José María Sánchez Galera | 30 de junio de 2021
El filósofo Robert Redeker reivindica valores como la nación, el humanismo y el ejemplo de los santos y los héroes, frente a una sociedad en metamorfosis o decadencia, y advierte: «La hegemonía cultural progresista intenta ejercer su terrorismo intelectual en el mundo literario, en el periodismo, en la enseñanza, en la universidad, en el cine».
Nació en 1954 en Lescure (departamento de Ariège), localidad situada unos cuarenta kilómetros al noreste de Baqueira. Como buen profesor de letras y como buen francés del Mediodía, conoce a los trovadores occitanos o medio catalanes igual que a Hegel y a Nietzsche, quizá el profeta más preclaro de la Modernidad Tardía, como denominan a la posmodernidad los pensadores galos. Sobre todo, los «galos refractarios», por usar la fórmula de Macron, un personaje líquido o fluido que un día se enorgullece de las proezas nacionales y al día siguiente pide perdón. Robert Redeker, con una deliciosa y sencilla fluidez, repleta de matices, de gusto por la entonación y por la riqueza expresiva, atiende al diálogo con esos modales pulcros que nos garantizaba el «usted». De esa época, cuyas brasas o rescoldos aún olemos, en que no íbamos a misa en chándal y en que no se podía pasar de curso con más de un suspenso. Su enorme capacidad para comprender fenómenos antropológicos y sociológicos, y para situarlos en su contexto e interpretarlos dentro de su conocimiento de la larga historia de la cultura occidental, no apabulla, sino que entusiasma. En Redeker adivinamos aún la Francia de Alain Barrière, de Charles Aznavour, e incluso de Fernandel. Esa Francia amable de viñedos, furgonetas Renault, tahonas que perfuman las calles con su pan recién hecho, y abuelas que cuecen mermelada mientras el lechero llama a la puerta.
Pregunta: Francia es en la actualidad uno de los principales hervideros de ideas, sobre todo de contestación —muy variopinta— contra las doctrinas que impone el globalismo, el progresismo, la intelligentsia oficial, la corrección política o como se quiera llamar. ¿Modernidad tardía, podría decirse? Pienso en usted, en Fabrice Hadjadj, en Éric Zemmour, en Chantal Delsol, en Alain Finkielkraut, en Michel Houellebecq…
Respuesta: También puede añadir a Rémi Brague, a Michel Onfray, Marcel Gauchet, Eugénie Bastié y Jean-Pierre Le Goff, entre otros. Sin olvidar a mi amigo Pierre-André Taguieff. La hegemonía cultural de quienes se proclaman a sí mismos progresistas —aunque, en vez de progreso, han acarreado muchos retrocesos, como la destrucción de la Escuela, el menosprecio de la nación, y el rechazo al pueblo y a los valores populares, como, por ejemplo, el anhelo de una identidad nacional— se desmorona cada día un poco más. Esta hegemonía, gracias a la cual la izquierda y la extrema izquierda se han puesto al servicio de los intereses del neocapitalismo mundializado —implantado a partir de los años setenta y ochenta—, va acumulando derrotas. Y esta es la principal: ya no está en sintonía con el estado de ánimo de la nación.
Aún sigue dominando en el mundo literario, en el periodismo, en la enseñanza, en la universidad, en la industria del espectáculo y en el cine, mundos en los que intenta ejercer su terrorismo intelectual; sin embargo, el resto de la población se ha zafado de ese dominio. Hablamos de civilización, cuando las obras del espíritu expresan a un nivel estético e intelectual aquello que una época y un pueblo experimentan profundamente. ¡Nada más maravilloso, nada más civilizado, desde este punto de vista, que el siglo XVII francés! La Francia del siglo XVII era una civilización, en este sentido, comparable a Atenas en su período más fecundo. La actual dicotomía entre el pueblo y el mundo cultural —que ya no expresa ni exhibe nada más que su propia insularidad, su secesión con respecto del país— es un momento de descivilización. Antes se hablaba de la civilización francesa; hoy hay que hablar de la descivilización francesa. O, dicho con más precisión: por lo general, la cultura civiliza, pero hoy, en Francia, aquellos que se arrogan ser la cultura descivilizan.
La cultura civiliza, pero hoy, en Francia, aquellos que se arrogan ser la cultura descivilizan
Pregunta: La «Nueva Francia» del siglo XXI, o sea, «la población recientemente establecida», como dice usted —igual que los «nuevos españoles», igual que la mayoría de «nuevos europeos»— no se identifica con Juana de Arco, ni con Vercingetórix, ni con los trovadores de Aviñón, ni con Pasteur, ni De Gaulle, ni Napoleón, ni Zola, ni Chateaubriand… Obviamente, tampoco con Carlos Martel, ni Carlomagno.
Respuesta: Se hace de todo para conseguir que esta identificación resulte imposible; pero, sin esta identificación, no puede haber pueblo. La identificación, cuando se logra, supone una doble incorporación: el recién llegado incorpora al país y a su historia, hace suya esta historia; y, cuando, por otra parte, la nación incorpora a este recién llegado, lo digiere, lo mezcla con su propia carne. La identificación es un fenómeno carnal. La nación es mi carne, mi carne participa de la carne nacional. La incorporación puede definirse así: entrar en un cuerpo, asimilarse a él, y dejar que este cuerpo entre en mí mismo, permitir que me asimile. El objetivo del proceso de identificación, de asimilación, es el siguiente: ver la nación y su historia como una prolongación de uno mismo. La Escuela, sobre todo mediante las asignaturas de lengua, literatura e historia, es la encargada de acometer esta tarea de identificación. En la actualidad, la Escuela se niega a enseñar a las grandes figuras de la historia francesa cuyos nombres usted acaba de mencionar. En el aula, los profesores de historia acusan a Francia de graves crímenes, fomentan el odio a Francia, a la vez que piden perdón en nombre de Francia por su pasado, del cual, según ellos, hay que avergonzarse. Por su parte, los profesores de lengua francesa se niegan a enseñar la riqueza y complejidad del idioma. Participando en el proceso de descivilización, fabrican muchedumbres sintácticamente pobres. Y, por el contrario, tanto unos como otros, a fin de halagar a estas poblaciones recién establecidas, ensalzan la historia arábigo–musulmana y africana, ofreciendo a sus alumnos mitos nacionales exóticos para oponerlos violentamente al relato nacional francés. Debido a esta perversión de la enseñanza, una parte no desdeñable de los nuevos franceses se niega a interiorizar la civilización francesa, a fusionarse en ella, a apropiarse de ella y a dejarse apropiar por ella, de modo que se erigen en oposición. No oposición a un gobierno —lo que podría resultar comprensible—, sino oposición a Francia en cuanto tal, a su civilización.
P.: En su libro Los centinelas de la humanidad, usted reivindica, entre otros muchos héroes y santos, a los soldados «barbudos», a la infantería rasa, de la I Guerra Mundial. ¿Hoy le importan a alguien aquellos héroes sencillos, vulgares, plebeyos?
R.: La doxa oficial —reiterada de manera particular por nuestro jefe de Estado durante las ceremonias conmemorativas del 11 de noviembre— pretende hacerlos pasar por víctimas de la guerra. Esta palabra implica pasividad. Toda víctima lo es de forma involuntaria. Al escoger este vocabulario, se les priva a estos hombres —que surgen del pueblo, de la Francia humilde, que son campesinos y obreros— de la dignidad de la voluntad; pero lo cierto es que ellos querían sinceramente defender la patria, tenían un sentimiento nacional, aunque, como le puede pasar a cualquier, odiaban la guerra. No obstante, su voluntad y su amor por la patria eran más fuertes que este odio. Por otro lado, resulta significativo que el Estado francés celebre el fin de la guerra, el armisticio, censurando la palabra victoria. Ya no se celebra la victoria de 1918, sino el armisticio. La Francia oficial se avergüenza de la victoria, de la cual los barbudos, todos los caídos en Verdún y el soldado desconocido se habrían sentido orgullosos.
Mediante esta artimaña semántica, se traiciona a quienes dieron su vida para que Francia siguiera existiendo. Bajo este doble disfraz —convertir a los héroes en víctimas y la victoria en un armisticio—, se oculta la vergüenza y el odio hacia uno mismo. La elite francesa está poseída por el odio a Francia —de ahí su fascinación por los raperos, chillones y soeces, entre los cuales el odio a Francia es un tema recurrente, y que aseguran que quieren quemarla; por ejemplo, la deplorable elección del penoso Youssoupha para la canción oficial de la selección francesa de fútbol en la Eurocopa 2021—, y se avergüenza de ella. Aquellos soldados de la Primera Guerra Mundial, esos innumerables anónimos, esa «gentecilla», eran el pueblo. Eran la sal de la tierra francesa, hijos de una larga historia. Eran lo mejor que teníamos. Ellos eran los «galos refractarios», como Emmanuel Macron los llama despectivamente. El vocabulario políticamente correcto que se emplea para definirlos como víctimas delata el odio específico de las elites francesas contemporáneas hacia la gente.
La Escuela se niega a enseñar a las grandes figuras de la historia
P.: Usted denomina «misas negras» a esos rituales, esos ceremoniales nocturnos de flores, velitas e Imagine que se organizan en las calles de Europa, después de cada atentado islámico.
R.: Sí, es un ritual que podría formar parte del catálogo de actos de brujería. Es un ofrecimiento de uno mismo al Mal. Mediante estas ceremonias, le pedimos perdón al Mal por ser lo que somos. Le mostramos nuestra debilidad, para que se haga con nosotros, para que prenda el incendio que nos ha de consumir. Nos prosternamos ante él. Le estamos indicando que vamos a seguir dejándonos masacrar. Le estamos mandando un mensaje: no nos vamos a defender. Esta mascarada es una forma indirecta de decirle al Mal que le damos nuestra aprobación; hasta ese punto estamos convencidos de que nosotros, los occidentales, somos los auténticos malvados y de que el Mal, a fin de cuentas, somos nosotros mismos. Hasta ese punto estamos convencidos, en el fondo de nuestro inconsciente colectivo, de que ha llegado el momento de nuestro justo castigo, cuyo verdugo es el islamismo. Estas siniestras ceremonias nocturnas son misas negras mediante las cuales —para aliviarnos de nuestra culpa, para dar rienda suelta a nuestra mezquindad— establecemos un pacto con el Diablo, dándole luz verde a nuevos atentados.
P.: Según usted, los héroes de ahora son «los futbolistas y las estrellas del mundo del espectáculo». Que también son prototipos de la nueva humanidad; conectados sin parar a teléfonos móviles, sin dejar de posar ante pantallas y cámaras, constantemente conectados a la vida virtual.
R.: Siento nostalgia de Platini, del Brasil de 1970 —sin duda alguna, el mejor equipo que nunca se haya visto—, de las Copas de Europa con eliminatorias directas, sin el paripé de la ronda previa. La época del fútbol feliz, despreocupado y libre ha quedado bien lejos. Las estrellas del fútbol contemporáneo —productos fabricados por las industrias mundializadas del entretenimiento— son prototipos antropológicos, modelos de aquello en lo que el humano del futuro está llamado a convertirse. Los futbolistas son muy diferentes de los campeones de otros deportes; por ejemplo, de los jugadores de rugby o de los ciclistas, que siguen siendo humanos, y con los cuales uno se puede identificar, porque son parecidos a nosotros. Los grandes futbolistas son ya transhumanos, viven en un mundo paralelo y casi virtual: humanos extraterrestres que evolucionan dentro de una especie de cuarta dimensión. Antes que aquellos «galácticos» —como se los llamaba cuando Zidane era jugador del Real Madrid—, prefiero a Federico Martín Bahamontes, el Águila de Toledo, que para mí es un hombre, un hombre de verdad. O a Gino Bartali. Y, sobre todo, al más novelesco y romántico de todos los campeones, al más caballeresco: Luis Ocaña. El corazón me dio un vuelco, de pura emoción, cuando, hace unos años, en Toledo, pasé junto a la casa en la que vive Bahamontes. Más que otra cosa, veo a los jugadores de fútbol como sucedáneos de héroes que, en el meollo de nuestro «presente líquido» —y recurriendo al planteamiento de Zygmunt Baumann—, desempeñan el papel que en su momento tenían los héroes de verdad en aquella época en que reinaba no el vacío, como sucede hoy, sino su opuesto, la sensatez. «El vacío que lo impregna todo … representa una amenaza para la humanidad actual; no es la única, pero, cuando menos, sí es la mayor», señaló el filósofo checo Karel Kosík, gran figura de la disidencia.
Los profesores de lengua se niegan a enseñar la riqueza y complejidad del idioma; fabrican muchedumbres sintácticamente pobres
P.: ¿Cree usted que el verdadero Caballo de Troya del transhumanismo es la vida virtual? Ahora nos obligan a tener cada vez más vida virtual. Incluso se pretende, se anhela, se planea eliminar el dinero en efectivo, de modo que toda nuestra existencia sea virtual, sin libertad analógica alguna.
R.: «¿Por qué aún no ha desaparecido todo?», se preguntaba en una de sus últimas publicaciones Jean Baudrillard —manejando una perspectiva leibniziana; «¿Por qué existe algo en lugar de la nada?», era la gran pregunta de Leibniz. Pero, mientras Leibniz es el filósofo de la creación, Baudrillard es el de la desaparición. De lo que usted me está hablando es de una evaporación del mundo, de su disolución. La desrealización, la virtualización —uno de cuyos pensadores más incisivos a finales del siglo pasado fue Jean Baudrillard— no es más que la propedéutica para la etapa siguiente, la de su evaporación. Una etapa cuyas herramientas serán las tecnologías digitales. La evaporación del mundo y la evaporación del hombre constituyen el horizonte de la era digital. El transhumanismo es exactamente esta desaparición del hombre por evaporación. El hecho de que, dentro de poco, se pueda poner sobre un escenario a Caruso, a la Callas o a los Beatles, para conciertos «en vivo» mediante hologramas, supone la muestra más exacta de esta evaporación. El holograma, o sea, lo inconsistente, lo impalpable, lo que se puede replicar infinidad de veces, será indistinguible de su modelo, el cual ya no podrá seguir llamándose la realidad auténtica, el hombre real, de carne y hueso. El holograma acabará siendo intercambiable con su modelo, es decir, la realidad humana habrá desaparecido en medio del vapor, del humo.
P.: El pensamiento conservador entiende que el origen de este contexto sociológico y cultural se halla en la pérdida de la noción de límite. De hecho, los países aprueban leyes de transexualidad que niegan la realidad del sexo biológico, pues superponen el concepto de «género» a voluntad. Si podemos ser hombres, mujeres o asexuales, a capricho, ¿por qué no ser cyborg?
R.: Ese hombre evaporado al que usted denomina cyborg ¿no es acaso vapor humano? El desprecio por el límite es el sentimiento tipo —así como Max Weber hablaba del ideal tipo— de la modernidad. El fanatismo de la transgresión, ese opio de los intelectuales del siglo XX, es el corolario necesario de esta hostilidad fundacional contra el límite. En el campo artístico, cualquier transgresión —aunque sea una mera estafa— se presenta como un acto de heroísmo. Cuando los medios de comunicación pretenden presentar a un político en términos favorables, dicen de él que está dispuesto a «romper las normas», o sea, a transgredir. Los medios de comunicación y los cortesanos se sirvieron de esta retórica transgresora para halagar a Emmanuel Macron, abrillantando y puliendo su modernidad, cuando fue elegido en 2017. Pero, durante la última década, esta simpatía ideológica por la transgresión, ligada a la esencia de la modernidad, ha puesto su punto de mira contra los fundamentos antropológicos de la existencia humana, con la presumible intención de subvertir el modo occidental de existencia. La alianza, en nombre de la interseccionalidad de las luchas, entre los movimientos radicales que aspiran a la destrucción de las barreras antropológicas —ahí encontramos a las neofeministas, a los movimientos LGBT+ más radicales, a los antisemitas de izquierda y a ciertas corrientes islamistas— no es una coincidencia fortuita: la subversión de Occidente es su objetivo común, a pesar de sus motivaciones contrapuestas, a menudo lógicamente incompatibles. Sin embargo, mientras que unos (neofeministas, activistas de género, etc.) se hallan en el rechazo al límite, otros (islamistas y ecologistas radicales) tienen fe ciega en los límites.
Fijémonos en una paradoja añadida: las mismas personas que rinden un culto casi fetichista a la naturaleza, a lo natural, arremeten —mediante la teoría de género, los delirios queer y trans— contra la naturalidad de la sexualidad humana, y promueven técnicas antinaturales como el aborto y la eutanasia, de modo que confían a la técnica la sexualidad y la vida biológica. Un buen número de países occidentales, como Canadá, que sirve de modelo, promulgan incluso a la vez leyes para la protección de la naturaleza y leyes para la destrucción de la naturalidad de las condiciones antropológicas.
Una parte no desdeñable de los nuevos franceses se niega a interiorizar la civilización francesa
P.: Frente a este nuevo mundo, usted reivindica a los santos y a los héroes, que nos salvan de caer en la bestialidad. Antes bestialidad animal, ahora bestialidad tecnológica.
R.: Yo diría tres cosas al respecto. Primero, los santos y los héroes disponen de anclas que nos amarran a la realidad y al sentido común. Gracias a eso, podemos encontrar en ellos los antídotos contra la evaporación del hombre y del mundo de que hemos hablado. Nadie es más nocivo contra la bestialidad que los héroes y los santos. Por tanto, son batidores que nos muestran el camino hacia la trascendencia, y, así, nos permiten echar anclas en el Cielo, para elevarnos hacia allá. En definitiva, nos reintegran en nosotros mismos, al darnos el ejemplo de lo que debe ser un hombre, y al personificar nuestro deber —la dignidad de la que luego podemos hablar— plasmándolo en imágenes. En este sentido, son nuestros auténticos maestros. Si mantenemos la mirada fija en ellos, nos pondremos en condiciones de vivir según lo que somos en esencia: ni bestias (materialismo), ni máquinas (transhumanismo), sino hombres.
P.: Ya decían los clásicos, los antiguos que el hombre no es ni dios, ni bestia.
R.: Ni tampoco ángel. La dignidad humana consiste en mantenerse en el rango que a uno le corresponde entre los seres vivos, que se dividen en tres clases: ángeles, hombres y bestias. Los hombres son animales dotados de alma, lo que los asemeja a los ángeles, y les permite comunicarse con el universo invisible; esta alma se mezcla con un componente biológico, el cuerpo, que asemeja los hombres a las bestias. Pero esta semejanza es solo metafórica, pues los cuerpos humanos están llamados a la resurrección. Por su parte, el alma es inmortal.
Ya no se celebra la victoria de 1918, sino el armisticio. La Francia oficial se avergüenza de la victoria
P.: ¿Qué causa mayor ruina: olvidar las tradiciones de los abuelos —desde el rezo del rosario o la comida casera, hasta gastar solo lo necesario y mostrar piedad hacia los padres— o desterrar de los planes de estudio el canon clásico, sustituyéndolo por el «canon de la diversidad»?
R.: El olvido de las tradiciones, su abandono —en realidad, se trata de un rechazo organizado— o su folclorización, que es el olvido estetizado, es la otra cara del fanatismo de la diversidad que disuelve las sociedades occidentales de la modernidad tardía. A los ojos de los prosélitos de la diversidad, las tradiciones evocan un mundo cerrado. Por otro lado, el odio a los límites y a la finitud, así como la neofilia frenética, también espolean este abandono. En los ámbitos artísticos ha surgido una obligación: alabar la diversidad y el mestizaje, la alteridad, emitir su profesión de fe antirracista, antifascista, antipatriarcal, gayfriendly, etc. A aquellos que no acatan esta regla, que rechazan este conformismo, este folclore ridículo, que no entonan esta plegaria sollozante y penitente del hombre blanco contemporáneo, se los suprime despiadadamente de la escena pública. Muy recientemente (en 2019), un colectivo de artistas y poetas en Francia ha mostrado su apoyo al asesino, al terrorista Cesare Battisti. Mucho tiempo atrás, hace cosa de veinte años, apoyar a este criminal sanguinario ya era algo más o menos obligatorio si uno quería seguir trabajando en estas profesiones denominadas «culturales».
P.: Un grupo de música folk de Quebec, Mes Aïeux, tenía una canción muy famosa, Dégénérations. Cantaban: «Tu bisabuelo trabajó la tierra, tu padre la vendió para hacerse funcionario; y a ti, que vives en un estudio, te gustaría tener casa en propiedad».
R.: ¡Todo un siglo resumido en una estrofa!
P.: Pese a todo, dentro de esta Modernidad Tardía, como dicen ustedes los franceses, ¿cabe la esperanza?
R.: Recordemos la filosofía de la Historia de Hegel. Los individuos y los pueblos actúan en función de los objetivos que se imaginan, pero al final es otra cosa, en la que no habían reparado, lo que se acaba haciendo realidad. Me tomo la libertad de citar a Hegel: «A lo largo de la historia universal, de las acciones de los hombres resulta algo diferente de lo que habían planeado o logrado, y de lo que conocen y pretenden de inmediato». A esta estructura del desarrollo de la Historia Hegel la llama «la argucia de la Razón». Los hombres, por medio de su acción, ignota e inconscientemente, serían los instrumentos de los fines que se propone la Razón. Por su parte, Marx organizó su escatología revolucionaria con arreglo a este molde hegeliano. La verdad es otra: tal vez exista una Providencia en la Historia, que intervendría de cuando en cuando —no sería absurdo ver en De Gaulle o en Juan Pablo II a los enviados de la Providencia para reconducir el desesperado rumbo de la Historia—, pero no hay absolutamente nada de lo que Hegel llamaba una Razón que dirija la Historia de cabo a rabo conforme a un plan, para guiarla hacia su cumplimiento.
No obstante, nos topamos dentro de esta teoría con un elemento repleto de verdad. Somos conscientes de lo que estamos haciendo, de los objetivos que ambicionamos, pero seguimos ignorando cuál será el resultado, que será muy diferente de lo que hayamos pretendido, y que hoy nos resulta arcano. La esperanza es este arcano. Del presente no podemos inferir el futuro. Tengo que añadir, mediante un argumento inductivo, otro motivo de esperanza, extraído de la experiencia reciente: el Imperio más poderoso que haya engendrado la historia, la URSS, se desmoronó al cabo de solo 70 años, derrocado por las fuerzas del espíritu, cuyo abanderado fue Juan Pablo II, el hombre más grande del siglo XX.
El filósofo parisino, uno de los pensadores europeos más relevantes de nuestros días, analiza el presente y el futuro de la humanidad: «Asistimos a un tremendo ascenso de todo lo emocional y ello conduce a la toma de decisiones sin la suficiente reflexión», asegura.
En un nuevo ensayo, tan brillante como divertido, Ser padre con San José. Pequeña guía del aventurero de los tiempos posmodernos, publicado por Éditions Magnificat, el escritor y filósofo da testimonio de su experiencia de la paternidad y desarrolla una profunda reflexión sobre la figura del padre.