Antonio Miguel Jiménez | 08 de julio de 2021
Las tropas de la Monarquía Hispánica mantuvieron la hegemonía de los Austrias más allá de 1643 e incluso protagonizaron gestas militares como la batalla nocturna en socorro de Valenciennes.
Muy grabada está en la mente del común la máxima de que la hegemonía militar española en Europa llegó a su fin con la derrota de Rocroi en 1643. Este choque, al igual que el de Valenciennes de 1656, tuvo lugar durante la llamada Guerra franco-española de 1635 a 1658, coincidiendo en el tiempo con otros dos conflictos de enorme envergadura: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648). Sin embargo, la gran victoria de las fuerzas hispánicas en Valenciennes no parece haber hecho que se replanteen los tópicos en torno a la hegemonía española y Rocroi. En cualquier caso, baste decir que después de Rocroi la hegemonía en Europa seguía portándola la Monarquía Hispánica. Cosa distinta fue el siglo XVIII, en que Francia sustituyó a España como potencia continental hegemónica, mientras Gran Bretaña lo hizo como potencia marítima.
Al contrario que la Guerra de los Ochenta Años y la Guerra de los Treinta Años, la Guerra franco-española tuvo muchas menos causas y, además, estas fueron mucho más triviales. En primer lugar, la Monarquía francesa tenía como principal objetivo no quedar encajonada entre dos potencias fuertes como España y el Sacro Imperio, sus enemigos naturales geoestratégicamente hablando, por lo que, ante la posibilidad de zanjar finalmente la guerra (la que se llamaría posteriormente «de los Treinta Años») en 1635 mediante la Paz de Praga, lo que hizo Francia fue tomar el relevo de los Estados protestantes para continuar el conflicto, con el objetivo de impedir el fortalecimiento hispánico e imperial, alargando así la contienda (con la denominada «fase francesa») hasta 1648.
Por otra parte, acabar con la hegemonía de su vecino de más allá de los Pirineos siempre había estado en la lista de tareas pendientes de los monarcas franceses, pero desde los enfrentamientos de finales del siglo XV había sido una tarea muy difícil de llevar a cabo. Por último, existían intereses estratégicos regionales, como los presentes en la zona francófona de los Países Bajos –territorios pertenecientes al antiguo ducado de Borgoña– o las siempre tentadoras Cataluña, Navarra y el Milanesado. A este respecto, no es casualidad, por ejemplo, que los franceses firmaran varios tratados de alianza con los rebeldes neerlandeses, a los que apoyaban con enormes sumas de dinero desde 1624; o que los rebeldes catalanes, tras sublevarse durante el Corpus de Sangre de junio de 1640, nombraran conde de Barcelona, ya en 1641, a Luis XIII de Francia.
Ya fueran las causas triviales o profundas, lo cierto es que la guerra requirió ingentes esfuerzos políticos, económicos, militares y demográficos de ambas potencias, teniendo en cuenta, además, que en el ínterin tuvo lugar en Francia la sublevación de la Fronda, entre 1648 y 1653, mientras que en España estallaron sublevaciones y revueltas en Cataluña, Portugal, Nápoles y Sicilia, acabando el caso luso en secesión y conformación de una Corona independiente. Pero superado el annus horribilis de 1640, la Monarquía Hispánica comenzó a tener un cierto respiro, especialmente tras 1648, concluida la guerra en Europa con la Paz de Westfalia, y acabada también la sublevación catalana en 1652. Hasta ahí duraría el respiro: en 1653, con intento de ayuda hispánico fallido de por medio, cae la última ciudad de la Fronda, Burdeos; en 1654, la Mancomunidad de Inglaterra (Commonwealth of England) –una suerte de Inglaterra republicana liderada por Oliver Cromwell– entra en el conflicto… del lado francés.
Esta era la situación. Francia no solo volvía a luchar sin la mano atada a la espalda. Ahora, además, contaba con el apoyo inglés. Negras nubes asomaban en el horizonte de lo que quedaba del Flandes español. Así, el ojo francés se posó sobre la ciudad de Valenciennes, plaza fuerte estratégica en poder español, situada en la frontera con el Hainaut flamenco, en la confluencia de los ríos Escalda y Rhonelle, y en el camino a Lille. La ciudad contaba con una modesta guarnición española de 2.000 infantes y 300 jinetes, más las milicias que se pudieran sumar, nada con capacidad para hacer frente a las tropas de Henri de La Tour d’Auvergne, vizconde de Turenne. Este, que había comandado tropas de la Monarquía Hispánica durante la Fronda, puso la ciudad bajo asedio el 18 de mayo de 1656 con una fuerza de 30.000 efectivos. La guarnición aguantó el asedio casi dos meses, pero a comienzos de julio la situación de los defensores presagiaba la rendición.
Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV, recién nombrado gobernador de los Países Bajos, organizó un ejército de unos 20.000 efectivos, inferiores en número por tanto a los franceses, y marchó rápidamente al auxilio de Valenciennes. A su llegada estableció el campamento cerca del francés. Sus exploradores le comunicaron que las fuerzas sitiadoras estaban divididas en dos cuerpos, uno a cada lado del Escalda. Así, comenzó a hacer un reconocimiento en fuerza, lanzando constantes escaramuzas que, unidas a las salidas de la guarnición de la ciudad, comenzaron a desestabilizar las labores de sitio francesas.
Una vez que el de Austria comprobó la dificultad francesa de mantener las labores de sitio y, muy extendidas sus fuerzas, lidiar con el recién llegado enemigo, determinó atacar. La noche del 15 de julio, al abrigo de la oscuridad, y mientras las artillerías hispánica y francesa no dejaban de disparar, las tropas de Juan José de Austria tendieron una decena de puentes sobre el Escalda, cruzándolo sin ser descubiertos.
Cruzado el río, las fuerzas del de Austria también se dividieron, pero no en dos, sino en cuatro cuerpos: uno comandado por él mismo, compuesto de infantería española e irlandesa –huidos tras la sangrienta conquista de la Isla por Cromwell y alistados al servicio de España–; otro comandado por el príncipe de Ligne, con efectivos de las llamadas Naciones, con valones e italianos entre otros; otro comandado por Luis II de Borbón, príncipe de Condé y duque de Enghien, quien comandara las tropas francesas en la batalla de Rocroi contra las tropas hispánicas en 1643, con los franceses de la Fronda; y, por último, las fuerzas nuevas comandadas por el conde de Marsin.
La noche cerrada fue testigo del ataque español a la trinchera de La Ferté: varios ataques demoledores de la dura vanguardia hispánica ganaron en poco tiempo la trinchera francesa, que al momento los zapadores preparaban para el paso de la caballería. Esta, liderada por Condé, avanzó velocísima, libre ya de obstáculos, y rodeó a los hombres de La Ferté. Cuando este organizó el contraataque con la caballería, ya era tarde. El mariscal francés cayó herido, y su fuerza fue diezmada, con más de 2.000 muertos y 4.000 prisioneros. Mientras, en el otro cuerpo (el más numeroso), el vizconde de Turenne había caído en la trampa del ataque de diversión hispánico, ya que había creído que el ataque principal se efectuaría contra su posición.
Cuando Turenne fue consciente del engaño, ya era demasiado tarde: el campamento de La Ferté se había tomado, junto con el propio mariscal, y, antes de que amaneciera, Juan José de Austria y sus fuerzas establecieron contacto con los sitiados. Valenciennes estaba a salvo contra todo pronóstico. La gran victoria de Valenciennes se había debido, en gran medida, a la misma persona a quien se debió la gran derrota en Rocroi: Luis de Borbón, príncipe de Condé y duque de Enghien, uno de los mejores estrategas del siglo XVII.
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Los bosques de Fleurus sirvieron de parapeto natural para que el temible Tercio Viejo de Nápoles venciese a las fuerzas mercenarias de los rebeldes neerlandeses. Al mando de las fuerzas de la Monarquía Hispánica, el bisnieto del legendario Gran Capitán.
La salida del duque de Alba de los Países Bajos fue visto como un gesto de debilidad que los rebeldes neerlandeses quisieron aprovechar. El asedio de Leiden provocaría escaramuzas y combates que pusieron a prueba el valor de los Tercios.