David Cerdá | 11 de julio de 2021
Creímos ser conquistadores, pero fuimos los nativos engatusados con baratijas; no hay alternativa a la grandeza para quien quiere huir del absurdo.
Hace un par de meses, preguntaban en una entrevista a Ana Iris Simón, la autora de ese manchegazo inesperado, Feria, cuál creía que iba a ser la gesta de su generación, a lo que ella respondió que sería reconstruir lo perdido, esto es, «encontrar un sentido al mundo que no sea solo producir y consumir». Eso es un Alpe D’Huez, un Angliru. La tarea, en verdad acuciante para los posmodernos, o sea, para nosotros, es en realidad moderna, y así, John Donne escribía en An Anatomy of the World ya hace cuatro siglos: «Todo se ha hecho pedazos, toda la coherencia se ha ido». El cometido, por ser de todos, requiere que muchos arrimemos el hombro, así es que intentaré hacer lo mío con algunos apuntes por si sirven para frenar esta huida a ninguna parte en la que actualmente estamos.
Lo primero que hay que hacer, me parece, es señalar lo que no toca, que es hacer borrón y cuenta nueva. Se oyen cada vez más declaraciones de este tenor; entre la pandemia y el cambio climático, brotan como champiñones los nihilistas, quienes dicen que hemos de «empezar de cero». Lo último que necesitamos es una revolución que sea damnatio memoriae, más estallidos ignorantes y violentos, una copa más de adanismo. Tenemos que mirar hacia atrás y hacia delante, y luego, tal vez, sí, desandar algunos caminos extraviados, y más que nada entender que, como sugiere Simón, la economía no lo es todo. Habrá que recuperar las preguntas de siempre para ofrecer respuestas distintas a las últimas y fallidas que hemos ensayado.
Lo último que necesitamos es una revolución que sea damnatio memoriae, más estallidos ignorantes y violentos, una copa más de adanismo
Propongo, para empezar, devolver a la ciencia su dignidad perdida. Reconozcamos que, una vez más, nos ha salvado el pellejo. Espero que quienes, como los antivacunas, niegan su capacidad para mejorar el mundo, callen al menos durante un tiempo. Para que esa redignificación sea completa, la ciencia ha de comprender de una vez por todas cuáles son sus límites. Contaba Esquilo, en Prometeo encadenado, que cuando los dioses entregaron a los hombres el fuego de la técnica «hicieron nacer en ellos ciegas esperanzas». Ahora que un coronavirus nos ha devuelto nuestra mortalidad olvidada, bien haríamos en desterrar los sueños (las pesadillas) transhumanistas, para centrarnos en la vida buena, en vez de aspirar a una que dure siempre. Tampoco es labor de los científicos determinar lo que está bien y mal, aunque sí nos ayuden a entendernos, para que juzgue nuestra conciencia.
Hannah Arendt dice en Entre el pasado y el futuro que «la estatura del hombre parece disminuir a medida que avanzan los conocimientos técnicos y científicos». Esto es lo que hay que revertir sin demora. Al tiempo que la ciencia evita la ética, que la ética retorne al centro de nuestras vidas, para vertebrarlas. Hay demasiadas personas ya que igualan lo lícito a lo legalmente permitido; no podemos seguir mirando hacia otro lado. Para ello, propongo retomar la senda del bien, esto es, aparcar un tanto el comercializado discurso de los derechos para recordar que el humus de una gran sociedad son sus deberes. Al hacerlo, revelaremos de un solo golpe ese otro embuste, la libertad que solo es ausencia de opresiones, la libertad que no debe, la libertad de los cobardes.
Debemos y nos debemos muchas cosas; la verdad es la primera de ellas. Es digno de toda sospecha que en una época en que los gobiernos andan histéricos queriendo «proteger» a los ciudadanos de las fake news y los bulos —mientras ellos mismos los difunden— se oculte con tal devoción que la verdad existe. La civilización ha enfermado de relativismo, abandonando la noble epopeya de buscar sin descanso lo verdadero. Si la verdad es crucial para la convivencia es porque funda la confianza, base de la profesionalidad, sostén de la economía, trama misma del amor y suelo de todas las relaciones sociales. Para que sea el meollo de nuestras vidas, se antoja fundamental este giro: dejar de hablar a nuestros jóvenes de «motivación» y hacer que vuelvan a admirar la grandeza.
Si sufrimos una hornada tan decepcionante de dirigentes es porque el interés, la tecnofilia y la erótica del poder se han merendado a las humanidades. De esos bárbaros polvos provienen los lodos de la crispación y el populismo que nos asfixian. Fardamos de vivir en un mundo global, pero es más bien una algarabía de particularidades. Si no colocamos la comprensión del ser humano en el corazón de nuestros desvelos, abriendo de par en par las puertas de nuestros institutos y universidades a la filosofía, la antropología o el arte, ¿qué podemos esperar, sino más desorientación y peores enfrentamientos? La tontuna del sinnúmero de identidades nos aleja del prójimo, ante quien, lo sepamos o no, rendimos cuentas. Hay que leer a Chesterton: «La verdad, la piedad y el honor son los mismos en todas partes, de igual modo que la sustancia del metal del plomo es la misma en todas partes».
Hay que abominar de toda postura política que no asuma que hay que custodiar ciertos bienes por todos los medios al tiempo que avanzamos en el incompleto desarrollo de nuestras libertades
Dice Simón en la misma entrevista: «En la generación de mis padres y mis abuelos, el horizonte era el progreso. En la mía está la quiebra y la no confianza en ese progreso». Pero el progreso es parcialmente un camelo, moneda falsa. No se trata de cambiar por cambiar, sino de añadir valor y aproximarse a lo bueno. Si el progresismo es un empeño sordo y ciego es porque renuncia a conservar lo que merece la pena, y ebrio de novedad nada recuerda. Hay que abominar de toda postura política que no asuma que hay que custodiar ciertos bienes por todos los medios al tiempo que avanzamos en el incompleto desarrollo de nuestras libertades. Para lograrlo habrá que reivindicar que servir a los demás es el más espléndido de los poderes.
No necesitamos influencers, sino servidores. La palabra griega para servicio es leiturgia; es una especie de puente entre la entrega y la trascendencia. De una vez por todas: no ha funcionado la fiesta sin fin, la vida de escaparate, la parodia sin medida; añoramos el sentido. Estábamos más que prevenidos; ya Aliosha advertía a su hermano Iván Karamazov del gran error que constituye «amar la vida más que el sentido de la vida». Sin miradas a lo alto, inmersiones en lo bello y propósitos que nos superen y nos incluyan, apenas somos un mono venido arriba. Cuando nos negamos todo eso no nos liberamos, sino que nos hundimos en la insignificancia.
Ciencia honesta y humilde, deber, verdad, humanidad, servicio y trascendencia: con eso estaría. El plan, en definitiva, ya lo había expuesto Hans-Georg Gadamer hace sesenta años en Verdad y método, donde explicaba los cuatro conceptos básicos del humanismo. Uno, Bildung, un sentido general de la mesura y la distancia respecto a uno mismo que nos eleve hacia lo objetivamente grande. Dos, Sensus communis, saber relacionar el saber con la vida práctica. Tres, Urteilskraft, ser capaces de discriminar lo valioso de lo trivial y lo bueno de lo malo. Y cuatro, Geschmack, gusto por el bien y lo bello, saber que uno recibe «el asentimiento de la comunidad ideal».
Esa comunidad ideal no es una entelequia platónica, sino una contigüidad humana que se nos muestra a diario con tal de que abramos los ojos. Somos meros relevistas de una aventura extraordinaria. Lo que ocurre es que el poder y el mercado nos la han ocultado, porque nos quieren en un presente continuo, a ratos asustadísimos, a ratos eufóricos. Hace un siglo que nos prometen alas, a cambio de nuestras raíces; esas alas son cerosas, como las de Ícaro, y el sol de la adversidad las derrite; y sin raíces estamos, desnutridos y exhaustos. Es Simone Weil quien describe lo que de veras necesitamos, en un ensayo titulado, precisamente, Echar raíces: «Un ser humano tiene una raíz en virtud de su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos de futuro». Saul Bellow se pronunció sobre este asunto en su intervención para la “Jefferson Lecture in the Humanities” de 1977.
No bastará con que nos hagamos miembros de partidos políticos o trabajemos por una causa. Se producirá cuando el intelecto confirme lo que el alma quiere
La mayoría de nosotros sabe que deberán restablecerse y renovarse muchos de los lazos humanos cortados en el proceso de liberación. Esa renovación solo puede producirse si nosotros la queremos y la concebimos. La deseamos y la pensamos no por nostalgia, sino porque no hay vida humana sin los vínculos que expresamos con palabras como «bueno», «moral», «justo» y «bello». La restauración de tales lazos debe emprenderse únicamente si el alma reconoce su necesidad. No bastará con que nos hagamos miembros de partidos políticos o trabajemos por una causa. Se producirá cuando el intelecto confirme lo que el alma quiere.
A lo Google Maps: es momento de recalcular ruta, en lugar de seguir atravesando medianas y atropellando gente. Creímos ser conquistadores, pero fuimos los nativos engatusados con baratijas; no hay alternativa a la grandeza para quien quiere huir del absurdo. Hemos de retornar a las grandes verdades humanas para, mediante la voz del espíritu, resistir a la nietzscheana «muerte de Dios» y a la foucaltiana «muerte del hombre». Hay que armarse de valor, arremangarse, sacar pecho y apretar los dientes. Se han roto muchas cosas que ahora nos toca reconstruir a nosotros, si no queremos que nuestra vida sea «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia». Todavía estamos a tiempo, pero no hay tiempo de sobra. Sursum corda.