Vicente Niño | 27 de junio de 2021
La realidad existe. Por más que la ingeniería social pretenda ir contra ella, existe. Las cosas son. Y son como son, no como nos gustaría que fueran.
La pregunta de Pilatos a Jesús sigue resonando en nuestro mundo. Nunca ha perdido actualidad ciertamente, y sin embargo en este tiempo que vivimos, aún si cabe, está más presente esa duda sobre la verdad. Qué sea, cómo alcanzarla, sobre siquiera su existencia. En la pregunta de Pilatos, resuena casi que una renuncia a la posibilidad humana de acercarse a ella. Y qué es la verdad…
Tenemos un profundo déficit de verdad. De la cultura general se ha adueñado el problema del relativismo señalado por Benedicto XVI: constatar que actualmente no es la cuestión de la verdad un tema sobre lo cierto y lo falso, lo verdadero o la mentira, sino que la cuestión de la verdad hoy en día está en la comprensión generalizada de que no existe el concepto mismo de verdad. No existe la verdad. Solo hay percepción subjetiva, sólo es emoción individual. Sólo narrativas, interpretaciones, comprensiones que acaban con los mismos hechos. Cada uno tiene su verdad, cada cual busca su verdad, cada uno siente su verdad. No hay verdad, luego no hay mentira. Las fake news, la post verdad, la infoxicación como una neblina constante que desfigura la realidad por acumulación, son eco sin más de considerar que no hay verdad ni mentira. La autoayuda sentimentaloide, la emocionalidad de la ideología como argumentario, la pereza de la racionalidad, el pluralismo igualitarista como cedazo para medir opiniones, son instrumentos de ese negar la existencia misma de la verdad.
Como imagen perfecta, tenemos la política, y la ausencia de rubor ni de vergüenza alguna en el cambio de criterios, en sostener cosas distintas y opuestas. Incluso en afirmar lo contrario de lo que sucede, en definitiva, en negar lo real.
Y es que la clave de la verdad en estas dimensiones, nos lleva a negar la misma realidad. Biológicamente, pero sin duda socialmente. Se niegan los mismos hechos al interpretarlos y narrarlos conforme a los propios intereses. Se niega la realidad para convertirla en una concatenación de interpretaciones, versiones y narrativas que desfiguran lo que existe para presentarlo conforme a una visión interesada, individual o ideológica. Lo real no existe porque no hay forma de captarlo comúnmente. Es la atomización y el individualismo del liberalismo elevado a la epistemología. Es Ockham, Descartes y Kant superando a la misma naturaleza, a la misma realidad, a los mismos hechos. Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira. O lo que uno piensa. O lo que uno quiere que sea.
En esas claves no tiene sentido ni alzar la espada por decir que el pasto es verde. No existen hombres y mujeres sino muchas cosas plurales narradas desde la emotividad subjetiva personal y cambiante. No existen los hechos, sólo las palabras que los cuentan y los interpretan. Solo los sentimientos que procesan lo que se cree saber. Y que se convierten en juicio de todo. Afirmar esto supone además que quien vive, entiende y comprende emotivamente, no sepa distinguir -cuando uno afirma que la verdad sí existe y que puede que no sea lo que él opina o siente-, que no se va contra él personalmente. Los ofendiditos. Y las acusaciones de totalitarios y extremista. Por decir que el pasto es verde. O que existen los hombres y las mujeres. O que una escultura invisible es un fraude.
Y sin embargo todo necesitas matices. Tras el análisis apocalíptico, la antítesis del sentido común. Es decir, sed contra… a la contra.
Con la verdad encontramos la dificultad de que no está ahí depositada en una urna sagrada en bruto y objetivamente respondiendo a cualquier realidad. Hay percepciones diversas, realidades que condicionan, fragmentación de conocimientos o de informaciones que nos hacen incapaces de captar la verdad como expresiva por sí misma y plenamente desarrollada. El mundo se ha complejizado y no es posible un Isidoro ni un Alberto ni un Tomás que tuviese una visión completa de lo real. Hay que interpretar y comprender. Las circunstancias y las condiciones del mundo han de ser también tenidas en cuenta y aunque uno no es muy partidario de la idea de progreso como motor de cambio antropológico -el ser humano es el que es, siempre- sí que entiende que la historia condiciona, y que el contexto del hombre le adapta.
Hoy en día, para acercarse a la idea de verdad, no se puede perder de vista que la especialización que nos domina exige interdisciplinariedad; que la subjetividad es condición humana para captar lo que nos rodea; que el relativismo de según y como, los grados y las consecuencias, no siempre es falso y tiene muchas veces mucho que decir; que las palabras son vías de acceso a la realidad, pero también barreras imposibles de saltar pues en cierto grado nos separan de lo que es tal cual, aunque no tengamos más remedio que acudir a ellas.
Y, aun así, renunciar a la idea de verdad, es renunciar a la posibilidad de entendernos los seres humanos. Si aceptáramos que hay tantas verdades como personas en sus subjetividades emotivas, la convivencia sería imposible. No habría una realidad común sobre la que compartir, acabaríamos en una polarización y un enfrentamiento sobre todo tema, dado que todo sería leído, interpretado, comprendido desde la propia visión. Vamos, casi que a donde nos está llevando el progresismo actual.
Habermas pretende saltar este evidente problema retornando a la idea del Contrato Social moderno con la teoría del diálogo puro desde el respeto y el reconocimiento de la dignidad y de la buena voluntad del otro, donde nos pusiéramos de acuerdo en algunas «verdades blandas» que permitieran vivir en sociedad acordando la convivencia. El problema de estos planteamientos es doble. Uno de orden teórico -las condiciones ideales son imposibles de cumplir, y siempre hay un listo que se las salta para ganar la discusión utilizando la buena voluntad del contrario- y otro de orden práctico: no deja de renunciarse a la realidad, es decir, se construye convivencia, pero al margen de la realidad.
Con la verdad encontramos la dificultad de que no está ahí depositada en una urna sagrada en bruto y objetivamente respondiendo a cualquier realidad
Y es que la realidad existe. Por más que la ingeniería social pretenda ir contra ella, existe. Las cosas son. Y son como son, no como nos gustaría que fueran. El pasto es verde, hay día y noche, hombres y mujeres. Hay femineidad y masculinidad. Hay una ley natural. Un orden dado. La condición humana es la que es, y por más que el transhumanismo y la psicología y la publicidad, y las neurociencias quieran, el ser humano es como es. Y eso no es de ningún modo faltar al respeto o a la dignidad de quien dice lo contrario. Basta de ofendiditos.
Y no se olviden que la crisis de la verdad no es exclusivamente cultural, o por mejor decir, es cultural porque previamente es una crisis personal. Lo social siempre es constructo y suma de lo personal -aunque el todo sea más que la suma de las partes-. La verdad con uno mismo, con la propia identidad, con la propia imagen es la primera crisis de la verdad. El autoengaño desde el emotivismo, el psicologismo y la falta de racionalidad, parten siempre de que el hombre hoy pareciera incapaz de aceptarse como es. Con sus limitaciones, debilidades y deficiencias. También con sus potencialidades y riquezas. Incapaz de -en eco revolucionario y moderno- aceptar la cultura recibida, lo heredado, lo recibido, con todas las necesidades de cambio que tenga eso que no son pocas. Es no aceptar este hombre podmoderno o transmoderno ya, el ser incapaz de hacerse a sí mismo como querría ser idealmente-bajo los mensajes de la mercadotecnia de lo que ese ideal sea para el mercado y el consumo realmente…-.
Hay un eco bíblico en todo esto que nos lleva a la idolatría del egoismo, a la idolatría de un yo que no acepta la idea de ser creatura, de no ser dueño de sí mismo. Como decía Donoso Cortés, no puede perderse de vista que en el fondo, tras todo debate social hay una cuestión teológica. Y con la cuestión de la verdad más que ninguna.
Las dos almas de Carlos Aganzo, la de poeta y la de periodista, se despliegan en esta entrevista con naturalidad, en un baile de ida y vuelta que no pierde comba.
La miniserie de HBO denuncia los métodos de la Unión Soviética para ocultar el desastre nuclear y sirve de homenaje a quienes evitaron una tragedia mayor.