Javier Rupérez | 14 de junio de 2021
Juan Carlos I se convirtió, en plena Transición, en lo que con justicia los medios de comunicación y la opinión pública consideraron «el mejor embajador de España».
La primera visita de Estado del rey Juan Carlos I lo llevó, junto con la reina Sofia, a los Estados Unidos de América, los días 2 a 6 de junio de 1976. Había llegado al trono en noviembre de 1975, tras la muerte del general Franco, del que había heredado todos los poderes. Seguía como presidente del Gobierno el que lo había sido durante los últimos años del dictador, Carlos Arias Navarro. Nada estaba escrito sobre el futuro de España y sobre el sistema que pudiera regir el futuro del país.
El 3 de junio, el rey, en el Capitolio de Washington, pronunció una alocución ante los miembros de las dos cámaras legislativas americanas, reunidos en una sesión conjunta. Doblemente significativa: se cumplía ese año el bicentenario de la creación de los Estados Unidos. El rey de España comparecía ante el Congreso americano en una sesión que solo otros dos jefes de Estado habrían de disfrutar durante el período, la reina de Inglaterra, Isabel II, y el presidente de la República Francesa, Valery Giscard D’Estaing. Pero era también la primera vez que el nuevo jefe del Estado español iba a pronunciarse ante una audiencia por demás cualificada, y con los focos de la atención nacional y extrajera centrados en su persona, sobre un país cargado tanto de esperanza como de incógnitas. El suyo propio.
Sus palabras no dejaron dudas sobre los propósitos de la recién instaurada monarquía con respecto a la situación en España: «La monarquía española se ha comprometido desde el primer día a ser una institución abierta en la que todos los ciudadanos tengan un sitio holgado para su participación política sin discriminación de ninguna clase y sin presiones indebidas de grupos sectarios y extremistas. La Corona ampara a la totalidad del pueblo y a cada uno de los ciudadanos, garantizando a través del derecho y mediante el ejercicio de las libertades civiles, el imperio de la justicia».
Había dedicado la primera parte de su intervención a glosar diversos y positivos aspectos de las relaciones bilaterales de pasado y de presente para volver, al final de sus palabras, a subrayar el propósito de su mandato: «La monarquía hará que bajo los principios de la democracia se mantenga en España la paz social y la estabilidad política, a la vez que se asegure el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados. La monarquía simboliza y mantiene la unidad de nuestra nación, resultado libre de la voluntad de incontables generaciones de españoles, a la vez que el coronamiento de una rica variedad de regiones y pueblos de la que nos sentimos orgullosos». Era con certeza los que americanos y españoles querían oír. El mismo 3 de junio, el diario El País titulaba en primera página: «El Rey de España promete una Monarquía democrática».
Y fue en ese mismo contexto en el que Juan Carlos I, cuidadosamente atento a las oportunidades y vicisitudes por las que podía atravesar y aprovechar la España democrática, se convirtió en lo que con justicia los medios de comunicación y la opinión pública consideraron «el mejor embajador de España». Alentó y promovió la presencia de España en las organizaciones multilaterales de las que se había visto ausente durante el franquismo, como la OTAN o la Unión Europea; prestó la máxima atención a la celebración en Madrid, entre 1980 y 1983, de la sesión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa; fue un activo promotor y mediador de la Conferencia de Paz en el Oriente Medio que, en noviembre de 1991, reunió en Madrid al americano George Bush padre, al soviético Mijaíl Gorbachov, al israelí Isaac Shamir y al palestino Haidar Abdul Shafi; mantuvo unas fluidas relaciones con François Mitterrand, con Helmut Kohl, con Bill Clinton y con George Bush hijo, que también fue el tono de las mantenidas con el rey de Marruecos Hassan II y con los países árabes del Golfo.
Y mención aparte y subrayada merece su definitivo papel en la creación y el mantenimiento de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, a la que prestó tiempo y dedicación permanente, cuidando las relaciones personales con todos y cada uno de los líderes latinoamericanos y animando la continuación del proyecto cuando no pocos de entre ellos mostraban displicencia o desapego. Ese cuidado permanente por la mejor proyección exterior de España estaba animado de un marco conceptual y político que cuadraba con la nueva España como potencia europea, democrática y occidental y se dirigía a todos los sectores públicos y privados que en la acción exterior tienen su base de acción. No era casual que, en 1997, en una de sus icónicas portadas, la revista Time reprodujera la imagen del rey Juan Carlos I como factor esencial del salto de la dictadura a la democracia y como dato fundamental de la poderosa presencia internacional española.
Porque, en resumen, Juan Carlos I había cumplido a la perfección lo que la Constitución de 1978 predica sobre las funciones a desarrollar por el Monarca, entre las cuales se encuentra la de ostentar «la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de la comunidad histórica». Una historia para recordar. Y para permanentemente tener en cuenta. Nunca en los previos doscientos años había tenido España la calidad reputacional y despertado tanta confianza como las alcanzadas bajo el reinado de Juan Carlos I. «El mejor embajador de España».
Al tiempo que las vanguardias de la Wehrmacht ocupaban París, las tropas franquistas penetraban en la ciudad internacional de Tánger. Si se exceptúa el envío de la División Azul a Rusia, aquella fue la única intervención militar española en la Segunda Guerra Mundial.
Maniobras populistas y nostalgias republicanas se propusieron borrar su proeza en la fundación de la actual democracia en España.