Javier Pérez Castells | 16 de junio de 2021
Es el momento de dar un paso hacia la normalidad total. El avance de la vacunación y la situación epidemiológica nos lo permiten. Quedan meses de convivencia con el virus, pero no debemos concederle que nos amargue la vida más de lo estrictamente necesario.
Conforme vaya pasando la pandemia, le deberíamos dedicar tiempo a examinar lo que hicimos mal para evitar repetirlo en el futuro. Este análisis puede ser personal y deben hacerlo también las organizaciones responsables de los asuntos sanitarios, en especial la OMS. Si tuviera que elegir la peor de las decisiones tomadas, esta fue la de poner el acento, al principio de la pandemia, en la desinfección de objetos como posible vía principal de contagio. La experiencia nos ha demostrado que el contagio es aéreo, casi siempre en forma de aerosoles.
Sin perjuicio de que desinfectar siempre es bueno, se dilapidaron enormes recursos económicos, humanos y materiales en desinfectar una y otra vez suelos, mobiliario, comidas, etc. Tan solo en un número muy reducido de casos la infección sigue ese camino. Todas esas alfombras de limpieza de zapatos, los despliegues de personal para limpiar, los denodados esfuerzos por aplicar alcohol a todo objeto que entraba en casa… Todo se nos antoja muy poco útil visto con perspectiva. Solo hay una excepción a este frenesí desinfectante: las manos. Ya que nos tocamos muchas veces la cara, lo cual es un paso imprescindible en el proceso de contagio a través de objetos, hubiera bastado con llevar una buena higiene en las manos.
Además de que la transmisión sea aérea, sabemos ahora que es fundamentalmente responsabilidad de los aerosoles y no tanto de las gotitas de saliva, y por eso las mascarillas tenían que haber sido desde el inicio la herramienta de contención principal. No vamos a recordar algunas declaraciones muy conocidas de responsables españoles y de la OMS sobre la cuestión, al principio de la pandemia, porque nos duele hacerlo, e incluso nos despierta otros sentimientos peores. Si recordamos esto ahora es porque se está decidiendo si se pueden eliminar las mascarillas en espacios abiertos. Lo cual nos lleva a otra pregunta: ¿fue correcto obligar al uso de mascarillas en exteriores?
Los estudios que se han ido realizando, en mi opinión no con la suficiente intensidad, sobre cómo se mueven los aerosoles y las partículas en el aire, muestran un contraste total entre los espacios cerrados y el aire libre. La diferencia es sencillamente abismal. En un espacio cerrado, los aerosoles que emita una persona al hablar, y sobre todo si grita o canta, alcanzan los últimos rincones de la habitación en muy pocos segundos, incluso en recintos muy grandes. Pensemos en lo fácil que es percibir si alguien está fumando en una habitación, por grande que esta sea. Por el contrario, en un espacio abierto, los olores y aerosoles se difuminan con muchísima rapidez y es improbable que los patógenos emitidos por una persona nos alcancen en suficiente cantidad para infectarnos. Pocas veces se huele el tabaco en espacios abiertos y, si acaso, dependiendo del viento y normalmente de forma intermitente. Es obvio que hay circunstancias de grandes aglomeraciones en exteriores que pueden llegar a parecerse a una reunión en el interior. Algunas veces uno sale de un concierto al aire libre habiendo fumado de todo de forma pasiva…
Como consecuencia de lo anteriormente dicho y a falta de que esto se estudie más en detalle por los científicos que se dedican a la dinámica de fluidos, es muy probable que el uso de mascarillas en el exterior haya sido innecesario, salvo en situaciones puntuales. De hecho, pocos han sido los países que han obligado a ello. Aun así, durante los peores momentos de la pandemia yo nunca me hubiera opuesto a la medida, porque tiene una utilidad didáctica. Si tenemos que llevar la mascarilla siempre es menos probable que se nos olvide en casa o que se nos olvide ponérnosla cuando accedamos al interior de un edificio. Pero en la situación actual creo que se puede eliminar su uso en el exterior. Además, es muy de agradecer en el tiempo caluroso en el que estamos entrando.
La pandemia ha hecho crecer en muchas personas ese miedo líquido, indeterminado, algo irracional, y quizá muchos piensen que por qué arriesgarse, si ya estamos acostumbrados a llevarlas. Sin embargo, nada es irrelevante en esta vida, por todo se paga un precio. Utilizar mascarillas constantemente no es inocuo y puede ser perjudicial, especialmente para las personas con dificultades respiratorias. En concreto, los asmáticos no deberían utilizar mascarilla, salvo si padecen un asma muy liviano y bien controlado. Entre los médicos se está escuchando cada vez más que muchas personas asmáticas han empeorado en su dolencia y sospechan de las mascarillas. En la época de floración de gramíneas en la que estamos, esto es preocupante.
Y, además, hay efectos menos directos e importantes pero que se deben considerar. Dificultades en la comunicación, en especial para personas con carencias auditivas, pérdida parcial del lenguaje no verbal, y la mera sensación carcelaria que produce pasear con mascarilla por la ciudad o el campo.
En suma, creo que es el momento de dar un paso hacia la normalidad total, lo cual debe ser el objetivo y no otro. El avance de la vacunación y la situación epidemiológica nos lo permiten. Nos quedan meses de convivencia con el virus, pero no debemos concederle que nos amargue la vida más de lo estrictamente necesario. Ahora la principal preocupación son las nuevas cepas, que deberían ser más un incordio que un auténtico disgusto. Recomiendo que observemos lo que pase con el Reino Unido, donde los casos están subiendo con cierta aceleración debido a la variante india. Lo que hay que ver es qué sucede con las hospitalizaciones, los ingresos en las UCI y, por supuesto, si estas nuevas variantes son capaces de matar a gente ya vacunada.
La teoría nos dice que las vacunas, aunque no sean plenamente eficientes frente a todas las variantes, sí que producen cierta inmunidad y, por tanto, la enfermedad cursará con levedad. No olvidemos que, si esto fuera un mero catarro, nada de lo que hemos hecho se habría hecho, así que el objetivo no es tanto eliminar los casos como evitar la enfermedad grave y las defunciones. Pero, aunque no apostaría por ello, no podemos descartar sorpresas desagradables.
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