Santiago Taus | 21 de junio de 2021
El filósofo y director de la Fundación Juan March publica Un hombre de cincuenta años, donde se recogen sus tres primeros textos dramáticos. En cada una de estas piezas el autor traslada los principios de la filosofía de la ejemplaridad desde la abstracción del ensayo hasta lo corporal y tangible de la escena teatral.
La muerte del padre transforma la vida de las personas. Los cimientos de todo cuanto uno es, de su modo de concebir el mundo, quedan agrietados revelándose frágiles y efímeros. Esta pérdida aconteció a Javier Gomá en torno a los cincuenta años, con una obra filosófica desarrollada y publicada, y lo abocó a la creación dramatúrgica.
Su primera incursión en el género teatral fue con su obra Inconsolable, allá por 2017. Cuatro años más tarde, presenta su libro Un hombre de cincuenta años. En él se recoge una trilogía teatral que, además de la mentada obra, cuenta con una comedia, Quiero cansarme contigo, y con una pieza sobre la melancolía y la lucha contra lo efímero, Las lágrimas de Jerjes. En todas ellas cristalizan algunas de las claves de su filosofía de la ejemplaridad, pero, por encima de todo, lo que atraviesa estas tres obras es el estar protagonizadas por un hombre de cincuenta años que se encuentra con la realidad de aquello que Gomá ha llamado «el sucio secreto».
Un hombre de cincuenta años
Javier Gomá
Galaxia Gutemberg
179 págs.
17€
Pregunta: Un autor con su trayectoria, con todo un sistema filosófico cerrado y desarrollado a sus espaldas, ¿cómo se enfrenta a la experiencia de la creación dramática?
Respuesta: En mi experiencia es la renuncia explícita a la brillantez. En el ensayo uno es capaz de decir lo que quiera transmitiendo las intenciones propias al lector de manera argumentada. En el teatro lo que el espectador ve es un cuerpo, mientras que el ensayo permite la comunión de dos almas mediante el lenguaje. En este sentido, el teatro es absolutamente limitante; solo puede transmitir aquello que el cuerpo es capaz de enunciar y solo si tiene que ver con la acción. Por ese motivo, te ves obligado a renunciar a muchas de las ideas que se podían considerar brillantes, convincentes o ingeniosas. Uno no puede decir todo lo que piensa o lo que siente, uno está obligado por la acción a que ocurran cosas en la escena, en la exterioridad del teatro.
La filosofía es interioridad y el teatro es corporalidad. El teatro para un filósofo supone pasar a la acción. Se pasa de la meditación a la acción de unos personajes que solo pueden comunicarse mediante gestos y palabras, y estas solo tienen lugar si contribuyen al desarrollo de la acción. Para mí, esa experiencia fue muy poderosa.
Pregunta: La relación entre estos dos géneros viene de largo. Walter Kaufman en Filosofía y tragedia explica que el teatro es capaz de ponernos ante la realidad de la vida, pero la filosofía fracasó al poner al hombre frente a la realidad del mundo. ¿Hay algo en el teatro que la filosofía no es capaz de expresar?
Respuesta: La filosofía enuncia conceptos claros y exactos, pero en la realidad lo que hay son personas. Los conceptos siempre están en conflicto con la realidad. La filosofía lleva lo concreto al cielo de los conceptos y desdramatiza la realidad. Llega a convertir la tragedia de lo concreto en un concepto hierático. Por eso la filosofía es buena para decir, pero mala para mostrar.
En mi experiencia la escritura dramática es la renuncia explícita a la brillantez
P.: Quizás su teoría sobre la ejemplaridad como sistema filosófico se preste mejor que muchas otras a moldearse hasta adoptar las formas, los recursos y las dinámicas propios del teatro.
R.: Esto es así en lo que se refiere a la pragmática de la teoría. La literatura tiende a crear paradigmas personales: desde Homero, la literatura está llena de modelos, ejemplos que resultan válidos para más de un caso o situación. El dramaturgo escoge personas en situaciones especialmente significativas, es decir, que de alguna manera son ejemplos personales, ejemplos que no son irrelevantes, que no son banales, sino que enuncian una ley general. Por eso muchas veces al teatro se le ha llamado escuela de costumbres. No es casualidad que en la Grecia clásica el teatro fuera uno de los mayores instrumentos de educación de la sociedad. Ahí se ofrecían modelos que podían moldear la conciencia social. Así que, en efecto, la ejemplaridad está latente en el teatro.
P.: En su libro se compilan tres obras de teatro escritas en los últimos cinco años. ¿Cómo se reúnen estos tres títulos? ¿Forman parte de un proyecto común?
R.: Yo mismo estoy sorprendido por esta unidad de los tres títulos del libro. No es en absoluto premeditada. El monólogo de Inconsolable nació a raíz de la muerte de mi padre. Más tarde, pensé en someter la filosofía de la ejemplaridad al tamiz de la crítica humorística. Me preguntaba si el ideal de la ejemplaridad podía soportar la ironía de un modo desenfadado. Es así como nació Quieres casarte conmigo. Por último, escribí Las lágrimas de Jerjes a partir de una idea que llevaba rondando desde que, siendo un adolescente, leí la Historia de Heródoto. Cuando escribía este último me di cuenta de que todos los personajes rondaban los cincuenta años. Además, también tienen en común que todos ellos hablan con el espectro de su padre muerto.
P.: Están unidos también porque todos ellos descubren aquello que usted ha querido llamar «el sucio secreto». ¿Cuál es este secreto?
R.: La idea es que a lo largo de la vida uno, tarde o temprano, descubre lo que es el dolor por la muerte de sus seres queridos, pero eso no te hace conocedor del secreto. Este solo se desvela cuando una persona de tu mitología se convierte en cadáver. Mi tesis es que los padres no son solo personas queridas, pueden incluso no serlo, pero es evidente que ellos construyeron un sustrato subconsciente en nosotros desde el día que nacimos. Esto definió nuestro modo consciente de existir en el mundo, nuestra forma de mirar la realidad sin que podamos evitarlo y por eso ellos construyen nuestra mitología y son considerados por nosotros como seres legendarios.
En el momento en que el padre se convierte en cadáver –el mayor atropello a la dignidad que existe–, uno empieza a hacerse consciente del secreto. El cadáver representa la transformación de algo dotado de una enorme excelencia, en una cosa destinada a la corrupción. El desvelamiento de que el héroe legendario se convierte indignamente en un ser corruptible, en un cadáver, esa visión es el sucio secreto.
El desvelamiento de que el héroe legendario, el padre, se convierte indignamente en un ser corruptible, en un cadáver, esa visión es el sucio secreto
P.: Los protagonistas de sus tres obras deben aprender a afrontar este secreto y lidiar con las consecuencias de su descubrimiento. ¿Cuáles son estas?
R.: Bueno, uno comprende que lo mismo que su padre ha muerto, también lo hará su madre. Su mujer, sus hijos, los hijos de sus hijos, etc. y, por supuesto, yo también. Y eso da lugar a tres sentimientos: el desconsuelo, el cansancio y la melancolía. Esas serían las consecuencias del secreto.
P.: Esta idea ya aparece desarrollada con una gran profundidad en Inconsolable ¿Qué puede decir el teatro sobre esta cuestión que no pueda ser dicho por la filosofía?
R.: Hay aspectos de la realidad, como el del sucio secreto, que tienen una negatividad, un misterio, un dramatismo, una oscuridad tal que la filosofía, al proyectar luz sobre ellos, los empequeñece. Paradójicamente, la filosofía desvirtúa la tragedia de lo humano, porque lo ilumina, porque lo conceptualiza, porque lo generaliza. Mientras tanto, el teatro muestra lo concreto sin explicar. Es un medio mucho más idóneo para la manifestación de lo oscuro, de lo trágico, de lo dramático. Por ese motivo no tiene sentido un ensayo conceptual y abstracto sobre qué es el sucio secreto, sino que lo muestres en su negatividad, en su melancolía, en su desconsuelo, en su cansancio. Eso es lo que permite el teatro.
P.: Otro dramaturgo con el que usted ha colaborado, Juan Mayorga, acostumbra a decir que una obra es buena si el espectador sale de ella con más preguntas que con las que entró. Sin duda, este criterio puede suponer un problema para un autor como usted que vuelca sus teorías sobre un sistema filosófico cerrado en el ámbito teatral.
R.: En efecto, un teatro que no genera preguntas es mal teatro. La filosofía debe enunciar un concepto claro, preciso y cerrado que no se preste a las ambigüedades. Mientras que la esencia del arte es, por el contrario, una función simbólica, una función abierta a muchas interpretaciones. Si invades el teatro o el arte en general con la filosofía, normalmente es una colonización perversa, porque pervierte la naturaleza de lo artístico.
El protagonista toma plena conciencia de que algún día morirá y llegará a los que le sobrevivan. Aún está a tiempo de hacer que la imagen del padre pueda ser una invitación a una vida digna y bella
P.: ¿No se da esta colonización perversa en el sentido inverso?
R.: Si el ensayo, como muchas veces ocurre, trata de imitar el arte y se hace divertido y múltiple, si se carga de preguntas, entra en un terreno simbólico. Esto lo vemos mucho en la posmodernidad, que realiza una renuncia a la claridad y la solidez. Para mí el ensayo es el lugar del concepto claro y preciso: es «el decir», como decía Wittegenstein. Mientras tanto, el teatro no es el lugar del decir, sino el lugar del mostrar cosas concretas, cosas susceptibles de interpretación, pero lo abstracto debe encontrar su lugar en el ensayo.
P.: Sin lugar a dudas, de las tres obras, la que más preguntas hace calar en el lector es Las lágrimas de Jerjes. En ella, su protagonista, el emperador de Persia, llora al contemplar la inmensidad de su ejército y al hacerse consciente de su poder inmenso: «Lloró por impotencia cuando se creyó omnipotente», dice el texto. Tras sumirse irremediablemente en la melancolía, este termina por vivir una vida desapegada de todo y de todos al haber conocido la futilidad de la existencia. ¿Qué salvación queda ante la certeza de lo efímero?
R.: En mi opinión, hay tres vías. La primera se enfrenta con la cuestión de hasta qué punto una conciencia del siglo XXI puede pensar en una vida después de la muerte. Esta sería una manera de superar lo mezquino. Luego, hay otras dos, una abierta a todo el mundo y otra para unos particulares. En primer lugar, se puede aspirar a una cierta perduración a través de hacer una obra perdurable. Y la segunda manera de vencer la mezquindad es dejar el ejemplo de una vida digna y bella a los que te sobrevivan.
P.: ¿Es este también el consuelo del hombre de cincuenta años que protagoniza Inconsolable? El hombre que tras perder al padre se hace consciente de ese sucio secreto, ¿puede encontrar un consuelo semejante?
R.: En la obra, tras la conversación entre el padre muerto y el hijo, se produce una transformación: hay una voz que le dice «acuérdate de vivir». En ese momento, el hijo recuerda de qué modo ha quedado conmovido por la vida de su padre, empieza a pensar en la imagen de vida que dejará él a sus hijos. Solo se descubre el cuadro entero de una vida cuando ya se ha muerto. Es con este pensamiento con el que se percata y entiende que todavía está a tiempo de completar el cuadro de la suya. Toma plena conciencia de que algún día morirá y llegará a los que le sobrevivan. Aún está a tiempo de hacer que la imagen del padre pueda ser una invitación a una vida digna y bella.
Juan Mayorga vuelve a dirigir, después de ocho años, La lengua en pedazos –texto por el que recibió el Premio Nacional de Literatura Dramática– con una nueva versión. Se trata de una obra de gran calado cuyo nervio hilvana una reflexión sobre la experiencia religiosa, la mística y los límites del lenguaje.
El pensador que dirige la Fundación Juan March reivindica valores sólidos y esperanza: «El virus, al menos esta vez, está destinado a su eliminación, y la sociedad con sus buenas costumbres volverá a ocupar el lugar de antes».