Armando Pego | 27 de junio de 2021
Es incontestable que la fidelidad a la Tradición no podrá continuar la fantasía ni de restaurar el pasado ni de prolongar sus restos. Deberá adivinar las formas de mantenerlo presente, escatológico, en el futuro.
El famoso titular de la entrevista con el cardenal Martini sigue todavía reflejando a la perfección las perplejidades que suscita en el mundo eclesiástico la autocomprensión de su misión y de su papel en las sociedades (pos)modernas: «La Iglesia lleva un retraso de doscientos años». Ante este tipo de declaraciones, lo normal ha sido centrar la atención en las cuestiones doctrinales y pastorales, cuando quizás sea también conveniente atender al trasfondo ideológico que justifican afirmaciones de ese calado.
En una época de argumentos a brochazos reivindicar la Tradición ha llegado a parecer la fantasía nostálgica y oscurantista de reestablecer la Santa Inquisición, los privilegios feudales y la confesionalidad del Estado. Resulta curioso, a la vez, la autoindulgencia con que sigue operando, contra toda evidencia, el mito de que los horrores revolucionarios de cualquier tipo son meras adherencias de un progreso que, por real, debería ser incuestionable.
Tanto da que autores tan poco sospechosos como M. Horkheimer y Th. Adorno contribuyesen a desmontar estas ilusiones en Dialéctica de la Ilustración. Nadie puede discutir que en el Antiguo Régimen se practicaban formas insostenibles de opresión. Ahora bien, puestos a ser esquemáticos, ¿no cabría afirmar que entre la guillotina como avance humanitario y el aborto y la eutanasia como derechos individuales no existe ninguna inconsecuencia teórica?; ¿o que entre la cultura de la cancelación y el borrado estalinista la diferencia es simbólica?
Lo que caracteriza a la Modernidad, en las formas más exasperadas de esta última fase en la que vivimos, es el hecho de que aplica, con total coherencia interna, a toda excepción no sólo la condición de categoría, sino también de desmentido de cualquier norma que no confirme el caso particular.
En último término, la aclamada Razón -encarnada en la Ciencia- no puede más que arrodillarse y someterse, avergonzada, a su Sentimiento. La Moral asienta su trono en la estadística. En términos teológicos, la Caída, que siempre ha doblegado la naturaleza humana, se proclama ahora como Redención (emancipación, empoderamiento, etc.).
Se puede uno emocionar escuchando La Marsellesa y recordando la famosa escena de Casablanca, pero si se presta oído a la letra estremece el tono del himno paranoide de una nación asediada y amenazada que, en diez años, pasó de ejecutar al rey de una dinastía milenaria a ver coronado emperador a un genial advenedizo.
Entremedias, la Constitución civil del clero, el Terror o La Vendée no fueron un obstáculo para que Pío VII y su corte de cardenales, con la confianza de no quedar atrasados, se prestasen a legitimar la grandeza de Napoleón en Notre-Dame. Como Chateaubriand observó en sus Memorias, entre Carlomagno y el corso se consumó el fin de un tiempo.
Bajo las etiquetas de contrarreformista, contrarrevolucionaria o antimodernista, la Iglesia Católica ha sido clasificada y atacada como un cuerpo extraño a la Modernidad, cuando, en realidad, esa falta de encaje singulariza y aclara no poco la dinámica misma de la Modernidad y de su modernidad. Pío IX, «liberal» e «integrista», o Pablo VI, «progresista» o «moderado», encarnan muy bien esa tensión dolorosa que supone que, si la sal no quiere volverse sosa y la luz no dejar de alumbrar, no puede consumirse (Mt 5,13-16).
Más que de dos espadas, el ejercicio hispánico de la potestas durante cinco siglos se ha basado, si se me permite la imagen, en la espada de dos filos
Al margen de sus innumerables errores y de sus incontables aciertos, entre el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano II se han desarrollado unas claves decisivas que han marcado la teología política de nuestra época contemporánea: la vigencia rota de las dos espadas. En la liturgia -que expresa la fe en sus más diversas manifestaciones- la magnitud del combate demuestra el alcance real de tal transformación.
A diferencia del de la fille ainé, el caso español presenta su idiosincrasia propia. Más que de dos espadas, el ejercicio hispánico de la potestas durante cinco siglos se ha basado, si se me permite la imagen, en la espada de dos filos (Heb. 4,12). En el plano cultural, la lucha no ha sido tanto por liberarse de la tutela eclesiástica, que también, sino por quién y cómo empuñar la espada. El desastre de la Desamortización o la catástrofe de la Guerra Civil no reflejan sólo la trágica debilidad de la construcción de un Estado liberal, sino la precaria pervivencia de su identidad nacional.
Mellado irreversiblemente en los últimos treinta años uno de sus filos, desmintiendo las esperanzas además posconciliares dentro de un proceso global de transformación política y social, los asuntos doctrinales y pastorales, con ser cuestiones decisivas y fundamentales para la salvación personal, desempeñan un papel penúltimo en el actual horizonte. Desmontadas estas cuestiones para ponerlas «a la hora», la Iglesia, irrelevante, estará disponible para ingresar, como pieza arqueológica, en la museografía ideológica contemporánea.
Es incontestable que la fidelidad a la Tradición no podrá continuar la fantasía ni de restaurar el pasado ni de prolongar sus restos. Deberá adivinar las formas de mantenerlo presente, escatológico, en el futuro.
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