 15 de agosto, fecha de su nacimiento y de la firma del Concordato. Nada menos que el día de la Asunción.
Aún en la hora del destierro en Santa Elena, Napoleón se hizo acompañar del Conde de Las Cases, autor de una Memorial que constituye un monumento descomunal a la propaganda. No fue el rendido y humillado Goethe de Erfurt (al que en la audiencia Napoleón mantuvo de pie) el forjador definitivo del mito. Quiso ser Aristóteles y no pudo. Las Cases se conformó con servirlo en la hora más amarga, cuando el Prometeo derrotado se aferra a la roca baldía de Santa Elena. Y, despreciado por sus captores británicos, ofrece el recuerdo del vencido que no ha quedado de los persas a los que sometió Alejandro.
Modesto («yo no he recogido la corona, la he recogido del arroyo»), el confinado se muestra magnánimo con sus enemigos, que obraron más por debilidad que por envidia. Revive la felicidad de la primera campaña, la de Italia, cuando todo estaba por hacer, incluida la gloria. Ladino, confía en que la posteridad le restablecerá en la Historia. El veneno de la calumnia se agotará cuando los historiadores confronten la verdad en las fuentes: «Los que me han sucedido tienen los archivos de mi administración, los archivos de la policía y los de los tribunales; tienen a su disposición a sueldo suyo, a aquellos que hubiesen sido los ejecutores, los cómplices de mis atrocidades y de mis crímenes».
A su muerte, no llega tanto el escrúpulo de Goethe ante Ackermann o la indiferencia de su maestro absoluto de la diplomacia Talleyrand, para quien su desaparición no es noticia («apenas un suceso»). Poco pervive la obra favorable de biógrafos tan distintos como Thiers, Sorel o Gallo. Es la literatura la que lo fusila a versos. Frente al Tolstoi de Guerra y paz, que lo presenta ambicioso y mediocre, llueven las flores sobre la tumba de los Manzoni, Balzac, Dumas o Stendhal. Los fuegos de artificio los prolonga en el siglo XX un gaullista de izquierda como Malraux.
Doscientos años después de su muerte, la Francia oficial conmemora el recuerdo de Napoleón con recato, discreción y, sobre todo, ambivalencia. Por suscripción popular se restaura su tumba en los Inválidos, espacio aún cerrado al público por la pandemia. En el palacio de Fontainebleau, que fue su residencia, tendrán lugar una exposición permanente y varias convocatorias puntuales, a las que se unirán distintos museos y la Biblioteca Nacional. Los archivos públicos tienen prevista la celebración de discretos coloquios científicos. Y, como es natural y aparte de su Córcega natal, París concentrará el grueso de los actos del bicentenario cuando concluya la citada restauración de su mausoleo.
La mayoría de convocatorias están organizados por la Fundación Napoleón. Su director, Thierry Lentz, se ha congratulado de que haya sido posible conmemorar el aniversario, pese a la «frialdad» con que lo han acogido las instituciones públicas. A juicio de este historiador, que en tiempos de pandemia ha reivindicado la campaña napoleónica contra la viruela, es la hora de que la sociedad civil francesa haga oír su voz en este «Año Bonaparte».
No obstante, lo tiene difícil cuando una parte de la prensa achaca «tics» autoritarios al presidente Macron, al que se tilda de «napoleónico», y los llamados «chalecos amarillos» abominan de la que estiman nefanda herencia bonapartista. Además, los círculos culturales, en incomprensible desliz, encumbran a un historiador de cuarta como el antillano Claude Ribbe. Grato a la brocha gorda de la corrección política, ha descrito a Napoleón como un dictador racista y predecesor del mismo Hitler.
Este 5 de octubre no llegarán cruceros a la isla olvidada de Santa Elena, como se había previsto. Amazon volverá a suplir a los turistas. Desde cualquier lugar del planeta se podrán remitir ramilletes de siemprevivas a la memoria del corso que doblegó al mundo. Se depositarán en un rincón de la isla volcánica, ante su tumba desasosegada y triste. Una tumba vacía. Más difícil será desconfinar de Santa Elena su recuerdo.
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Carlos Gregorio Hernández & José Luis Orella
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