Ignasi Grau | 07 de junio de 2021
Desde una perspectiva de derechos humanos, parece obvio que el ejercicio de la libertad de los padres para elegir una educación aceptable y adaptable no puede depender del nivel de renta de las familias.
En 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La declaración consagra una visión holística del derecho a la educación, reconociéndolo como un «derecho de derechos» y como un derecho de todos. La declaración fue aprobada tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial, y el recuerdo de los abusos nazis en el campo de la educación animó a introducir el siguiente artículo: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos».
La declaración es un documento de naturaleza política, concebido para trasponerse en un gran tratado universal de derechos humanos vinculante. No obstante, debido a las tensiones de la guerra fría, surgió una fuerte división entre derechos civiles y políticos y derechos económicos y sociales. Esto derivó en la elaboración de varios tratados en vez de un único texto. En particular, en el marco del derecho a la educación, en cuyo corazón coexisten ambas naturalezas, se separó la dimensión social de la dimensión libertad y, por si fuera poco, esta última dimensión de libertad se protegió con un vocabulario excesivamente ambiguo.
En efecto, la regulación del derecho a la educación en el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) reconoce la libertad de los padres, bajo la siguiente fórmula: «Los Estados Partes (…) se comprometen a respetar la libertad de los padres (…) de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas» (art. 13.3 PIDESC). Desde entonces, y a raíz de esta formulación, la pregunta que se plantea en múltiples debates es la siguiente: ¿qué obligaciones derivan para el Estado de ese deber de «respetar la libertad de los padres» impuesto por la normativa internacional?
En las discusiones internacionales, ciertos actores señalan que el «respeto a la libertad de los padres» no implica la obligación por parte de las autoridades de financiar escuelas no gubernamentales. Incluso el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CDESC) -órgano interpretativo del PIDESC- señala que este artículo no implica que los Estados no tengan una obligación de financiar escuelas alternativas. No obstante, la educación es un derecho complejo, y las obligaciones de los Estados en relación con los derechos parentales no son blanco o negro.
Según el mismo artículo 13.1 PIDESC, el objetivo de la educación es «el pleno desarrollo de la personalidad humana y del sentido de su dignidad». En este sentido, debe tenerse en cuenta que el ser humano no es Robinson Crusoe en una isla, sino que es un ser social que crece en sociedad y desarrolla sus valores de la mano de su familia, comunidad y entorno cultural. Por ese motivo, el CDESC matiza que «el objetivo fundamental del desarrollo educacional es la transmisión y el enriquecimiento de los valores culturales y morales comunes sobre los que el individuo y la sociedad asientan su identidad y valía». La comunidad internacional es cada vez más consciente de esta realidad. Por ello, se habla de educación en plural, y del enfoque cultural del derecho a la educación.
La comunidad internacional considera que la educación es imprescindible para los derechos culturales y viceversa. En este sentido, observamos una creciente sensibilidad y concienciación en relación con la necesidad de que las minorías tengan acceso a una educación respetuosa con sus valores y convicciones. Si bien esta sensibilidad hacia el pluralismo se observa manifiestamente en relación con las minorías y los pueblos indígenas, en el marco de la diversidad cultural actual se hace cada vez más patente la importancia de extender dicha tendencia al conjunto de la sociedad.
Llegados a este punto, procede profundizar en la doctrina del CDESC sobre la educación. En virtud de este órgano, dos de las cuatro características que el Estado debe tener en cuenta para implementar el derecho a la educación son la aceptabilidad y la adaptabilidad. Ahora bien, ¿qué implican dichas notas características? Por un lado, el CDESC señala que una educación aceptable supone que tanto la forma como el fondo de la educación deben ser adecuados para los estudiantes y para los padres. Por otro lado, una educación adaptable implica, tal y como indica su nombre, que se ajuste a las necesidades de los alumnos según su contexto cultural y social.
A la luz de lo dicho, el mismo comité que señalaba que no existen obligaciones positivas para garantizar la libertad de los padres exige que la educación tenga en cuenta sus preferencias y que el Estado adopte medidas específicas para garantizar que todos puedan gozar de estos derechos en su entorno cultural concreto. En un mundo plural es difícil que dicha educación pueda darse exclusivamente en el seno de un modelo único de colegio de titularidad estatal.
Ahora bien, ¿son los padres los mejores actores para garantizar esta realización holística del derecho a la educación? El artículo 18.1 de la Convención de los Derechos del Niño dispone que «Incumbirá a los padres (…) la responsabilidad primordial de la crianza y el desarrollo del niño». El artículo sigue: «Su preocupación fundamental será el interés superior del niño». Sobre el interés superior del niño como brújula que debe guiar su crianza debemos señalar que tanto la Convención de los Derechos del Niño como el Comité de Derechos del Niño –su órgano interpretativo- conciben la dimensión cultural como una variable protegida y trascendente del interés superior del niño.
En este contexto, ¿tiene el Estado obligaciones positivas dirigidas a asistir las decisiones de los padres en la crianza de sus hijos? La respuesta a esta pregunta es positiva y se encuentra expresamente recogida en el mismo artículo que acabamos de mencionar: «Los Estados Partes prestarán la asistencia apropiada a los padres (…) en lo que respecta a la crianza del niño y velarán por la creación de instituciones, instalaciones y servicios para el cuidado de los niños» (art. 18.2).
Una visión del conjunto de los instrumentos internacionales sobre derechos humanos permite concluir que, si bien es cierto que el «respeto a la libertad de los padres» no implica una obligación absoluta para el Estado de dar un cheque en blanco para garantizar cualquier alternativa educativa, sí recae sobre las autoridades públicas el deber de apoyar a los padres en la provisión de una educación aceptable y adaptable conforme a los valores culturales y las convicciones de su familia y comunidades. Desde una perspectiva de derechos humanos, parece obvio que el ejercicio de la libertad de los padres para elegir una educación aceptable y adaptable no puede depender del nivel de renta de las familias. De ser así, en vez de hablar de un derecho protegido por la Declaración Universal de Derechos Humanos, hablaríamos puramente de un privilegio.
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