José María Contreras Espuny | 24 de junio de 2021
Lo de la natalidad tiene muchas aristas y lleva años debatiéndose. Eso sí, al abordarla, propongo hacerlo como si fuera una autopsia, el estudio de algo irreversible. Todo lo que sea buscarle soluciones es una pérdida de tiempo.
A veces aborrezco el mundo; sin ir más lejos, en este instante lo tengo del todo aborrecido. Basta pensar en él para que se me corte el cuerpo. Y como en parte es por culpa de las redes sociales, últimamente no las frecuento demasiado. No es la primera vez: con frecuencia me salgo preguntándome qué hacía dentro y luego entro preguntándome qué hacía fuera. Es uno de los ciclos que, como las estaciones, los periodos lectivos o los embarazos de mi mujer vertebran mi vida.
No obstante, las redes no permanecen impasibles ante las idas y venidas. Y en cuanto me ven recaer en mis tendencias de eremita odiador de la raza humana, me acribillan con correos de una irritante familiaridad. José María, ¿dónde te metes? Durante un tiempo los voy borrando conforme llegan y a mis espaldas se suceden notificaciones, historias que no me puedo perder, actualizaciones que no puedo dejar de ver, artículos de obligado aplauso y cumpleaños de personas que no sabía que habían nacido.
El hartazgo de la vida, o al menos de la vida publicitada, no me llega de repente ni por nada en concreto, más bien va anegándome hasta que un día rebosa. Ese día, como aún ignoro que será el día, sigo mi rutina de conectado y entro en Facebook para perder los veinte minutos que me provocan el remordimiento justo que me pone a trabajar. Pero algo no va bien, porque a los pocos segundos llego a la conclusión de que en Facebook solo hay desequilibrados: bien personas al borde del colapso compasivo, bien, adocenada y con olor a tropa, la infantería de la política, gente que quiere empalar a otra gente que a su vez quiere empalarlos a ellos, una legión de Vlad Tepes con emoticonos y atrocidades en la ortografía. Y a menudo una misma persona fluctúa entre ambos perfiles: ahora te regalo una frase que Coelho no escribió pero que con gusto firmaría, ahora pido que alguien, en nombre del bien común, tenga la gentileza de rajarte el cuello como a un cerdo.
En los tiempos actuales no puede haber reverdecimiento demográfico, porque si hubiera reverdecimiento demográfico ya no serían los tiempos actuales
Y como ya voy a negras, entro en Twitter y se me antoja todavía peor. Falta el aire y no veo más que descubridores de la rueda, halagos mendicantes y una atmósfera que me recuerda a la película El ciempiés humano, donde, salvo el primero de cada fila, nadie podía presumir de buen aliento. Y aunque no tengo Instagram, concluyo que ha de tener algo trastornador cuando hace que las personas queden petrificadas de repente, alcanzadas por el rayo de la fotogenia. Y con el móvil a un brazo de distancia, sonríen al planeta, al planeta entero, a sus pobladores… Una sonrisa urbi et orbi. Y ya que voy cuesta abajo pienso que somos gilipollas y que ejercemos de proxenetas de nosotros mismos. Entonces, justo entonces, caigo en la cuenta de que me ha llegado el momento de la desconexión y la misantropía.
Pues bien, aunque ando en mitad de uno de mis periodos cenobitas, he visto algo de lo de Ana Iris Simón en la cosa con atril del PSOE. Eso implica que sus palabras han rebotado más que las bolas de a euro y que, por tanto, habrá caído un aguacero de artículos sopesando la cuestión. Todo lo decible, pues, estará dicho. Sin embargo, como decir algo, lo que se entiende por decir algo, no es mi intención ni está dentro de mis capacidades, igual le voy a tirar por ahí.
Según pude entender del minutito que me pasaron, la aplaudida hasta el abofeteamiento escritora criticaba la época en general y al Gobierno en particular por no promover la natalidad ni la vida de provincias. Por supuesto me sentí aludido, porque tenemos tres niños; y a pesar de que con tres te abaratan el tren lo mismo que con cuatro, Matilde está embarazada de nuevo. Además, vivimos en un pueblo de 17.000 habitantes y a un centenar de kilómetros de cualquier cosa que podamos llamar ciudad. ¿Lo bueno? Pago el alquiler y aún puedo plantarme en el Mercadona a debatirme entre bandejas de langostinos. ¿Lo malo? No hay cine ni Burger King; y, tal vez, cuando pase una década larga y mis hijos estén en edad, debamos mudarnos a Sevilla para visitar salones, frotar apellidos y buscar pretendientes de familia bien. Que después el de familia bien te puede salir más venenoso que el de familia regular, pero al menos tienes la tranquilidad de que no se presentará en las bodas vestido de mamarracho.
Lo de la natalidad tiene más aristas y lleva años debatiéndose. Es una cuestión muy entretenida, porque sus causas, se rumia, son poliédricas y capaces de dibujar el retrato de nuestra época. Eso sí, al abordarla, propongo hacerlo como si fuera una autopsia, el estudio de algo irreversible. Todo lo que sea buscarle soluciones es una pérdida de tiempo: el árbol talado no va a dar frutos por más que se riegue. En los tiempos actuales no puede haber reverdecimiento demográfico, porque si hubiera reverdecimiento demográfico ya no serían los tiempos actuales.
Mi excepción, como joven y pueblerino padre de familia numerosa, no sería un modelo extrapolable a nuestros días; primero, por eso, porque es una excepción, y segundo, porque de actual no tengo nada, salvo un móvil cuya actividad se desplomaría a poco que Jazztel cambiara su política comercial. Y a pesar de que los motivos para tener hijos son diversos y hasta cierto punto indiferentes –nada impide, por ejemplo, que salga un niño entusiasta de un acto por compromiso–, mis motivos se concentran en el campo religioso y de una manera tan imperfecta que hasta mis correligionarios los desaprobarían. Y es que tengo niños por temor a contravenir la voluntad divina y, en última instancia, a acabar allí abajo, correteado por un diablillo y su tridente. Y aunque sería hermoso empapelar las paradas del bus con escenas de tormentos infernales o contratar a oscuros sacerdotes para que den charlas en los colegios –Jaimito, ¿quieres arder por los siglos de los siglos?–, no veo a España en ese punto. Lástima.
No obstante, la condenación eterna no es la causa directa en realidad, sino la causa de que no me oponga tanto como quisiera a los motivos de mi mujer. Pero tampoco Matilde puede considerarse un ejemplo, porque sus razones son más inactuales todavía. Para que se hagan una idea, piensa que trabajar, trabajar por un sueldo, está bien; pero que mucho mejor es criar la prole a tiempo completo. Por eso que va por las calles del pueblo desfondada y esplendorosa, pastoreando tres niños, gestando al cuarto, pensando en el quinto y sin trabajar. Y no lo hace por España, ni por las pensiones, ni, aunque cueste creerlo, por el descuento en el tren, sino porque le parece lo mejor y porque le da la gana. Tiene su carrera, experiencia como periodista y un temible drive en el tenis; pero sobre todo tiene tres hijos; cuatro, remacha ella. Le advierto que su postura está a pique de ser delito. Ella coge la opinión de nuestro tiempo, la utiliza para hacerse un moño y sigue bregando con Manuel, que desde que se rompió el húmero tiene la excusa perfecta para no ducharse.
La maternidad numerosa -para el ethos que va consolidándose en nuestra sociedad a golpe de decreto y con la corriente de la liquidez posmoderna empujando- es un capricho.
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia.