Armando Pego | 30 de mayo de 2021
El «tradicionalismo» que me gustaría profesar no se reduce a una versión idílica, paradisiaca, que pretende convertir el pasado, lejano o próximo, en la compensación de las frustraciones presentes.
De las conversaciones que he mantenido durante este último año con Pedro Herrero en su pódcast de Extremo Centro suelo salir exhausto, aunque no tanto como del último y reciente programa en que tratamos con intensidad temas como la poesía, la fe, la familia, los cuidados…; en suma, cómo retener el vendaval de vacío con que el Estado se cuela hasta el rincón más recóndito de nuestra conciencia personal y colectiva, como si nada debiera quedar sin regular, disciplinar y proyectar férreamente… con una sonrisa.
Herrero me tiene por un «tradicionalista». Suele presentarme como un contramoderno que reivindica todavía hoy el orden difuminado del Antiguo Régimen. Medio en broma, le replico que, en realidad, está esbozando los rasgos de un hippie teocrático. En esta antítesis terminológica se esconde quizás una parte del secreto de una generación que, neurótica, ha preferido obviarlo como irrelevante.
En la relación politeica con el pasado bajo cualquiera de esas agotadoras etiquetas de reaccionarios, carcas, ultras… se da por descontada una melancolía de base. Existe el dolor por una pérdida, especialmente la de un hogar del que se estaría exiliado, pero de la que, al fin, apenas se recuerda sino unos contornos imaginados. En exacta definición de Fernando Pessoa, representaría una «nada que duele».
Nuestra sociedad terapéutica se abalanza entonces a aplicar toda suerte de calmantes que disimulen tal malestar, siempre que mantengan a salvo esa «nada» que identifica el dolor de aquello que aún, escépticos, seguimos llamando «yo». Sufrimos sin parar, porque quisiéramos no ser aquello de lo que huimos sin remedio.
En lugar de permitirnos asumir la responsabilidad de los compromisos que se transmiten mediante costumbres compartidas a través de generaciones, el Estado está dispuesto a garantizarnos el derecho de articular socialmente nuestras emociones singulares de una manera provisional y completamente plana, sin orden, ni jerarquía, ni otro centro que esas mismas emociones siempre insatisfechas.
El «tradicionalismo» que me gustaría profesar no se reduce a una versión idílica, paradisiaca, que pretende convertir el pasado, lejano o próximo, en la compensación de las frustraciones presentes. Tampoco debiera agitarse como el espantapájaros de un futuro distópico. No veo en él, como el progresista, una pesadilla de la que es necesario liberarse. Aunque la propia dinámica moderna termina deshaciendo toda costumbre, tampoco acabo de compartir la lucha casi tantálica del conservador que, consciente de su disolución en los cuerpos institucionales, busca mantenerlas en razonables niveles de saturación. Los apologetas del presente saben que cada instante se les está evaporando en pasado.
Ese «tradicionalismo» no necesariamente añora ningún orden ido. Esta podría ser una versión romántica, museográfica, como cualquier otra de las formas que adopta el historicismo desde hace siglos. Se pasearía uno por el palacete o la casa rural del pasado como quien quisiera convertir una visita turística en una excitante rutina cotidiana: una fantasía del presente al abrigo del futuro. No se trata de restaurar el pasado, sino de mantener viva su legitimidad en la positividad del presente.
Pedro Herrero suele preguntar si es posible un pensamiento social y político de la derecha -o no-izquierda, como dice él- separado de «lo católico». A mí me estimula esa pregunta en su sentido inverso. En un libro desgraciadamente olvidado, Cristianismo y Revolución (1954), Francisco Canals sostuvo que, en el siglo XIX, el partido católico acabó fundiéndose en el partido del Orden; es decir, abriendo el paso a la adaptación a la nueva realidad revolucionaria o al pactismo con un orden nuevo. La independencia política tal vez proporcione de nuevo al cristianismo la voz espiritual propia injertada en su Tradición sin deformaciones retro o vintage.
Entre autoridad y poder, entre la gloria y el reino, como resalta en su análisis Giorgio Agamben, «desde la perspectiva de la teología cristiana, la idea de un gobierno eterno (que es el paradigma de la política moderna) es propiamente infernal». Entre economía y liturgia prefiero, hippie, esperar el exceso anárquico que sostiene trascendente, teocrático, sin absolutizarlo, todo orden humano.
El «tradicionalismo» no debería limitarse, embalsamado, a pretender la conservación de un pasado acartonado. Al contrario, pretende algo en apariencia tan condenado al fracaso como quijotescamente realista: mantener operativo en el presente la solidaridad entre el pasado y el futuro. La «familia» es su primer y último baluarte.
La Revolución, como ruptura instauradora, se propone convencernos de que podríamos alcanzar a vivir como dioses. La Tradición no se hace ilusiones. Vivimos bajo el peso de la Caída. Vulnerables y dependientes, con el afán de cada día construimos el mañana sostenidos por el ayer. Un «tradicionalista» se entrega a cooperar con la Redención.
Este tradicionalismo es, pues, escatológico. No se agota aquí y ahora. Aunque todo sea vanidad y caza de viento, como enseña el Eclesiastés, incluso para quienes discrepan de él o lo desaprueban este esfuerzo quizás devuelva algún eco de una resistencia antropológica cuya libertad de manifestarse no debiera desaparecer, bajo riesgo de consumación apocalíptica -o transhumana- de nuestra civilización.
Necesitamos hogares en los que habitar, y no para solazarnos en un egoísmo hermético, sino para crear remansos donde florezca una atmósfera de bienvenida y gocemos de la oportunidad de someter el tiempo de nuestra existencia a un cauce más limpio y humano.
Quintana Paz, profesor de Ética y de Filosofía Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes, comenta con detalle su visión sobre «dónde están los intelectuales católicos» y da uno o dos pasos más: «El mejor modo de entender la Iglesia católica es como un cuerpo, como una institución, no como una ideología en que todos creen exactamente lo mismo».