Fran Guillén | 24 de marzo de 2017
Michael Jordan, ‘Magic’ Johnson, Larry Bird, Kareem Abdul-Jabbar, Wilt Chamberlain, Carl Lewis, Jesse Owens, Jackie Joyner-Kersee, Katie Ledecky, Mark Spitz, Jack Nicklaus, Arnold Palmer, Joe Montana, Tom Brady, Greg Louganis, Jimmy Connors, Billie Jean King, Jackie Robinson, Mia Hamm… El paseo de la fama de nombres inmortales es interminable. Y todos ellos tienen algo en común: empezaron a escribir las páginas doradas de sus carreras en el deporte universitario norteamericano.
La NCAA (siglas de National Collegiate Athletic Association o, en román paladino, Asociación Nacional de Deporte Colegial) da al músculo deportivo inherente a los Estados Unidos una dimensión especial. Una cifra que frisa las 1.300 instituciones se engloba bajo el paraguas de la organización deportiva universitaria más colosal del planeta. Casi treinta disciplinas son estructuradas y reguladas por este organismo, que supervisa desde el baloncesto o el golf al lacrosse o, incluso, los bolos. Cantera mundial de deportistas profesionales de todos los niveles, es evidentemente uno de los primeros escalones a la gloria para casi cualquier superestrella yanqui (y, por ende, planetaria) que se precie.
John Beilein was proud of his guys following today's upset. #MarchMadness pic.twitter.com/jt3kfURssS
— NCAA March Madness (@marchmadness) March 19, 2017
Las cifras que mueve una competición que, para el deportista, es absolutamente ‘amateur’ (solo los entrenadores y los árbitros cobran un salario en la NCAA), son colosales. Como muestra, el botón de la UCLA (University of California-Los Ángeles), una de las instituciones más prestigiosas del país, que dejará de vestir Adidas y pasará a usar equipamiento de Under Armour, a cambio de un contrato de 280 millones de dólares por los próximos 15 años.
En cuestión de instalaciones, la potencia de esta competición es comparable a la de muy pocas. La enorme mayoría de equipos profesionales de cualquier deporte soñaría con gozar de los enclaves y las infraestructuras que utilizan a diario las universidades estadounidenses más prestigiosas. Basta con decir que, de los diez estadios más grandes del mundo, ocho pertenecen a ‘colleges’ de los States. A rebufo del Reungrado Primero de Mayo, en Pyongyang (que cuenta con 150.000 asientos), se agolpan los feudos de centros educativos como Michigan, Penn State, Ohio State, Texas A&M, Alabama o Tennessee, todos ellos por encima de las 100.000 localidades. Construcciones enclavadas, recordemos… ¡dentro de campus universitarios! Asombroso.
Defense led Clemson to its first title in 1981. Offense was the story in its 2016 run. Which Tigers team was better? https://t.co/ItImqtijY2 pic.twitter.com/Elt1GvjzVb
— NCAA Football (@NCAAFootball) January 15, 2017
Estas pinceladas numerales ofrecen una idea del gancho popular que tiene la NCAA entre los aficionados al deporte norteamericano. En 2003, por ejemplo, las universidades de Kentucky y Michigan State fijaron, con 78.129 espectadores, el récord mundial de asistencia a un partido de baloncesto, que permaneció vigente hasta el All-Star de la NBA de 2010.
En cuestión de cifras de apuestas o de audiencias televisivas, eventos como la Final Four anual del baloncesto universitario yanqui son descollantes. Y es que es habitual, a la hora de comparar, decir que el sentimiento más parecido que se tiene en Estados Unidos a “ser de un equipo”, tal y como lo entendemos en Europa, es el que cada uno profesa de por vida a los equipos del ‘college’ en el que estudió. La afición a las franquicias profesionales, meras empresas que sufren mudanzas o se rebautizan con cierta frecuencia, nada tiene que ver con el sentimiento de pertenencia que generan los conjuntos de la NCAA.
Como paso previo al profesionalismo, en la aplastante mayoría de los casos, la competición universitaria entronca con el deporte de élite a través de un ingenioso sistema que sirve, a su vez, para igualar la competitividad de ligas como la NBA o la NFL. El llamado ‘draft’, adoptado también a posteriori en países como Canadá, Australia y México, es un proceso que funciona a modo de lotería de asignación de jugadores. Condensándolo mucho, podríamos decir que responde a la necesidad de que los peores equipos profesionales de cada temporada puedan disponer de los mejores jugadores ‘novatos’ al año siguiente, con la idea de que se ponga en marcha una rueda que, al término de algún tiempo, hará que las franquicias que pierden hoy sean mejores mañana y las hoy preponderantes acaben, por fuerza, renovándose a corto-medio plazo, tras un fin de ciclo.
"Education is everything." – Jenny Carmichael, @OU_Track pic.twitter.com/P4lb4WxKbd
— NCAA (@NCAA) March 21, 2017
Por esa senda han caminado innumerables nombres inolvidables, como el antes citado Michael Jordan, que pasó de ganar el campeonato nacional con la Universidad de Carolina del Norte a, dos años después, desembarcar en una franquicia por aquel entonces perdedora como los Chicago Bulls (que venían de perder 55 partidos en el recién clausurado curso 83-84). El propio Jordan retornaría en 1986, ya consagrado como una rutilante estrella emergente de la NBA, al campus de Chapel Hill para finalizar su carrera de Geografía. La suya es la historia de tantos y tantos iconos del deporte norteamericano que fueron alumnos en las aulas antes que gigantes cuando se vestían de corto y rompían a sudar. La NCAA y el deporte: el matrimonio bien avenido del vivero más prolífico del deporte mundial.