Carlos Marín-Blázquez | 06 de julio de 2021
Claudio Magris desliza una crítica, en el fondo demoledora, a la indigencia espiritual de una época que, en pleno proceso de desaprendizaje de las fórmulas que articulaban la vida comunitaria, ha acabado también por desprenderse de sus más sencillos y hondos rituales.
Está el cuerpo de un hombre muerto en el esplendor de una mañana de agosto, en una playa de Italia, tendido a la orilla del mar. Se ha ahogado mientras nadaba cerca de la costa. En tanto se procede a su evacuación, el cadáver permanece allí, cubierto por una toalla. El escritor Claudio Magris describe la escena en un artículo aparecido hace ya algunos años. Un periódico local ha publicado la fotografía que suscita la reflexión del ensayista. Según parece, la instantánea ha originado en la opinión pública italiana una breve controversia. Algunas voces han expresado su malestar al percatarse del contraste, un tanto impúdico, entre la presencia del cuerpo sin vida y la bulliciosa agitación de los bañistas que prosiguen, en una proximidad indiferente, el curso de sus rutinas veraniegas. «Pegados los unos a los otros -escribe Magris-, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutan lo más mínimo y continúan bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta, untándose sus fláccidas adiposidades, leyendo el periódico o tal vez hasta un libro que habla, con emoción y poesía, de la vida y la muerte».
Así pues, por lo que se deduce de la imagen, la muerte de un hombre no es motivo suficiente para interrumpir, siquiera unos minutos, el ajetreo circundante. Se trata de un corolario que nos aboca a una dolorosa impresión de vida degradada, de insensibilidad y deshumanización intolerables. Y, sin embargo, a poco que profundicemos en la naturaleza de la escena, comprendemos que su cualidad anómala, el meollo del escándalo que remueve en nosotros, estriba precisamente en lo que ostenta de testimonio paradójico de nuestra época.
Ese ahogado de la playa de Trieste sólo representa lo que es. Pero lo que es constituye justamente el misterio de nuestra condición vulnerable y finita
Magris se pregunta qué hubiera hecho él de encontrase allí en aquel momento. Sin duda es la pregunta que nos haríamos todos. De haberse producido la escena en los márgenes del mundo, en los destartalados confines de alguno de esos países sobre los que nuestra mirada tiende a proyectarse con un asomo de aprensión, es probable que palabras como «ignorancia» o «barbarie» hubieran figurado en el dictamen con que nos habríamos apresurado a despachar el asunto de manera sumaria. Pero la cuestión es que quienes abarrotan la playa aquella mañana de agosto, quienes componen esa masiva promiscuidad que, por oposición, resalta el abandono en que permanece el muerto, son todos -al igual que nosotros- miembros de una sociedad a la que, al menos en términos históricos, se le supone elevada sobre un pedestal de progreso.
¿Qué pensar, entonces? Quizá lo primero sea abrirnos a la posibilidad de que los bañistas, en la medida en que se perciben a sí mismos definidos por la actividad que en cada momento les ocupa, hayan abdicado de algunas de sus responsabilidades. Al margen de las consideraciones morales con que esta hipótesis pueda interpelarnos, es necesario empezar entendiendo que lo que la imagen de esa playa contiene no es sino la escenificación de uno de los rasgos más definitorios de las sociedades de masas: el hecho de estar diseñadas de manera que todos nos sintamos empujados a proseguir con las rutinas que nos impone el contexto, más allá de la puntual conmoción en que alcance a sumirnos la irrupción de algún suceso insólito. El precio que pagamos por ello es -qué duda cabe- un encallecimiento de la sensibilidad y una atrofia progresiva de nuestra capacidad de empatizar con el prójimo, carencias ambas que no por casualidad cursan hoy en paralelo a la exacerbación de un rendido emotivismo hacia causas mucho más impersonales y lejanas.
Unida a esta constatación, asoma la evidencia de otro déficit. Magris lo apunta cuando, al tratar de proponer alguna iniciativa con que los allí presentes hubieran podido rendir tributo al ahogado, escribe: «Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difícil: casi nadie, a menos que haga profesión de devoto y sea conocido como tal, se atreve». Así, con esa sutileza tan característica de los mejores pensadores, Magris desliza una crítica, en el fondo demoledora, a la indigencia espiritual de una época que, en pleno proceso de desaprendizaje de las fórmulas que articulaban la vida comunitaria, ha acabado también por desprenderse de sus más sencillos y hondos rituales. Sin una oración, sin la apertura cuando menos de un paréntesis en el que procurar un hueco a la mínima piedad de un silencio reflexivo, no hay nada que vincule la muerte de un hombre a la enormidad del misterio y la aflicción que representa.
Por último, deben tomarse en consideración las circunstancias de la muerte, pues son ellas las que, a la postre, le imprimen al hecho un timbre particular. Y es que no es verdad que la muerte nos iguale. No es lo mismo, para nuestra mentalidad subyugada por los artificios y espejismos de esta era mediática, morir bajo la atención de los focos que hacerlo en la anónima oscuridad de un azar ciego, sin otra repercusión que un apunte estadístico en el cómputo de los decesos estivales. La muerte de este hombre, además, no fue achacable a ninguna de las causas que otorgan hoy a quienes las sufren un estatuto de superioridad cívica. No fue víctima de ningún sistema opresivo, de ninguna de esas situaciones injustas que a ciertos políticos y manipuladores de la opinión les brindan con tanta frecuencia la ocasión de explayarse en una demagogia hedionda. La suya fue una muerte vulgar. Una muerte carente de prestigio.
Ese ahogado de la playa de Trieste sólo representa lo que es. Pero lo que es constituye justamente el misterio de nuestra condición vulnerable y finita, para cuya aceptación nuestra endeble psicología posmoderna se diría que se halla cada vez menos preparada. En medio del deslumbramiento de la luz y de la momentánea suspensión de los rigores de la existencia que representa una playa abarrotada de bañistas, aquel cuerpo tendido en la arena reclamaba la compañía de un gesto que acortase, al menos durante unos minutos, la sobrecogedora distancia que media entre los vivos y los muertos. Hubiera sido un gesto que, aun desprovisto de toda utilidad práctica, habría mitigado el sinsentido de una escena tan desoladora como incatalogable. Un gesto que habría medido la reserva de fraternidad y decoro que sigue haciendo posible la vida en este mundo.
Al igual que Magris, no puedo evitar preguntarme qué habría hecho yo de haberme encontrado en aquella playa.
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