Rocío Solís Cobo | 29 de mayo de 2021
Lodge tira con maestría la cuarta pared para mirar a los ojos al lector y esculpe con pericia el relato, pero pone su destreza al servicio de la foto fija que quiere hacer, no camina con sus personajes.
Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Acaso sienten una atracción inexorable hacia la virtud? ¿Veneran la Verdadera Presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento? ¿Vienen por hábito, por superstición o porque desean rodearse de un ambiente de camaradería? ¿O tal vez se trata de todas esas cosas juntas o de ninguna de ellas? ¿Por qué se encuentran aquí, y qué beneficio pretenden obtener?
Acababa de comenzar el libro de David Lodge que una buena amiga nos había regalado con la expectativa de hablar de él tras su lectura. A las pocas páginas ya me encontraba con esta cascada de preguntas y porqués. La cosa pintaba bien. No dar nada por supuesto. Me disponía a acompañar a unos personajes en su descuaje de interrogantes y acopio de certezas allá por el año de gracia de 1952. Lodge parecía llevarme a esa época en la que yo, lectora, encontraría algunas claves para entender los años de gracias y desgracias que le siguieron, y que son los míos; pero, más allá de hacerlo a través del análisis y el ensayo, lo haría bien acompañada de rostros y vida levantada con palabras, que diría el maestro Lozano. Voilà la literatura como forma de conocimiento.
Almas y cuerpos
David Lodge
Impedimenta
392 págs.
23,50€
Pero me he encontrado otra cosa, una sátira que a mí no me ha explicado nada, porque los personajes no han respondido a nada de lo que se preguntaban de jóvenes. Perdieron su vida peleándose con sus cuerpos por esa imagen manida de pensar que en un hombro tenían un demonio y en el otro un ángel, en uno el cuerpo como una escombrera y en el otro el alma, rabiosa y triste. Por tanto, si algo es acertado es el título que se puso en la versión americana, Souls and bodies, cambiando el original How far can you go?, con ese doble sentido entre lo carnal y lo espiritual. Ambos subrayan bien el falso dilema en el que el autor quiere convertir la propuesta cristiana.
La novela narra la vida de un grupo de jóvenes católicos ingleses en plena revolución sexual; y será lo sexual lo único que el narrador nos muestre como nota definitoria de cada uno de ellos. Poco más nos cuenta de la batalla que libran; prefiere meterse bajo sus faldas y en sus braguetas que en sus corazones e inteligencias, más fácil, desde luego, pero más pobre, sin duda. Las décadas de los 50, 60 y 70 fueron un tiempo de prueba para aquellos que habían cogido el relevo de sus padres en cuestiones existenciales. Tuvieron que preguntarse si era verdad lo que la fe de sus patriarcas les dictaba y si merecía la pena confiar la vida a esas certezas. Y estas cuestiones que, en último término, todo hombre y mujer a lo largo de la historia se han tenido que hacer al cortar el cordón umbilical, se hacían ahora con un dramatismo nunca antes considerado.
Sabemos ahora que las décadas citadas fueron ciertamente disruptivas en este sentido, dejando al ser humano huérfano. Se llegó a la conclusión de que éramos el nuevo Adán, pero ahora ya sin padre. Podíamos volver al Paraíso que se nos había robado durante tanto tiempo a hartarnos de frutos prohibidos. A no ser que, como expone la obra de Lodge, siguiéramos atados al miedo de perder el alma, mientras el cuerpo se corroía de deseo. Sin padre y encima sin disfrutar. El vacío.
De esto va la novela, de reducir la religión a un juego de la oca donde los creyentes deben hacer verdaderos malabarismos de conciencia, libertad y razón para cumplir los preceptos que supuestamente lo llevarán a un Reino que, por su puesto, ni se atisba en este reino. De hecho, la portada de la primera edición inglesa dibuja este juego de obstáculos y el propio narrador acude a este símil en numerosas ocasiones, con un sarcasmo bien afilado: «Arriba estaba el cielo; abajo estaba el infierno. El juego se llamaba “Salvación”, y consistía en llegar al cielo y eludir el infierno. Era como jugar a la oca: el pecado te enviaba directamente al pozo; los sacramentos, las buenas acciones, los actos de mortificación, te permitían avanzar hacia la luz» y sigue el paralelismo con nuevas metáforas, como la de comparar la fe con la contratación de seguros de vida.
Bien podría estar el chiste y la ridiculización del cristianismo si, después, como se le presupone a un gran autor como Lodge, hinca el diente a lo sustancial: mostrar la insuficiencia de una tradición que no ha sido entregada, sino impuesta, y una fe convertida en «cositas que hacer y que cumplir» que no se mide con las ofertas existenciales y filosóficas que ya había en la sociedad. Pero la novela prefiere ir por otros derroteros: la caricatura del catolicismo basada en su supuesto único propósito de frenar el instinto sexual, ya imparable, de unos jóvenes, y por tanto, caricaturizarlos a ellos.
Y para mí, lectora, esto es lo peor. El desprecio del narrador por sus personajes. Lodge tira con maestría la cuarta pared para mirar a los ojos al lector y esculpe con pericia el relato, pero pone su destreza al servicio de la foto fija que quiere hacer, no camina con ellos. No hay recorrido ni esperanza para sus personajes; cuando parece despuntar un atisbo de nobleza en uno de ellos, de seriedad en sus planteamientos, de valentía para responder a las cuestiones iniciales, hay un golpe tirano del relator que no los deja respirar por ellos mismos, aunque sea para «condenarse» (esa palabra que les gusta tanto usar a aquellos que miran la faena desde la barrera), de nuevo la máscara.
Solo en estos retazos se dejaba ver la profundidad de pensamiento y crítica a la que se podía haber llegado si David Lodge hubiera puesto su talento satírico y punzante al servicio de la realidad y no solo del cinismo
Desde el inicio nos avisa del destino trágico de un grupo de amigos que, queriendo salvar sus almas (no sus vidas), se van a quemar en el fuego de sus pasiones. El telón de fondo será una Iglesia que camina hacia el Vaticano II y la Humane Vitae y, por supuesto, ya ha sido juzgada por el cronista. Los personajes se irán desvinculando de ella pero, y esto es lo curioso, no se sabe por qué, van a hacer todo tipo de malabarismos para seguir en el juego de la oca hasta llegar al esperpento final con el que se cierra la novela.
«La muerte -dirá en un momento el narrador-, al fin y al cabo, es esa pregunta tan abrumadora para la que el sexo no proporciona respuesta alguna, tan solo un breve respiro ocasional que nos permite dejar de pensar en ella. Pero ya basta de tanto filosofar». Es una pena que bastara de tanto filosofar en cada fragmento del libro en el que se abría la puerta, porque solo en estos retazos se dejaba ver la profundidad de pensamiento y crítica a la que se podía haber llegado si David Lodge hubiera puesto su talento satírico y punzante al servicio de la realidad y no solo del cinismo.
Y prosigue: «Nuestros amigos habían comenzado sus vidas cargados de demasiadas creencias; ese era el precio a pagar por haber recibido una educación católica. Se veían lastrados por sus creencias, por un montón de respuestas inútiles a preguntas innecesarias. Para quedarse tan solo con las preguntas fundamentales -¿Qué podemos saber? ¿Por qué tiene que haber algo siquiera? ¿Por qué no la nada? ¿Qué podemos esperar? ¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el significado de todo esto?». Así es. Sigo esperando que esta novela abra el camino de lo prometido.
La historia de Little A. muestra sin tapujos los efectos devastadores de la ruptura cultural y antropológica producida con el fin de la década de los 60 en personas concretas.
Dice el salmo que dichoso el hombre que llena con hijos su aljaba, y lo usual en el Camino, al menos hasta ahora, es tener una aljaba grande, de al menos nueve plazas, de esas que pitan cuando dan marcha atrás.