Jaime García-Máiquez | 18 de junio de 2021
Educamos para la felicidad y la eficacia, y los neurólogos más prestigiosos del mundo indican que se aprende mejor con el juego, con la pasión y con un propósito en mente. Hacen falta menos notas y más nivel académico, menos exámenes y más comprensión de la belleza.
«Hola, buenas tardes, soy Jaime y… quiero decir, tengo cincuenta años, y he sido -¿me escucháis todos?-; sí; no, lo que quería decir es que he sido… bueno… soy un fracasado escolar». Así me imagino empezar una particular sesión en un grupo de «fracasados escolares anónimos», en una cancha de baloncesto vacía, entre penumbras cinematográficas, donde un pobre grupo de personas mal vestidas me miran llenas de comprensión y afecto.
El que escribe estas palabras fue el peor alumno de su clase. Quizá de su colegio. Y no puede imaginar el lector lo que me esforzaba. Un profesor me asignó el «pemantiano» título de El Séneca, debido a mis pésimas notas y a lo agudo de mis comentarios. Lo hizo sin ánimo de humillar, y así lo entendieron unos compañeros que siempre me trataron con extraordinaria simpatía.
En casa se cuenta que mi madre salía entusiasmada con mis notas del colegio un final de curso tatareando «Oh, han caído tres; ¡tres!, qué maravilla». Se cruzó entonces con una amiga, que conocía las notas superlativas de mis hermanos, y le preguntó: «Carmen, ¿qué?, ¿tres matrículas de honor?». «No, no. ¡Solo tres suspensos!»
En sentido estricto no se me puede calificar de «fracasado escolar», debido a que pude adquirir el título académico mínimo obligatorio. Y, después, gracias al salvavidas de una vocación insólita, una carrera universitaria. El éxito no fue ni mío ni del colegio, sino de mis padres: clases particulares, internados, penosas horas de estudio conmigo, tutorías con todos y cada uno de los profesores, dentro y fuera del colegio, en invierno y verano… Un verdadero purgatorio para ellos, gracias al cual -es un consuelo particular mío- pasarán al «curso superior» de la Vida sin arrastrar ninguna asignatura pendiente. Pero ¿qué hubiera sido de mí si mis padres no hubieran tenido tanto tiempo y tanto dinero para malgastarlo conmigo? No quiero ni pensarlo.
Hoy puedo hablar de todo esto sin acritud, acaso con melancolía, desde un apabullante éxito profesional, con decenas de artículos técnicos de referencia, con ocho o nueve libros a mis espaldas (y en mi conciencia) y escribiendo en el mejor periódico digital de España. Cuando me aplauden por una conferencia o un premio, lo que sucede -dicho con humildad- a menudo, me viene con nitidez a la memoria un último día de curso de Dios sabe ya qué año, entre los autobuses de ruta que salían rumbo a un verano despreocupado y descalzo, entre abrazos amigos, bromas, risas o carcajadas, planes que sobrevolaban nuestras cabezas como cometas al viento; y yo allí en medio, mirando aquella fiesta, paralizado, estremecido, estatua de amarga sal Epsom, lleno de estupor, sintiéndome intensa y profundamente fracasado con mi sangriento expediente de notas en la mochila, sabiendo que justo en ese momento empezada de nuevo el curso para mí.
Por esto y por lo otro, por la combinación dramática y feliz de estos dos extremos, quiero pensar que mi testimonio ahora, al final de otro curso académico, tiene su pequeña importancia en el debate sobre los problemas de la educación.
La ley Celaá solo contempla medidas especiales para las alumnas. Parece que los varones se las tienen que apañar solosMaría Calvo, Profesora titular de la Universidad Carlos III
Este tipo de fracaso en España es particularmente alto en comparación con los demás países de Europa, y del mundo por ejemplo, de los treinta y ocho países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), nuestro país ocupa nada menos que el cuarto lugar en índice de niños que repiten curso, casi triplicando la media de los países desarrollados: un 28,7%, frente al 11,4 de media. La tragedia de repetir impone al alumno un estigma que ahora ya sabemos que, encima, es inútil. María Calvo, experta en educación diferenciada, afirma que «los chicos tienen un fracaso escolar salvaje y problemas de déficit de atención e hiperactividad. Pero la ley Celaá solo contempla medidas especiales para las alumnas. Parece que los varones se las tienen que apañar solos». La dificultad aumenta un 25% en los colegios mixtos. Si a esto unimos un mayor riesgo de fracaso escolar en ambientes de escasez económica, quiere decir que el progresismo feminista «ha venido a condenar a muerte» a los a los chicos con menos recursos que estudian en institutos públicos.
Algo está fallando. Y está fallando desde hace más de 20, de 50 años, sin que prácticamente nadie haga nada. Un hito en el avance de la educación en los últimos doscientos años -hay que reconocerlo- son las mochilas con ruedas. Que un niño fracase es un oxímoron atroz que debería constituir una violación de la dignidad del hombre castigada por el derecho penal romano con el flagellum. Lo que nos pasa, apuntó Ortega y Gasset, es que ni siquiera sabemos lo que nos pasa. Los legisladores del más alto nivel que podría hacer «algo» suelen ser notarios, abogados del Estado, registradores de la propiedad que no pueden comprender un problema que no conocen; y los gurús de la educación humanista (Gregorio Luri, Luis Alberto de Cuenca, Javier Gomá…) están mayoritariamente laureados con premios nacionales al mejor expediente de sus generaciones. No digo que un buen médico tenga que haber sufrido un cáncer para saber tratarlo, pero sí que es conveniente que los miembros de la junta directiva de una asociación de víctimas contra el terrorismo hayan sido amenazados, alguna vez, de alguna manera. Seguro que entenderán mejor el problema.
En los últimos tiempos se habla de Success for All y, aunque justo a mí me cueste entender esta etapa escolar no a modo de «éxito para todos» sino más bien de supervivencia, quiero leer el eslogan como un ideal, una esperanza legítima y ambiciosa, como que podemos -lo dijo Mark Twain con respecto a la literatura- desviar el curso del Misisipi, hacerlo nuevo.
No tengo más criterio de autoridad que el sentido común, pero no veo que la solución esté en prestigiar la memoria- y no voy a traer a colación la eterna lista de los reyes godos que no se estudia ya pero que cito como símbolo- para aprenderse el rudimento seminal de las plantas en inglés, Oh my God!, la tabla periódica de elementos, las cuatro regiones y la medida docena de capas de la atmósfera terrestre sino cosas verdaderamente útiles para la vida diaria, como por qué el cielo es azul, fragmentos de la Divina Comedia, aprender a dibujar, como aconsejaba a todo cortesano Baltasar Castiglione, tomar nota de las peripecias vitales de los inventores, degustar el encanto de la pintura holandesa del siglo XVII, tocar una pequeña pieza musical al piano, aproximarse a los rudimentos técnicos de la programación informática o estudiar el carné de conducir… Se puede aprender mucho sobre el esfuerzo, repetición o perseverancia a través de unos pocos datos exactos, a través de unos buenos ejemplos luminosos. En resumen, hacen falta menos notas y más nivel académico, menos exámenes y más comprensión de la belleza.
La letra con sangre entra, sí, bueno ya; pero no olvidemos nunca que esa sangre tiene que impulsarla para que dé vida la frecuencia cardiaca de un corazón humano
Educamos para la felicidad y la eficacia, y los neurólogos más prestigiosos del mundo indican que se aprende mejor con el juego, con la pasión y con un propósito en mente. Un niño, hasta más o menos los 11 años, hace una media de cien preguntas al día, y a partir de esa edad se reduce el número drásticamente, dramáticamente; con la misma edad -no es casualidad- dejan de leer. Es en ese momento cuando los niños pierden la curiosidad y con ella la atención, que es ese brillo en la mirada de la inteligencia, que diría un poeta, o sin más el coeficiente intelectual, que diría un matemático. No podemos dejar que en ese momento «mueran», hay que enamorarse (ya lo aconsejaban Platón y Aristóteles) de lo que un alumno pueda llegar a ser.
Se ha dicho que La escuela no es un parque de atracciones. Es verdad. Pero tampoco es un circo romano donde tengan que morir devorados por unos temarios carnívoros e irracionales como un león de Katanga, o por el ranking competitivo y racista de la excelencia académica. La letra con sangre entra, sí, ya; pero no olvidemos nunca que esa sangre tiene que impulsarla para que dé vida la frecuencia cardiaca de un corazón humano.
Propondría una antigua cultura del esfuerzo, aquella que predominaba hace algunas décadas y que nuestros mayores practicaban con asiduidad. Partía del hecho de que el hombre es un ser libre, pero que su libertad no estaba garantizada.
Desde una perspectiva de derechos humanos, parece obvio que el ejercicio de la libertad de los padres para elegir una educación aceptable y adaptable no puede depender del nivel de renta de las familias.